Soñé que estaba de vuelta en el claro donde Marlowe había enterrado la tibia, caminando con propósito y, sin embargo, incapaz de nombrar mi destino. Aunque estaba dormida, me sentía despierta de una manera como no lo había estado antes, consciente del mundo y su amplitud. La escena era extraña, pero no se sentía de ese modo. Por supuesto que mis movimientos debían estar guiados por algún imán distante y reluciente, un motor que sentía dentro de mi corazón y que me acercaba hacia… Me detuve, la intensidad me asustó cuando pensé en la creciente sed de sangre que sentía.
Nunca me había preocupado el mal. Había leído cuentos de horror y los había pensado demasiado elaborados y glamurosos, llenos de apariciones, amantes condenados, maldiciones misteriosas. Tales momentos de ingenio eran una broma. No había una sexualidad de sangre plateada en la muerte; solo era un hecho: la manera como acompañaba a la tierra. El poder que había sentido cuando enfrentaba a cada nuevo animal no era una posesión demoniaca: era yo. Cada deseo que me impulsaba era mío. Si eso era verdad, ¿a dónde iba? ¿Qué encontraría?
Algunas preguntas nacen, pero no se formulan y una vez nacidas lloran hasta que se las atiende. Conocía la historia de la caja de Pandora. Sabía el costo que Eva tuvo que pagar tras probar la manzana. No me importaba. Dejaba que mi deseo me guiara.
—Maisie. —Me sobresalté al oír a mi padre.
—¿Peter? —Me detuve en el bosque y lo miré como si echara un vistazo por la puerta de su oficina.
—Maisie, mi niña —dijo Peter. No estaba enfrente de mí pero podía verlo, de la misma manera que si diera vuelta sobre el escritorio de su oficina, con los círculos de cristal sobre los ojos, la ceja alzada sobre los lentes. «¿Me trajiste el té?».
—¿Maisie?
Seguí caminando.
—¡Maisie!
Se podría pensar que con mis poderes de resucitación me recuperaría rápidamente de los daños físicos, pero, para mi constante frustración, jamás había ocurrido así. Mis rodillas raspadas requerían la misma cantidad de tiempo que las de cualquier otra persona para regenerar la piel. Cuando me rompí el brazo a los siete (una historia tonta que tenía que ver con un intento desesperado de callar a una avecilla inconsolable, ofreciéndole un pedazo de pan por la ventana mientras al mismo tiempo trataba de mantener el árbol lejos de mi brazo), tuve que esperar seis semanas completas para que se curara.
Estaba sufriendo de tres centímetros cuadrados de piel cortada, con un parche asqueroso en el interior del brazo por debajo del codo. Cualquier movimiento repentino parecía perturbar el proceso de coagulación. La venda improvisada me daba asco, hacía muecas cuando veía los suelos mugrientos del sótano que conocía demasiado bien, las cadenas oxidadas y sucias que habían reaparecido alrededor de mi tobillo, el goteo constante de agua vieja del techo. La cabeza me punzaba de dolor.
Sentí que un espasmo se extendía por mi pecho y reuní toda mi fuerza para sentarme y liberar el contenido de mi estómago. El vómito chocó contra mi cobija, sobre mi catre. Manchó mi bata de papel y se absorbió en mi venda. El dolor del brazo era una constante, inevitable, y sentía una estrechez palpitante en el estómago, como si mis intestinos estuvieran a punto de soltarse. Sin embargo, el dolor de cabeza y el mareo parecían haber pasado.
Tuve una imagen repentina en la mente: las manos de Coulton sobre mi cuerpo. El pedazo de piel, rosado y palpitante. La manera como lo sostuvo a contraluz, como si fuera una conquista, un lente a través del cual pudiera ver el cambio de su vida. Otra vez se me revolvió el estómago. Me estremecí, el vestido húmedo se me pegaba a la piel. ¿Y si Rafe bajaba y me veía en ese estado tan patético? Con seguridad, por lo menos me cambiaría la ropa, limpiaría mi catre. Hasta ahora me había permitido las más básicas dignidades humanas: un balde de agua caliente semanal para que me bañara, comida, las magníficas drogas que me ayudaban a dormir. Si necesitaba mi sangre, me necesitaba viva. Necesitaba saber que a pesar de mi apariencia permanecería con vida. Si me enfermara o muriera, los últimos meses no habrían servido para nada. Pensé en las palabras de Coulton: «Tenemos que mantenerte en forma». Si estaba gravemente enferma, ¿qué harían?
Era una apuesta, lo sabía, contemplar la pregunta siquiera. Me quité la venda y la presión de los dedos hizo que mi cerebro se embriagara de una oscuridad tan extrema que estaba segura de que iba a volver a vomitar. ¿El vómito sería suficiente? No creía. Me habían dado una inyección de algo, otro sedante. Lo que necesitaba era asustar tanto a Rafe que me sacara de inmediato, no solo que buscara ayuda, sino que me llevara a un hospital. Una vez que estuviera ahí, en la sala de urgencias, en el consultorio de un médico rural, en su camioneta… Una cosa a la vez.
Sentí un dolor estrecho y palpitante en el estómago por tomar la decisión. Me escupí en los dedos de la mano derecha para limpiármelos, con la boca todavía amarga y seca. Empujé el borde de mi vendaje y la pus hizo que me dieran arcadas. Tenía que calcular el tiempo de manera correcta. Si encontraba una arteria, sangraría muy rápido. No podía permitirme perder el conocimiento. Me senté muy quieta y escuché cualquier señal de movimiento arriba. No tenía manera de calcular el tiempo. ¿Cuánto había pasado? ¿Treinta minutos? ¿Tres horas?
Después, escuché un sonido arriba de las escaleras. Voces distantes.
Me preparé, mordiéndome los labios con los dientes de enfrente y apreté las profundidades de mi herida con una uña. El dolor fue tan intenso que me pareció que la habitación daba vueltas. Sentí una ráfaga de humedad que se extendía por debajo de mí y sombríamente me sentí satisfecha de notar que mi incontinencia solo podía ayudar a mi causa. Me moví solo un poco y me preparé para volver a sumergirme en el abismo de mi herida cuando vi que el parche sin piel se inundaba y convertía mi bata gris en roja.
Sangre.
No de mi brazo que iba produciendo su propio rezumadero de infección, sino sangre de mis entrañas. Coágulos profundos y gruesos. Una inundación.
Había desgracia, me habían enseñado (los libros, desde luego; Peter jamás había abordado el tema y la señora Blott solo había fruncido el ceño y me había dicho que lo aprendería a su tiempo), en el sangrado mensual. La menstruación significaba falta de limpieza. La sangre era vergonzosa, excesiva y, obviamente, una señal de pecado. Nunca había amado mi cuerpo pecaminoso más que en ese momento, cuando me dio precisamente lo que necesitaba: al mismo tiempo una herramienta tangible con la cual salvar mi propia vida y la promesa de un futuro como mujer, una razón para vivirlo.
Una corriente silenciosa de orgullo siempre había corrido por debajo de la profunda vergüenza de mi cuerpo: que, aunque era monstruoso, era especial. La atención de Matthew había reforzado esa convicción y, de una manera retorcida, también la de Rafe. Al mismo tiempo veía el orgullo por lo que era en verdad, un muro de contención para evitar que colapsara por completo. Deseaba tanto ser normal. Quería construir más que conquistar y me había resignado al hecho de que jamás lo haría.
Por primera vez en semanas, sentí que sonreía.
Ya estaba lista cuando Rafe entró con Coulton. Estaban a mitad de una conversación, Rafe frustrado y Coulton contrito.
—No sabía que no iba a funcionar antes de cortarla, ¿o sí? —se quejó, corriendo detrás de Rafe, que no parecía prestar atención a sus dispares estados de constitución física—. Y si hubiera funcionado, solo imagínate…
—Cállate. —La voz de Rafe era muy tranquila—. ¿Maisie? —Dio dos pasos hacia donde estaba extendida sobre el catre—. Mierda.
Tenía los ojos cerrados, pero podía imaginarme con cierto orgullo la escena que se había encontrado al entrar: mi cuerpo desnudo encogido hacia la puerta, la muñeca con la venda extendida precisamente sobre la mancha roja del colchón, con la venda misma empapada casi por completo. El vómito seco sobre mis labios, la sangre como pintura de guerra extendida sobre mi mejilla derecha, los nudos de mi cabello enredado. Y como toque maestro, el lento goteo del vestido empapado y sangriento que había hecho jirones y ocultado en mi mano izquierda, apretándolo poco a poco para que cada gota hiciera un charco en el suelo.
—Mierda. ¿Qué le hiciste?
—Ya te dije, solo le quité un pedacito del brazo y después…
—Va a necesitar un doctor. ¿A dónde la podemos llevar? Mierda. Mierda. —Escuché que rasgaba una tela, la playera que Rafe llevaba bajo el overol blanco y sentí que las manos enguantadas me ataban un torniquete por encima del vendaje empapado. Tuve que hacer uso de toda mi fuerza para no gritar de dolor.
—Quizá un doctor militar. El hospital militar… Podemos decir que acabamos de encontrarla. Tendríamos que limpiar esto. Por el amor de Dios, ve a traer la camioneta. Busca algo para vestirla.
—O podemos achacárselo todo a la mala suerte. Ahora podría ser más generoso dejar que se desangre. Cuando su cuerpo se quede quieto, podemos…
—¡Ve! —gritó Rafe furioso. Siguió a Coulton afuera, los dos corrieron por las escaleras, dejando la puerta del sótano abierta. Abrí un ojo, ¿ahora era el momento? Todavía no, aún tenía la cadena en el tobillo. Pero pronto.
Rafe regresó rápidamente con una nueva bata de hospital y una cobija con la que envolvió mi cuerpo. Aunque yo seguía luchando contra la pérdida de la conciencia, me habló mientras abría mi cadena, me cargó en sus brazos y subimos por las escaleras.
—Te voy a llevar con un amigo mío. Él va a arreglarlo todo. Vas a estar bien muy pronto. Como si nada hubiera pasado; todo va a estar bien, Maisie, yo me encargo. Ya verás.
En respuesta, apreté la bata con más fuerza y mi sangre se escurrió por mi brazo hasta la chamarra de Rafe.
—¡Trae el catre! —le gritó a Coulton—. Vamos a amarrarla al catre y a la camioneta. —Mientras Coulton lo hacía, Rafe me llevó afuera hasta la camioneta de carga, la misma que había visto en Coeurs Crossing, que nos esperaba afuera. Inhalé la primera bocanada de aire fresco en meses. La acción hizo que tosiera enseguida: la camioneta estaba encendida y exhalaba humo del escape.
—¡Se está moviendo! —dijo Rafe—. Gracias a Dios.
El interior de la camioneta estaba limpio y silencioso. Habían asegurado mi catre con varias cuerdas contra la pared y me amarraron fuerte con un cinturón para que no fuera a caerme. Después de discutir, decidieron que fuera Rafe quien me llevara mientras que Coulton se quedaba a limpiar el desastre que había hecho y cualquier otra señal de que me hubieran tenido en cautiverio por si el amigo doctor de Rafe no era de confianza.
Después, nos fuimos. Conté los giros que daba la camioneta, insegura de qué tan lejos iríamos, con miedo de que pusiera mi plan en acción demasiado pronto y que no sirviera para nada. Después de que llevábamos un trecho en línea recta de lo que pensé que sería una carretera, saqué el brazo del cinturón y golpeé un costado de la camioneta con toda la fuerza que pude reunir.
—¿Maisie? —Rafe se volteó brevemente para verme.
—Rafe —gemí—. Rafe, la cinta está demasiado apretada. Mi mano, Rafe, creo que tal vez…
—Gracias a Dios que estás despierta, te voy a llevar con…
—Por favor, las correas… —Dejé que mi voz se apagara pues necesitaba que pensara que estaba más débil y más cansada de lo que estaba en realidad—. ¿Podemos detenernos, por favor?
Rafe se detuvo a un lado del camino, salió de la camioneta y dio la vuelta hasta la puerta trasera. Una ráfaga de energía se extendió por mi cuerpo, los nervios y la emoción combatieron el dolor. Dejé escapar un gemido de desesperación, primero calculado y después demasiado real por la inmensidad de lo que estaba a punto de hacer.
Sentí el peso de Rafe cuando se subió a la camioneta, pude sentir su olor a loción de afeitar y sudor cuando se inclinó sobre mí.
—Veamos… —Su aliento era cálido—. ¿Dónde te…? —Comenzó a decir Rafe, pero antes de que pudiera terminar lancé la mano para rozar su cuello.
Cayó hacia adelante y traté de hacerme a un lado, pero no tenía a dónde ir. Su cadáver cayó sobre mí, con los ojos abiertos de par en par, vidriosos, dirigidos hacia los míos. Resistí un grito y me mordí el labio de abajo. La barbilla de Rafe tocó mi quijada. Se estremeció, se quedó quieto, volvió a estremecerse.
Era como si Rafe supiera, en su constante resurrección, lo que estaba ocurriendo. Su mano buscó mi garganta para asfixiarme, y la apretaba mientras su vida iba y venía. Tosí, no podía respirar.
Después, cuando empezaba a pensar que iba a fracasar, encontré un último estallido de fuerza. Con un rugido, eché la rodilla contra su entrepierna y mordí con fuerza su brazo, que se había movido de mi cuello a mi mandíbula al sorprenderlo. Sentí un sabor a sangre a través de la tela del overol. Aproveché la distracción que le ocasionó este nuevo dolor y le apreté la mano contra el cuello para quitármelo de encima.
Rafe estaba acabado, completamente muerto, su cuerpo desparramado en el suelo.
Sabía que tenía que moverme rápido. Me desabroché las correas y le quité la chamarra a Rafe, que por fortuna era lo suficientemente larga para quedarme por debajo de las rodillas. Tomé la cobija sobre la que estaba acostada, rígida de sangre seca y cubrí el cuerpo de Rafe. Estaba a punto de bajar de la camioneta de un salto hacia la grava del camino por el que íbamos viajando, pero no pude resistir echar un último vistazo a mi captor. Me di la vuelta. Uno de los zapatos de Rafe era visible, pues la cobija no lo cubría del todo, vi que tenía una bola de chicle pegada entre las hendiduras de la suela. La adrenalina que me había impulsado desapareció. Caí de rodillas en la parte trasera de la camioneta.
Cuando era niña, me tropecé, caí en la tierra y una piedra se me enterró en la espinilla. Estaba en la terraza de atrás. Me paré y entré, segura de que estaba bien. Quizá había sentido un escurrimiento húmedo contra mi pantorrilla y pensé que era agua, hasta que la señora Blott ahogó un grito y me dijo que me quitara de la alfombra; miré para abajo, a la herida, la piedra negra bajo mi piel, los chorros de sangre. Grité y fue como si mi grito soltara el dolor que había estado resistiendo. Todavía lo recuerdo, la mirada, la roca, el dolor. Me levanté y di varios pasos temblorosos hacia el cuerpo de Rafe.
Podía cerrar los ojos, lo sabía, sucumbir a la falta de sueño y a la pérdida de sangre, eliminar este momento como si fuera un sueño. Seguir caminando, como había hecho sobre la alfombra, ignorando la conmoción de la señora Blott, y reírme y decir que lo que no podía ver no podía herirme. Si no me mortificaba el daño, podía ignorarlo. Solo reconocerlo rompería el muro que bloqueaba mi dolor. Podía sentir a Rafe apenas como un estremecimiento en un clima de tormenta, un fantasma que pasa a través de mis pensamientos antes de dormir.
Sin embargo, lo había asesinado. Lo había asesinado a propósito. Difícilmente importaba lo que Rafe había hecho: era un hombre que estaba vivo y ahora no lo estaba. Toda vida, a pesar del funcionamiento de la conciencia que alberga, tiene su propio valor intrínseco: el corazón de Rafe latía indiferente a las intenciones de su amo, su latido era una fuerza de la belleza. Peter no me había criado en la religión, pero me había enseñado eso. Le debía mi memoria a la vida de Rafe, le debía mi dolor. Recogí mi brazo vendado, con un gesto fútil, pues Rafe estaba demasiado lejos para que lo tocara, como si supiera que no podía tocarlo incluso aunque hubiera estado más cerca. Cualquier ligera cicatriz que hubiera empezado a formarse en mi brazo se desgarró y dos gotas de sangre cayeron al suelo. Me aparté, bajé de la camioneta y dejé que mi brazo sangrara profusamente mientras observaba el campo, la cobija brumosa del cielo de verano.
Encontré un teléfono público. De alguna manera, encontré la cantidad de cambio necesaria en el bolsillo de la chamarra que le robé a Rafe. Consciente de las extrañas miradas que me lanzaba la gente que pasaba a mi lado, marqué el primer número que vino a mi mente, pero me detuve justo antes de apretar el último dígito, salvándome de una llamada desperdiciada. La señora Blott no podía estar en casa para responder, Abingdon, el gato, no estaba en casa para maullarle recelosamente al anticuado teléfono de pared que sonaba en su cocina.
Solo había otro número de teléfono, además del mío, que me había aprendido de memoria. Lo había visto pegado en el refrigerador, EN CASO DE EMERGENCIA, durante cuatro días en Urizon. Lo había visto escrito con plumón negro en el guante de una niña pequeña.
Hice la llamada y después me senté a esperar en la banqueta al lado del teléfono. Estaba medio desnuda y temblorosa, cubierta de sangre, perdiendo y recobrando la conciencia. Una mujer se arrodilló a mi lado y me ofreció ayuda, pero la rechacé con palabras incomprensibles. Matthew se estacionó a mi lado justo cuando oí el primer murmullo de sirenas de policía.
Me dejé caer en el asiento del copiloto, sin que me importara el desastre que pudiera hacer, y el plástico fresco fue un alivio contra mis piernas desnudas.
—¿Dónde está? —gruñó Matthew. Negué con la cabeza, incapaz de mantener los ojos abiertos—. Rafe va a pagar por esto, te lo prometo. —Matthew azotó la puerta y nos alejamos de las luces parpadeantes, de la multitud que se reunía—. Voy a hacer que pague por lo que te hizo.
Antes de dormirme, murmuré:
—Rafe ya no está.