Simetría y equilibrio

La muchacha de ojos negros avanza erráticamente. Las aves conversan en las copas de los árboles que crecen sobre ella, fuera de su vista, pero sacudiendo las hojas cuando aterrizan y echan al vuelo. Pequeñas criaturas se escabullen de un matorral a otro, desaparecen en arbustos enredados de bayas y espinos. El aroma de la sangre viaja en la brisa.

La muchacha de ojos negros avanza entre matorrales y arbustos, siguiendo el olor hasta un claro abandonado hace mucho tiempo, el proscenio de un bosquecillo de saúcos, donde una cortina de telaraña cuelga entre oscuros árboles de bayas. Algunas partes están separadas, apenas entretejidas, mientras que otras son gruesas, llenas y blancas. Es un hogar que se construyó hace mucho tiempo, un lugar de refugio para la araña que espera en el centro, que tiene casi el tamaño del puño de la muchacha de ojos negros. La criatura parece tener una cara sabia, brillante y con bigotes, y sus muchos ojos son tan antiguos como los de la muchacha. Sus hiladores se estremecen. Su tela sostiene una víctima ataviada en gasa: un hombre cubierto por completo de seda con un pequeño espacio a través del cual puede respirar.

La muchacha de ojos negros se acerca y detiene con destreza a la araña con un dedo. Jala una de sus patas crujientes y llenas de pecas, extendiéndola hasta que escucha que cruje y ve la ráfaga de flema de los órganos internos que se derraman. Se lleva la extremidad a la boca y succiona su contenido. Tras completar su ritual con las ocho patas, la muchacha de ojos negros descarta el abdomen mutilado.

Al sentir su presencia, el hombre cubierto de telarañas se estremece, pues sabe, incluso entonces, que está frente a su destino. Con una rama rota, la muchacha de ojos negros abre el capullo de tela que lo contiene. Con una uña corta el envoltorio y jala la telaraña hasta que puede verle la cara, la nariz ganchuda, los ojos abiertos de terror. Toma su brazo por debajo del hombro y lo retuerce hasta que la pesada extremidad se desgarra del cuerpo. Inhala. La carne está rebosante, oscura como la sangre.

Cuando termina con él, se lame los dedos para aprovechar hasta el último de los jugos y, entonces, la muchacha de ojos negros voltea y se encuentra con la niña, Emma, quien la observa. Tiene un pulgar sucio metido en la boca, un gesto que podría parecer lascivo de no ser por su tamaño.

—Te vi —dice Emma con la voz amortiguada por la mano.

Emma no es una niña convencionalmente agradable de mirar. Un ojo castaño no puede ver al frente y permanece siempre apuntado hacia el puente de su larga nariz; tiene una marca de nacimiento rosa que corre desde su cuello al lóbulo de la oreja, sobre la mandíbula y la mejilla izquierda; sus labios forman un pequeño corazón; sus dedos delgados están cubiertos de padrastros y tienen costras de lodo.

—¿Qué viste? —le pregunta la muchacha de ojos negros.

Emma se encoge de hombros, se chupa el pulgar con más fuerza, con más ruido y deja escapar una porción rosada de lengua. De alguna manera, Emma es más que una niña; pero, de otra, es tan niña como cualquiera puede serlo. Pasó solo cinco años en el mundo y después ha perdido vidas enteras en el bosque, sin una madre o un padre que la guíe, sin hacer sinapsis o crecer. Como en la vieja fábula de la serpiente de pasto que abre la boca para permitir que sus hijos se escondan en su garganta, el bosque salva a Emma de su propia muerte. Pero, a diferencia de la serpiente, el bosque no permite que la niña se deslice fuera de sus amplias fauces una vez que el peligro ha pasado.

—Te comiste al hombre muerto —dice Emma, señalando los restos, los huesos limpios que ensucian el claro.

—Así es —concede la muchacha de ojos negros.

—¿Sabía bien? —Emma señala los restos de la densa telaraña. Un grupo de flores de saúco de cinco puntas quedó ahí atrapado y casi se camufla con lo blanco de la red; ella jala los pistilos y suelta una nube blanca de polen. Cuando se limpia los mocos de la nariz se deja unas delgadas manchas amarillas en la punta.

—¿Qué significa «bien»? —le pregunta la muchacha de ojos negros.

—Sabroso. —Emma se encoge de hombros—. Como el mazapán o la carne de ternera. —Sonríe. Sus ojos se abren más con el recuerdo de la carne que la cocinera de Urizon hizo para su quinto cumpleaños, empanizada con huevo y corteza de pan, chorreando grasa, justo días antes de que su madre la llevara al bosque. Una adecuada última cena: un ternero criado para la matanza, al que le ataron las patas con cuerda para que sus músculos no pudieran crecer.

—¿Has comido carne de ternera? —pregunta Emma—. Yo hace mucho que no como.

—No.

—Ah. —Emma tiene las manos enredadas en la telaraña—. Ninguna de las otras la ha probado tampoco. Aunque la señorita Lucy no me respondió cuando le pregunté, así que me imagino que tal vez sí la probó. —Sus pequeños dedos tejen las hebras mohosas—. Tú no eres como las otras.

—No.

—No eres como ellas para nada.

La muchacha de ojos negros espera.

—Entonces, puedes ayudarnos.

—¿Ayudarlas, cómo? —le pregunta a Emma.

—Ayudarnos a abandonar el bosque. A escapar. Yo creo que mi madre ha de estar muy, muy preocupada —continúa Emma—. Donde quiera que esté. Aunque sea vieja y haya pasado.

—¿Pasado? —repite la muchacha de ojos negros.

—Pasado a la otra vida —contesta Emma claramente y se saca el pulgar de la boca, que está rojo y manchado por la presión de sus dientes—. Estoy muy cansada de estar aquí —agrega Emma—. ¿Tú puedes ayudarme?

La muchacha de ojos negros asiente y le da un beso a Emma en el centro de la mancha de nacimiento color fresa. La serpiente de pasto abre su boca rosada y deja que la niñita se meta entre los recovecos de su lengua negra y bífida. Emma se estremece, sonríe, se queda quieta.

Una vez que el cuerpo se convierte en un cascarón vacío, la muchacha de ojos negros le quiebra los huesos para sorberlos. Estos pedazos de Emma hacen que la muchacha de ojos negros sea más fuerte. El resto se degradará, la niñita inmortal será alimento de los carroñeros, un fertilizante potente para los árboles. Combustible para el bosque que ahora está cambiando, el ritual ha comenzado.

Las ramas susurran a un nuevo ritmo. El sol ubicuo de mediodía pierde su calor. Llega a su punto más alto con siete rayos fuertes, lustrosos y enceguecedores, y empieza el descenso largamente esperado.

Un cerdo salvaje gruñe en aprobación. Un nido de ardillas rojas emite un clamor. Las aves cantan más fuerte y más rápido, emocionadas de compartir noticias…

La boca de la serpiente permanece abierta. El bosque está abierto.