Nuestro viaje a casa fue sombrío. Salimos antes de que se elevara el sol; la casa de Matthew era la única en la cuadra con las luces del porche encendidas y la señora Hareven nos despidió en el umbral con un brazo mientras el resto de la familia dormía.
Me metí en el asiento delantero del carro, con el vestido azul de la hermana de Matthew, Elizabeth, y un par de sus guantes, nerviosa de que pudiera rozar los dedos de Matthew mientras ajustaba la temperatura o movía el clutch. Nunca había sido tan consciente de sus manos, de los pequeños vellos dorados en la parte superior de sus muñecas, los bultos de sus nudillos, la habilidad de sus uñas cuadradas. Se había bañado justo antes de que saliéramos y tenía una escama de jabón atrapada en la oreja derecha, entre el cráneo y la cavidad del cartílago. El error era encantador.
En nuestro viaje a la ciudad, las bocinas del carro habían estado descompuestas, pero, en el tiempo que había transcurrido desde entonces, Matthew las había reparado. Sintonizó el radio en una estación de grandes bandas y observé que el vecindario que me rodeaba se convertía en la zona fría e industrial de la ciudad, mientras el quejido de una trompeta abría paso al amanecer.
Matthew no dejaba de mirar por los espejos, como si temiera que nos fueran siguiendo. Su ansiedad era contagiosa, pero cuando finalmente volteé hacia la carretera que quedaba atrás, una amplia extensión de gris sucio, la encontré vacía. Nuestro único compañero de viaje era un camión grande, justo enfrente, que llevaba ganado.
—Huele a abono de caballo —dije cuando Matthew aceleró para rebasar al camión. El olor era sobrecogedor, más fuerte que la brea que llenaba el aire y el humo que arrojaban las fábricas a nuestro alrededor.
—Pronto vamos a pasar este lugar y regresaremos al campo —dijo Matthew.
Asentí y me mordí un labio. Había tantas cosas que deseaba decirle a Matthew sobre mi experiencia con Coulton, mis sentimientos por Rafe, mi inmensa y extraordinaria gratitud, mi mal comportamiento del pasado y lo ansiosa que estaba por corregirlo, las preocupaciones por mi padre. Había tanto que decir y no había modo de decirlo, no con él sentado a mi lado, enmarcado por el amanecer. Difícilmente podía voltear hacia él sin quedarme sin aliento.
Un hilo se había escapado del dobladillo de una de las mangas de mi vestido y elegí mirarlo con atención en lugar de a Matthew. Me llevé la manga tres veces a la boca para atrapar el hilo y cortarlo con los dientes, pero me lo impedía el movimiento del carro y mi propia falta de coordinación. Después de rendirme, jugueteé con el volumen del radio, primero lo dejé muy bajo, después bastante fuerte, con la esperanza de que la música pudiera ahogar mis pensamientos. Doblé las manos sobre mis piernas.
Los guantes de Elizabeth eran de piel falsa, con agarraderas sobre las palmas diseñadas para hacer muñecos de nieve o palear la nieve después de una tormenta, demasiado calientes para principios del otoño. Cuando los observé, sentí que estas manos enguantadas y grises no eran las mías. Quise poner una sobre la mano de Matthew y entrelazar nuestros dedos. En cambio, las apreté sobre mis piernas.
Horas de aburrimiento urbano me dejaron anhelando los páramos, la vitalidad verde de ese ritual de otro mundo junto al río. Sin embargo, cuando llegamos a los páramos, todas las flores moradas habían desaparecido. Los pastos estaban amarillos. Los vientos eran fuertes y frescos. Me castañetearon los dientes.
Ansiosos por llegar a casa, habíamos decidido detenernos solo si era absolutamente necesario, pero después de horas en el carro, me sentía incómoda y adolorida por pasar tanto tiempo sentada y estaba desesperada por acostarme. Pero de ninguna manera sería yo quien sugiriera que nos tomáramos un descanso. Para mi fortuna, después de un momento, Matthew se estacionó en una bahía del camino, enfrente de una letrina de madera, con un letrero maltratado por el clima que decía que faltaban ochenta kilómetros para el siguiente pueblo.
Matthew me dejó usar la letrina primero. Adentro, me arreglé lo mejor que pude dadas las circunstancias y anhelé el baño caliente que me esperaba en casa. Mientras Matthew la ocupaba, me quité los guantes de Elizabeth, estiré los dedos contra el aire fresco de afuera y observé el paisaje.
Me imaginaba que estábamos a unas dos horas de Urizon. Nuestro coche era el único vehículo a la vista. La letrina estaba en las afueras de un campo recientemente cultivado, había tocones entre los cultivos quemados y el cielo estaba tan bajo, húmedo y gris que, aunque era temprano por la tarde, sentía que la noche estaba a punto de caer. Había comenzado una lluvia ligera, del tipo que se siente como saliva, y traté de abrir la puerta del carro, que Matthew había cerrado instintivamente. Me rendí después de varios e infructuosos segundos.
Escuché un crujido que pensé que era un trueno, después vi unos faros grandes y amarillos que se acercaban a través de la niebla por el camino principal, cerca de nosotros. En silencio, apresuré a Matthew, hasta que me di cuenta de que era el mismo transporte de ganado que habíamos pasado hacía horas; la conductora, una mujer de edad indeterminada que iba masticando un palillo, era al parecer indiferente al olor de su vehículo. Le hice una señal con la mano y ella desaceleró el camión para saludarme también.
Después vi otro vehículo, una camioneta blanca sin marcas que se acercaba detrás del camión. La lluvia empezó a caer de lleno. La camioneta se acercó y me alumbró con los faros. Fue frenando conforme se acercaba para sortear los obstáculos del clima y el carro estacionado de Matthew, y vi al único ocupante, conocía bien sus ojos amarillentos, la piel roja con manchas, la boca de labios delgados, el diente frontal gris que brillaba cuando sonreía. El placer de su rostro me dejó en claro que me había reconocido. Era Coulton.
Bajó la ventana del conductor sin que le importara la lluvia y me gritó con una voz que me era demasiado familiar.
—Parece que mi cuerno de la abundancia regresó a mí. ¡Alguien debió haber escuchado mis oraciones!
Movió rápidamente el volante de su camioneta para dar la vuelta, pero el suelo estaba resbaloso por la lluvia reciente y la camioneta no estaba hecha para tales maniobras. En lugar de girar, el vehículo de Coulton aceleró hacia adelante y golpeó de lleno el transporte de caballos, que por un momento se deslizó sobre el asfalto mojado como una serpiente antes de volcar tanto al camión como al tráiler con un ruido sobrecogedor.
Mis manos se estiraron enfrenté de mí por voluntad propia, aunque ya sabía que no tenía poderes que pudieran evitar la carnicería que estaba por venir. Sentí que el tiempo se detenía en el momento en que los caballos volaron en el aire. La cabina del camión se prendió en llamas, los caballos relincharon, el aire se llenó de sangre, abono y gasolina, y ahí estaba yo, incapaz todavía de reaccionar.
—¡Rápido! —gritó Matthew que ya había pasado a mi lado, aunque no me había dado cuenta a qué hora había salido de la letrina—. Tenemos que sacar al conductor antes de que todo estalle.
Sus palabras no me impresionaron, pero su temeridad sí.
—¡Espera! —grité corriendo detrás de él. La gasolina había hecho un charco a un lado del camión y pronto se incendiaría, no podíamos arriesgarnos. Matthew abrió los ojos de par en par cuando se dio cuenta y nos acuclillamos juntos detrás de su carro, en espera de la explosión.
Cuando ocurrió, fue más pequeña de lo que habíamos esperado. Pensé que íbamos a ser expulsados hacia atrás, que el carro de Mat-thew iba a temblar y a sacudirse, pero aparte de un poco de estiércol de caballo que voló contra el parabrisas, salimos en gran parte ilesos. Me levanté y no sentí una onda de calor, no me sorprendieron unos cables sueltos. Los oídos me zumbaban, escuchaba el eco de los relinchos de los caballos. Me tomó un momento concentrarme en los labios de Matthew, en el movimiento de su lengua contra sus dientes, para comprender lo que estaba diciéndome.
—¡El conductor!
Matthew se enrolló las mangas que ya estaban empapadas y saltó hacia el desastre. Parecía que no había visto la camioneta. Mi propio instinto fue regresar a su carro de un salto y abandonar la escena, me sentí vil por ello. Pusilánime. Me obligué a seguirlo hasta el daño. Abrí la boca varias veces para gritar una advertencia, para que supiera que Coulton estaba ahí, pero mi voz era superada por la tormenta y los relinchos de los caballos.
La lluvia ya había apagado la mayor parte del fuego, así que teníamos una vista clara de la cabina aplastada del camión, la conductora estaba tirada contra el parabrisas, con el cuello torcido. El palillo que había visto que iba masticando le había traspasado la carne de la mejilla y sobresalía como un piercing exótico. Sentí náuseas.
—Está muerta —dijo Matthew, cerró los ojos con fuerza tratando de recuperar la compostura.
Tres de los cuatro caballos habían salido volando del transporte y estaban tirados en el camino, muertos. Podíamos escuchar que el último relinchaba de miedo dentro de la caja de metal aplastado. Matthew y yo tratamos de alzar el tráiler para liberar al animal, pero enseguida nos dimos cuenta de que no teníamos la fuerza suficiente.
—Tiene las patas rotas —dije, señalándolo—. Está sufriendo… —Me senté sobre el asfalto mojado y metí el brazo bueno a través de un agujero. Le llamé al caballo con suavidad. Lo arrullé, con la esperanza de tranquilizarlo, de que se acercara a mi mano y me olisqueara tiernamente, que me reconociera como un ángel de misericordia, una amiga. En cambio, la pobre criatura peló los dientes y aulló, y tuve que meterme hasta el codo para rozar su nuca con el pulgar. Sentí que se estremecía, que se ponía rígido y exhalaba su último aliento.
El lugar del choque quedó en silencio, la lluvia se había suavizado, las últimas llamas morían. Matthew se sentó a mi lado y cerró los ojos. No podía distinguir el origen de la humedad que le atravesaba el rostro. Se frotó la frente con los puños, se rascó el cuello. Me quedé inmóvil en cuclillas al lado del transporte, debatiendo nuestra mejor opción: ocultarnos ahí con el caballo muerto en el carro accidentado o huir rápidamente con la esperanza de que Coulton estuviera herido, de que su camioneta estuviera demasiado maltrecha para seguir el ritmo del carro de Matthew.
—Hace media hora que no tenemos señal y no sé dónde podríamos encontrar una estación de policía aquí afuera, en mitad de la nada. Vamos a tener que idear una manera de poner algún tipo de advertencia para los otros conductores. —Matthew se levantó y caminó al lado del camión, hacia el camino—. ¡Ahí hay un segundo carro! —gritó, volviéndose hacia mí—. Maisie, ¿por qué no me dijiste?
—Espera —dije, señalándolo. Oscurecida antes por el transporte de caballos, ahora podíamos ver la camioneta que tenía aplastado el cofre, pero aparte de eso había sobrevivido al accidente sin un rasguño. Se habían activado las bolsas de aire y Coulton estaba sentado con la cara hundida a medias en un grueso globo de lona, al parecer inconsciente. Esa imagen era más impactante para mí que todas las escenas sangrientas que acababa de presenciar. Matthew iba a acercarse a la camioneta, pero le enterré los dedos en el hombro—. Espera —repetí.
Coulton estaba moviéndose. Alzó la cabeza y tenía los ojos abiertos. Se quejó un poco. Giró los hombros para atrás, estiró el cuello, parpadeó. Después, volteó la cabeza y nos vio. Sonrió.
Matthew se quedó paralizado y después volteó hacia mí con las cejas alzadas a manera de pregunta. Coulton se desabrochó el cinturón de seguridad. Se estiró.
Entre la camioneta y donde yo estaba parada sobre la carretera, junto a Matthew, estaban los cuerpos de tres caballos. Una belleza café y blanca, con la garganta cortada por un pedazo de metal, un hueso limpio se salía de la pierna delantera. Un macho delgado que sangraba profusamente de la panza, con la cola en llamas. Y el más grande, puro músculo negro con los tendones de la boca, los dientes, la cuenca del ojo, todos visibles, pues la piel y el pelo casi se habían quemado por completo.
Coulton se esforzó por abrir la puerta del conductor. Respiré. Fui hacia el primer caballo, el del cuello blanco manchado de rojo y le di un beso en la frente; lo observé mientras se ponía de pie con dificultad. Fui hacia el segundo, con las entrañas al aire, le acaricié las orejas mojadas, vi que se ponía rígido al ver sus propias entrañas. Fui hacia el tercero, al que le quedaba un ojo abierto, y pasé los dedos sobre su pequeño hocico, todavía suave. El ojo se movió de forma salvaje.
—Perdón —le murmuré a cada uno de ellos. Los caballos se pararon en silencio a mi alrededor. Coulton había salido de la camioneta y ahora estaba de pie, inmóvil, observando con terror a las bestias que se habían levantado. El semental negro y grande relinchó, el sonido sonó más atemorizante por su boca abierta y esquelética.
—Ataquen —les dije a los caballos.
Arremetieron contra la camioneta.