27

Tomamos un camino lateral durante un tiempo antes de detenernos a limpiar el carro de Matthew. El sol apareció de repente, arrugando nuestra ropa húmeda conforme la secaba, y me provocó un terrible dolor de cabeza. Matthew me hizo una nueva venda para el brazo. No buscamos a la policía.

—Por lo menos, ahora ya sé que no viene detrás de mí —dije.

—Me pareció haberlo visto estacionado afuera de la casa de mis padres —admitió Matthew con la mandíbula apretada—. Debí habértelo dicho. Debí haber hecho una denuncia.

—Tú hiciste todo bien.

—Maisie…

Negué con la cabeza y cerré los ojos. Estuvimos en silencio el resto del camino.

Quería una historia que me calmara, que me consolara, que diera sentido a los acontecimientos que había presenciado. Rebusqué en mi memoria pero no encontré nada. No había ningún caballero que alguna vez hubiera atacado a un rival con caballos muertos. Ninguna princesa había vivido feliz con un príncipe que la hubiera visto invocar bestias del infierno. Esas niñas mal portadas de las historias del señor Pepper ahora no eran nada en comparación conmigo.

Llegamos a Coeurs Crossing y pasamos la cabaña de la señora Blott, cerrada y oscura, con los ojos apretados con fuerza, la boca fruncida hacia adentro. En algún rincón primitivo de mi mente me pregunté por qué había apagado todas las luces; por qué había permitido que el jardín delantero creciera de manera tan salvaje. Matthew detuvo el carro, primero para darse una idea de cómo estaba abandonada la cabaña, pero después, una vez que pasamos enfrente, mantuvo ese ritmo por necesidad.

El bosque, que en mi memoria estaba delimitado por el camino principal, deteniendo su carrera rampante hasta que se apartaba de la vista de los viajeros, se había vuelto ambicioso en mi ausencia. El camino entre mi casa y la de la señora Blott estaba completamente transformado. Había estallidos de hierbas lujuriosas en el asfalto. Ramas caídas construían barricadas. Matthew se detuvo dos veces, se bajó para moverlas, pero enseguida fue evidente que necesitaba más que su propia fuerza para abrir un camino para el carro.

—Puedo caminar el resto del camino —le dije—. Tú puedes regresar a estacionarte en la cabaña.

Me miró con preocupación e hizo amago de protestar, pero le juré que tenía la fuerza suficiente. Que necesitaba un momento de soledad y tenía que aclarar mi cabeza. Cuando le dije estas palabras a Matthew creí realmente en ellas.

—¿Estás segura? ¿De verdad? —me preguntó.

Le dije que sí. Que iba a estar bien. Coulton ya no estaba, Rafe tampoco estaba, no quedaba nadie que pudiera herirme.

Matthew respiró profundamente y se rascó el cabello de encima de la oreja. Iba a ver la cabaña, dijo finalmente, iba a limpiar un poco y después se reuniría conmigo. Le di las gracias y observé que maniobrara el auto hasta que quedó en la dirección por la que habíamos venido. Se despidió con un sombrío gesto de la mano y arrancó.

En cuanto se me perdió de vista, me di cuenta de que había tomado la decisión incorrecta. El silencio del camino vacío era un tipo de silencio extraño, la brisa era un tipo extraño de brisa. El bosque, pensé de repente, me observaba y murmuraba.

Aun así, seguí adelante hacia Urizon.

Había supuesto que mi casa sería la misma que siempre había sido, que la hiedra quizá estaría más densa, que el jardín habría crecido. Me había marchado a finales de la primavera, con el paisaje denso de neblina y como de ensueño, como me imaginaba los momentos anteriores al nacimiento de alguien, los pasajes brumosos por los que viajábamos antes de salir al color, a la luz. En primavera, los jardines olían a rocío y a humedad. Los árboles ofrecían capullos de hojas amarillas.

Después estaba Urizon en el verano, cuando yo sudaba bajo mis mangas largas, me las enrollaba hasta los codos sin mayor consecuencia, y me pasaba todo el día en mi cajón de arena, holgazaneando en el calor, mientras las piedras viejas de los muros se decoloraban y se horneaban. Había sido el verano la estación que pasé afuera, toda la estación, todos los largos días de soles ardorosos, los truenos tardíos y sin lluvia con las luces ardientes de los rayos. La primera estación completa que no había pasado en casa.

Ahora era otoño, el pasto de Urizon se había blanqueado, el bosque detrás era rojo y naranja. Algunos árboles ya habían mudado sus hojas y sus ramas desnudas hacían una enredadera a través de la cual pasaba la luz, haciendo capas de sombra como tejidos contra la fachada del edificio. Una torre occidental pinchaba el cielo, llenando la tarde de sangre conforme descendía el sol.

Había más árboles en la propiedad acosando la casa de los que recordaba. La hiedra era más densa y el jardín parecía extrañamente crecido. No pude encontrar la banca de piedra en la que me había sentado junto a los pilares que marcaban la entrada de la propiedad. Parecía que el bosque se la hubiera comido, así como la entrada principal. Aunque se extendía ampliamente, la postura de la casa ahora parecía achaparrada contra la maleza exorbitante de alrededor, sus habitaciones cerradas e inútiles como una extremidad paralizada. Debía estar cerrada y vacía, pero unas luces brillaban entre la hiedra que cubría las ventanas. La puerta principal estaba abierta de par en par. Un humo negro se alzaba de una chimenea en el lado oriental de la casa.

Por un momento estuve segura de que era Peter quien estaba en casa esperándome. El alma me volvió al cuerpo con alivio y sonreí. Después recordé que él no utilizaba la puerta principal y que, desde que yo tenía memoria, el vestíbulo siempre tuvo un toldo y había estado a oscuras. El día dio un vuelco y me sentí mareada.

Escuché un crujido entre las hojas secas que cubrían el patio y di un salto hacia atrás, totalmente alerta, pero era solo mi querido Marlowe que había salido a saludarme. Me reí de mi pánico. Marlowe, por lo menos, no había cambiado en mi ausencia: su piel seguía siendo brillante, su cuerpo, fuerte. Feliz, avancé hacía él con los brazos extendidos como alas y apreté mi frente contra su pecho, absorbiendo su calor con mis dedos solitarios. Marlowe sacudía furiosamente la cola y se le quedó atorada en algunas ramas; una vez que lo solté, me dio un generoso beso húmedo. Después se fue corriendo por el prado enmarañado, rumbo a la casa. Me levanté para seguirlo.

Para entrar a la casa tuve que pasar por encima de unos arbustos que habían crecido demasiado, esquivar campos de flores, pisotear las bancas volteadas que las enredaderas habían tirado al suelo. En un punto, me alcé la falda y una rama me desgarró la media, haciendo un corte en la tela y desnudando una porción de piel que no pude evitar golpear contra las plantas junto a las que pasaba: sus patrones se invertían, las hojas muertas se volvían verdes. Había tantas, que tratar de corregirlas parecía una tarea infructuosa. Me esforcé por imaginar la tormenta que había creado tal desastre en el patio, los vientos que habían retorcido los árboles en esos extraños ángulos, la fuerza del sol que había estimulado el crecimiento canceroso.

Subí los tres escalones que llevaban a la puerta principal de Urizon, sorprendida de que después de décadas de desuso hubiera sido posible que alguien la abriera, que las bisagras no estuvieran oxidadas, que el clima no la hubiera convertido en otro muro. Atravesé la puerta y me di la vuelta para cerrarla detrás de mí, pero no lo conseguí. Un árbol de bayas estaba profundamente enraizado en el marco de la puerta, el tronco estaba plantado con firmeza y las ramas presentaban sus frutas cerosas. La toqué con un dedo, esperé y observé que se marchitara y muriera. Después de varios tirones firmes, la puerta de hierro se cerró sobre sus restos marchitos.

—Listo —me dije, satisfecha por haber puesto un poco de orden. Era una pequeña victoria y me sentía mejor equipada para lidiar con cualquiera que hubiera hecho residencia en el resto de la casa. Esperaba un vagabundo, un nido de ardillas, algún niño que hubiera huido del pueblo. No había modo de prepararme para lo que me esperaba en realidad.

Raíces de árboles habían estallado entre los mosaicos de la cocina. Montones de tierra cubrían los utensilios, habían tirado las ollas de los estantes. Había tarros de mermelada quebrados contra la mesa; el vidrio hacía montones de joyas y la fruta roja parecía preciosa como gemas. El refrigerador estaba volteado y el contenido podrido; me tapé la nariz para protegerme del olor.

Observé todo esto con un desapego de fascinación, suponiendo que debía estar soñando. Los cambios que le habían ocurrido a la casa pronto desaparecerían y volvería a ser la casa que siempre había conocido, justo como las extrañas mujeres del río de meses atrás se habían convertido en niñitas que jugaban.

—¿Peter? —murmuré y cerré los ojos cuando llegué a la puerta de su estudio; me hinqué las uñas en las palmas en un esfuerzo por despertarme. Respiré profundamente y abrí la puerta.

Sobre su escritorio sobresalía el tocón de un árbol vacío, repleto de insectos, suavizado por la edad. Unas hiedras habían tirado los libros de los estantes; el clóset donde dejaba su bata y sus pantuflas estaba lleno de capullos. Retrocedí por el impacto y aplasté un exoesqueleto con la bota; el crujido hizo que se acentuara el pánico. Por fin, el horror de mi situación me llenó. Vomité el almuerzo que había compartido con Matthew sobre los restos de la correspondencia de mi padre.

Llamé a Marlowe pero no me obedeció. Por segunda vez ese día, olí a quemado, lo que me hizo recordar los caballos del accidente. El humo que había visto desde afuera de Urizon venía de la chimenea de la biblioteca. Me deslicé por el salón y empujé la puerta con el corazón acelerado.

Ahí estaban: las intrusas. Tres extrañas mujeres reunidas en el extremo de la habitación. Una, alta, pálida y huesuda, estaba frente al fuego —alimentaba las llamas con papeles y llameaban más amarillas, más calientes—; otra, más vieja y de rostro demacrado, estaba haciendo guardia en la puerta del otro extremo; la última, joven, bonita y evidentemente embarazada, estaba sentada en el sillón mullido en el que tan a menudo me había acurrucado, mi lugar favorito para soñar despierta, leer libros y acurrucarme bajo las cobijas con Marlowe. Ahora, mi perro estaba extendido frente a la chimenea, con la panza dirigida al calor y los ojos cerrados, la respiración lenta y constante. Parecía relajado y vulnerable, como si fueran sus amos quienes se hubieran mudado a la casa. En el pasado, su comodidad me habría tranquilizado. Cuatro meses antes, habría bajado la guardia de inmediato.

Ahora, permanecí detrás, en la entrada este, y las mujeres que tenía frente a mí estaban tan absortas en su tarea que no habían percibido mi llegada. Como en la oficina de Peter, la mayor parte de los libros de la biblioteca estaba en el suelo, enredaderas y ramas habían derribado las partes posteriores de madera de los libreros y los habían tirado. La mujer alta arrancaba páginas al azar, de historias y tratados de ciencia, de mis viejos libros de dibujo y tomos brillantes de libros de arte. Habían descolgado un retrato de la pared y lo habían destrozado totalmente, habían desgarrado el lienzo de manera que solo se veía la parte más inferior del retrato al óleo y solo quedaba el traje de mañana café del modelo, pero pensé que era la pintura de mi tatarabuelo, John Blakely, que había estado colgada en el pasillo junto al salón de baile. En la alfombra, cerca de Marlowe, había una enorme pila de papeles laminados, símbolos poco comunes, dibujos y mapas, que reconocí como años del trabajo de Peter.

Si tenía que haber un momento para ser cautelosa, era ese; yo misma era una extraña en el hogar que tanto se había alterado durante mi ausencia. Debía haber corrido, debí haber llamado por teléfono a Matthew, quizá debí haberme ocultado, preparándome para pelear. Pude haber hecho cualquier otra cosa que lo que me descubrí haciendo después, rindiéndome a mis emociones. Ya no tenía miedo de ejecutar mis talentos; sabía que podía protegerme de ser necesario. Mi padre seguía desaparecido y sus papeles eran mi única pista para descubrir su paradero. Si no reaccionaba, estos papeles, junto con siglos de colecciones de los Blakely, desparecerían.

—¿Qué están haciendo? —grité, apresurándome hacia adelante, agachándome para reunir tantos manuscritos como me fuera posible, tropezando con un tocón oculto bajo la alfombra.

Ninguna de las mujeres volteó hacia mí. Ni siquiera Marlowe reaccionó a mi llegada. La mujer alta que había estado alimentando el fuego con páginas de libros continuó haciéndolo, sin acobardarse por el crujido de las llamas o el desagradable olor del plástico quemado.

—¡Detente! —Pasé por encima de Marlowe con la intención de detenerla si no cedía. La mujer simplemente se inclinó más y se acercó más al fuego, junto al que arrancó otra página de las notas de Peter.

Pensando solo en salvar el pequeño legado de mi padre, tomé a la mujer de la muñeca con la yema de los dedos. Esperaba que se tambaleara, que soltara los papeles y se derrumbara hacia adelante, sobre las llamas. En cambio, tomó mi mano con las suyas y se volvió hacia mí.

—Maisie —murmuró. Sus labios tenían un extraño color azul, sus manos estaban muy frías, mucho más frías, pensé, de lo que debían estar las manos vivas.

—¿Cómo sabes mi nombre? —Retrocedí. Su rostro era familiar, pero no podía ubicarlo con precisión; era como si invocara solo unas cuantas notas de una melodía que había olvidado.

—Yo soy tu madre —dijo—. He estado esperándote.