Kathryn observa a Matthew Hareven, quien avanza apresuradamente a través del bosque. Se acomoda un poco detrás de él y lo sigue en silencio reprimiendo una sonrisa. Cientos de años de educación la han preparado para esta conquista, su confesión final. El velo que ocultaba el bosque ha desaparecido. La muchacha de ojos negros acosa a su propia presa detrás de los árboles. Kathryn sabe que se acerca a su fin.
Cuando Matthew se detiene para ver dónde está, Kathryn atraviesa el límite del bosque verdadero y el falso. Matthew se sobresalta por su vestido andrajoso, por su certidumbre. Por el acento de su discurso, al mismo tiempo extranjero y familiar.
—¿Estás perdido? —le pregunta Kathryn. Matthew es listo, percibe que algo no está bien. Sin embargo, sí está perdido y sabe que rechazar la ayuda de la mujer en ese momento sería poco prudente. La luz, una vez que empieza a desvanecerse, desaparece rápidamente. Hay criaturas más peligrosas que hacen su hogar en ese bosque que una hermosa joven. Del otro lado está Maisie, sola, esperándolo.
—Es posible que esté perdido —confiesa—. Si pudiera señalarme el camino a la propiedad Blakely, estaría para siempre en deuda con usted.
—Ah —dice Kathryn sonriendo—. Puedo hacer mucho más que eso.
Él parpadea, la confusión que cae sobre todos los hombres que entran en el bosque de sombras amenaza con sobrecogerlo. Trata de resistir la marea, parpadea con fuerza para luchar contra las olas de bruma. Después, sus hombros se relajan, la mandíbula se le destensa. Sonríe y deja que Kathryn lo tome de la mano.
La muchacha de ojos negros espera hasta que Kathryn oculta a Matthew bajo una maraña de hiedra; Kathryn lo huele, lo monta y lo lleva cerca del clímax antes de que la muchacha de ojos negros se acerque a la pareja. Los ojos de Matthew están cerrados, pero Kathryn la ve. Hace una pausa para reconocer su llegada con un asentimiento.
—Es mío. —La muchacha de ojos negros articula las palabras, saborea su forma, escucha el ruido de su propia saliva mientras se junta detrás de sus dientes.
Kathryn consiente. Se aprieta con más fuerza, lleva a Matthew más profundo, alza su pequeña barbilla para arriba en una bendición hacia el cielo.
En medio de su placer, Kathryn invoca el pensamiento que ha mantenido enterrado, las palabras que preparó hace tanto tiempo para declararlas orgullosamente ante la muchedumbre frente a la pira. El desafío que se tragó junto con el crujido de la puerta de hierro la mañana en que el destino la perdonó y otra tomó su lugar. El pensamiento que odiaba y que después había hecho que se amara a sí misma por haberlo creado en su cerebro: «No lo lamento. Volvería a hacerlo todo otra vez».
Una tarea de Sísifo, la satisfacción del deseo: una satisfacción que no se agriará con el tiempo y el contacto. Una primavera que no se arruinará al calor del verano.
La muchacha de ojos negros quiebra rápidamente el cuello de Kathryn, suspendiéndola para siempre en su gozo.