Si mi madre estaba viva, si había estado observándome constantemente, como me lo había dicho la madre Farrow, ¿por qué había tardado tanto en aparecer? ¿Dónde había estado, cuando de niña, hecha un ovillo en mi cama de cuatro postes, había apretado mis palmas contra mi cuello, mi pecho, mis caderas crecientes, consciente de que nadie más lo haría? ¿Dónde estaba cuando, meses atrás, le había hecho ojitos a Rafe y había bebido cada gota de su veneno? Si de verdad le importaba, ¿por qué no había visto una señal de ella mientras era presa de Coulton? ¿De qué servía si me abandonaba en mis horas de mayor necesidad?
Y sin embargo…
Había perdido tanto; se sentía bien ganar algo a cambio. Mi tiempo en cautiverio no me había cambiado del todo. A pesar de todas mis experiencias, todavía estaba dispuesta a confiar. A pesar del adoctrinamiento infantil, a pesar de la traición, a pesar de la tortura, era el tipo de anomalía que me hacía sentir que me guiaba algo mayor que la razón. Peter habría dicho que los comportamientos están determinados por los principios, las teorías. Que la diferencia entre la Teoría de Dios y la Teoría de ningún Dios era realmente bastante estrecha, que cada una era una óptica ligeramente diferente desde la cual se elegía observar el mundo. Una tenía un matiz más luminoso, la otra uno un poco más oscuro; lo que importaba era que las dos se acercaban al ojo y se usaban para filtrar nuestra experiencia. Era más fácil cambiar el lente que remover el vehículo de comprensión, era más fácil ajustar mis sentidos sobre cómo me ajustaba yo en el mundo que concebir un mundo completamente nuevo.
Quizá la vida fuera más gentil de lo que mis concepciones previas me habían permitido creer. Quizá mi madre había pasado todos estos años invisiblemente a mi lado, preparada para dar un paso adelante cuando la necesitara, pero permitiéndome primero aprender de mis errores. A lo mejor era ella quien había inspirado mi huida, quien podía absolverme. Quizá había estado capturada en el bosque todo este tiempo y solo ahora podía abandonar sus confines, ahora que se había abierto un límite. Esto era algo que tenía que preguntarle si podía conquistar mi repentina timidez. Una de tantas, tantas cosas.
Ahí estaba. Habían pasado dieciséis años, pero había vuelto por mí.
—Ya, ya —dijo y me tomó entre sus brazos acariciando mi cabello.
Una madre que no estaba viva, pero que podía abrazarme. Una madre a quien no le repugnaba. Una madre que no había asesinado. Mi pecho empezó a tener espasmos de un hipo profundo.
—Cobarde —dijo entre dientes una de las otras dos mujeres, a quien casi había olvidado en el abrazo de mi madre. Miré por encima del hombro de mi madre para mirarla. Tenía ojos pequeños y brillantes, era más vieja, y tenía un fuerte olor animal. De hecho, me di cuenta de que mi madre expedía un olor tampoco muy agradable, y conforme recuperaba la compostura me descubrí tratando de no tener náuseas mientras ella me jalaba hacia su seno rancio manchado de tierra. Yo tampoco olía a rosas, todavía apestaba a sudor, a sangre y a caballos, pero no se comparaba para nada con el aroma de mi madre. Me sentí desgarrada entre la nueva maravilla de su contacto y su hedor.
Me aparté, pero mantuve sus manos entre las mías, sorprendida por su suavidad de mármol, su frialdad extraordinaria. Desde ese ángulo, podía verla con más claridad y me sorprendió descubrir que no se parecía nada a mí. Tenía la piel de porcelana y venosa, la nariz respingada, las fosas nasales altas y delgadas. Sus labios eran del color de moras azules aplastadas, un tinte púrpura con pequeñas manchas de carne. Tenía el cabello negro y muy lacio.
Sentí que la reconocía, pero no se parecía en nada a las fotografías que había visto de mi madre en los álbumes de Peter, una mujer rosada y feliz de senos grandes.
Me esforcé por comprender la razón de esta discrepancia. Supuse que esto era lo que hacía la muerte.
Me sentí incómoda.
—Debería llamarte… Peter, mi padre, me pedía que lo llamara… Peter. ¿Debo llamarte Laura?
La más vieja, la mujer que hablaba entre dientes, se rio con crueldad. La tercera, que tal vez estaba entre las otras dos en edad (de rostro solemne y ojos tristes, quizá de siete meses de embarazo), abrió la boca, pero no habló.
Mi madre me acarició la muñeca.
—Pues no, querida. —Sus uñas eran largas y hacían cosquillas en mi piel—. Mi nombre es Lucy.
Me pareció que la habitación se deslizaba en una dirección y después en otra, como si la casa estuviera equilibrada sobre un punto de apoyo que de repente hubiera cambiado. Aparté bruscamente las manos de las de la mujer y le chiflé a Marlowe, quien se despertó para pararse a mi lado, prestándome su fuerza.
—¿Quién eres? —dije, toqué la piel de Marlowe con los dedos y me estremecí a pesar del calor seco del fuego. Observé con desconfianza a las extrañas que nos rodeaban—. ¿Por qué están quemando nuestra biblioteca? ¿Qué están haciendo en mi casa? —Volteé frente a la mujer de labios azules y uñas largas que me había mentido—: ¿Cómo te atreves a fingir que eres mi madre?
—No estoy fingiendo —dijo de inmediato, apartándose un poco de mí—. Es un simple malentendido. Te lo voy a explicar.
La mujer más vieja se succionó los dientes y sonrió. La tercera dio un paso adelante y habló:
—Lucy, ya basta. —Se acomodó de manera que me bloqueaba a las otras de la vista y proyectó una sombra de su abdomen hinchado sobre los libreros vacíos—. Yo soy Imogen —me dijo—. Ellas son Lucy y Mary. Vinimos del bosque porque necesitamos tu ayuda. —Inclinó la cabeza como si hiciera un súplica y rizos de cabello castaño sucio le mancharon las mejillas—. Hay un peligro en el bosque —continuó levantando la mirada hacia mí—, una criatura que va a matarnos a todas. Una criatura que tiene la intención de dañar este lugar.
La miré fijamente, expresé mi incredulidad con el labio inferior, conteniendo una risa. Por fin, estaba en casa después de algunos meses miserables. Mi padre estaba desaparecido, quizá muerto. Mi casa estaba destruida. Una impostora se había hecho pasar por mi madre. En ese momento, me sentía demasiado cansada para luchar mi propio montón de batallas, por no hablar de las de estas mujeres del bosque. Lo único que quería era organizar un pequeño espacio para mí, preparar una taza de té caliente y dormir.
Sin embargo, era hija de mi padre y no podía contener su influencia, la cual se alzaba dentro de mí: su necesidad por comprender, a pesar del costo amargo del conocimiento, su voluntad de descubrir los hechos, sin que le importara el alimento o el descanso. Me arrodillé para recoger los papeles restantes de Peter, desparramados a los pies de Imogen, con la idea de que podría extraer sentido de ellos y que me aconsejarían qué hacer: un recuerdo de su mano sobre la pluma, un recuerdo de su olor. Pero no encontré nada.
El fuego crujió. Sentí los ojos de las mujeres sobre mi cabeza agachada, sobre mi espalda. Tenía que decir algo. Acomodé los últimos papeles de Peter en un montón ordenado. Ahora que sabía que Lucy no era en realidad mi madre, mi timidez había desaparecido. Me levanté y miré alrededor de Imogen para encontrarla.
—¿A qué te refieres con un malentendido? —pregunté con cautela—. El asunto de la maternidad tenía que estar perfectamente claro.
Lucy salió de donde había estado acorralada y extendió una mano hacia la mía. La aparté rápidamente.
—No me toques.
—Mi hija…
—Dije que no. —Si hubiera sido una vida común la habría tocado, la habría hecho callar, la habría dejado ahí sin ninguna culpa y habría ido a acurrucarme bajo la cobija de mi habitación—. Solo dime a qué te refieres —dije—. Rápido. Sin más juegos.
Mary, que había estado en silencio durante un momento y seguía vigilando la entrada oeste de la biblioteca, se rio de todas nosotras. Lucy pareció conmocionada. Supuse que no estaba acostumbrada a que le hablaran de esa manera. Abrió la boca dos veces, la cerró en ambas ocasiones, y arrugó la frente como si estuviera reflexionando. Por fin, habló.
—Fui yo quien te encontró, a tu mitad verdadera en el bosque —dijo—. Fui yo quien te deseó. Es verdad que no te di a luz, pero en esto, soy una madre con tanta seguridad como cualquiera que haya dado a luz.
—¿Quién me encontró? —pregunté.
—Te desenterré de debajo de un roble. —Vi que los dedos de uñas largas de Lucy se estiraban hacia mí.
Me reí a carcajadas. Era una respuesta extraña y críptica.
Imogen asintió.
—Tienes que contarle toda la historia —dijo frunciendo el ceño.
Y así lo hicieron.
Había una vez siete mujeres que vivían ocultas en el bosque, sin posibilidad de rescate, separadas del mundo. Después de siglos de lo mismo, estas mujeres descubrieron a una niña, una pequeña sobreviviente del bosque enterrada bajo un viejo roble. La atendieron, la amaron. Cuando entraron por primera vez en el bosque, las mujeres habían pasado a través de un velo que había apartado sus viejas vidas de la nueva, un velo que las había mantenido en un estancamiento eterno. Esta niña era diferente. Había crecido del roble en este extraño bosque, era del bosque, a diferencia de las otras, y había seguido creciendo mientras que las otras no. Se parecía a mí. Creció conforme crecí yo. También tenía un lazo con el mundo exterior a través de mí. Estas mujeres del bosque veían que era diferente, una ruptura en el patrón de su encarcelamiento. Habían llegado a creer que algún día poseería el poder de liberarlas.
Aunque ella era una Blakely —la última de su linaje— esta niña era extraña para ellas. Las atemorizaba. Las siete mujeres se dieron cuenta de que no podrían domarla. Estaba hambrienta y se alimentaba de las criaturas del bosque. También hizo que el bosque se sintiera hambriento, que se extendiera fuera de sus límites anteriores. Algunas de las mujeres se habían entregado a la muchacha de ojos negros por voluntad. Estas tres que estaban enfrente de mí se habían escapado, pero aún sentían su hambre. No podían huir lo suficientemente lejos; sabían que iría detrás de ellas. La muchacha no acataría su palabra, pero pensaban que probablemente acataría la mía.
—Durante mucho tiempo —dijo Lucy—, pensamos que no solo nos liberaría del bosque, sino que nos defendería de los males de esta casa, de aquellos dentro de la casa que nos habían hecho daño.
—No todas —la corrigió Imogen—. No todas pensábamos que nos ayudaría.
Lucy la ignoró.
—Pero eres tú, mi más querida, tú eres quien tiene el poder. Sus destinos están entrelazados; no sé cómo no me di cuenta antes. Tú puedes romper el hechizo que nos ha atado a todas.
En momentos de conmoción se le aconseja a uno que se siente, que respire lentamente, que mantenga la calma en la medida que le sea posible. Siempre me había parecido extraño que este consejo no mencionara la calma que se asienta sin que nadie trate de mantenerla, la que se instala como una helada sobre las ventanas del viejo conocimiento y confunde la visión antigua con la nueva.
Yo estaba muy tranquila. Me senté en el sillón y cerré las manos en dos puños. Las historias ahora tenían sentido; los cuentos de la maldición Blakely, de las mujeres desaparecidas. Aquí estaban mis antecesoras, enfrente de mí: las mujeres cuyos retratos había estudiado en mi infancia.
Lucy se paró enfrente de mí, flanqueada por Mary e Imogen. El fuego crujió detrás de ellas como si nada hubiera cambiado, ni la casa, ni mi historia, cuando, de hecho, todas habíamos vuelto a nacer.
—¿Estás sorprendida? —me preguntó Lucy—. ¿Estás complacida?
No sentía ninguna de las dos cosas.
Siempre había tenido la sensación de que no me pertenecía por completo a mí misma, que debido a mi aflicción les debía algo a las fuerzas que me habían creado. Un año atrás, enseguida me habría decidido a honrar cualquier deuda. Sin embargo, ahora, me había cansado de las obligaciones.
—No sé por qué te atreviste a llamarte mi madre.
—Mi querida —dijo Lucy—, yo soy la que te encontró…
—Tú no eres madre. Y no has hecho ningún esfuerzo por ayudarme a encontrar a mi padre.
—¿Qué, Peter Cothay? Qué desastre hizo él con todo esto, ocultando tu verdadero propósito, escondiéndote aquí. Ordenándote que no tocaras cosas, alimentando tus miedos, metiendo la nariz donde no le incumbía…
—Cá-lla-te. —Nunca me había escuchado tan fría, tan poderosa.
Tanto Mary como Imogen se apartaron de Lucy, tratando de disociarse de la fuente de mi furia. Me pregunté cómo debía parecerles para provocarles tal miedo.
Lucy produjo un estallido de risa nerviosa. Abrió la boca, se obligó a sonreír y después, sabiamente, evitó cualquier refutación. Le temblaron los labios. No creo que sintiera miedo de mí, incapaz, como estaba, de hacer uso de mi arma usual, armada con sus dos compañeras humanas contra mi solitario compañero canino. Lucy era más alta que yo, más fuerte; yo todavía tenía un brazo vendado; no tendría posibilidades si empezáramos a pelear. Sin embargo, me di cuenta de que ella me necesitaba. No podía herirme. Hacerlo así no le valdría de nada y tenía todo que perder.
—¿Por qué están quemando nuestra biblioteca?
Lucy asintió, al parecer satisfecha de mi pregunta.
—Solo hay un libro que necesitamos. El resto es inútil. Le pertenecen a mi hermano.
—Me pertenecen a mí. —Fruncí el ceño hacia ella—. ¿Cuál es el libro que quieres?
—Un libro viejo, muy viejo, la encuadernación casi está totalmente rota, el papel arrugado y café. Tiene tres espirales en la portada o en lo que sirve de portada. Todavía no lo hemos encontrado. Antes de que me fuera de aquí lo escondí bajo las tablas del suelo de mi habitación, pero alguien lo movió. Sin duda fue tu padre. ¿Sabes dónde podría estar?
—No. —La miré con odio, no sentía interés por otro viejo libro, otro acertijo o expedición—. Vas a dejar de quemar el resto. Están destruyendo mi hogar. Están arruinando todo.
Cuántas ganas tenía de creer en eso: que Lucy era quien había provocado todo, que Lucy tenía la culpa de todo. Era fácil proyectarla como una villana, decir que había sido ella quien había ocasionado la desaparición de mi padre, mi captura, la destrucción de la casa. Que ella era responsable de mi propia corrupción, de la maldición que me había mantenido en confinamiento. Quería culpar a su confabulación egoísta por el dolor que yo había causado, por los horrores que yo había infligido. Quería que su maldad exonerara la mía. Sabía que no podía ser así y el reconocimiento de esto hacía más fuerte mi odio.
Aunque fuera incapaz de destruir a Lucy y a sus acompañantes con mis manos, aún podía encontrar otra táctica. Los libreros eran bastante pesados. El fuego, caliente. Di un paso hacia el antiguo atizador de hierro.
Inesperadamente, Imogen se acercó a mí y me habló como si hubiera leído los pensamientos.
—Destrúyenos si tienes que hacerlo —dijo—, pero tienes que saber algo sobre el bosque antes de hacerlo.
—Si nunca vuelvo a ver el bosque —dije, plenamente consciente de que el mismo bosque crecía a mi alrededor, que extendía sus ramas a través de lo que alguna vez había sido mi hogar—, si nunca vuelvo a oír de él, si nunca vuelvo a olerlo…
—Tu hombre joven está ahí ahora. También tu padre.
Me quedé paralizada.
—¿Peter? ¡Sí fue detrás de mí! Ha estado ahí… ¿Por qué no me lo dijeron de inmediato? ¿Por qué no vino con ustedes?
—Está atrapado dentro de un árbol.
—Está… ¿qué? Esperen, ¿qué dijiste?, ¿mi hombre joven? ¿A quién se refieren… a Matthew?
Imogen asintió.
—¿Matthew Hareven? Imposible. Apenas lo vi hace una hora. ¿Cómo podría estar…? ¿Cómo podrían saberlo siquiera?
—Solo porque atravesamos el viejo umbral, solo porque nos refugiamos en esta casa, no quiere decir que el bosque nos haya liberado. —Imogen miró por las ventanas de la biblioteca, que alguna vez habían mostrado una vista amplia de la entrada, de los jardines de Urizon, los prados, pero que ahora estaban cubiertos de hierbas.
—¿Pueden ver a Matthew? —les pregunté—. ¿Qué está haciendo? ¿Está herido?
—Pronto va a estarlo —dijo Imogen, arrodillándose. Tomó mis manos en sus manos frías y me miró. Estaba a punto de hablar, pero después sus ojos, conmocionados, se abrieron de par en par. Emitió un jadeo de sorpresa y soltó mis manos para apretarse el bulto enorme de su estómago.
—¿Qué? —preguntó Lucy, lanzándose para adelante—. ¿Qué viste?
—No vi… —Su mano derecha se había acercado temblorosamente hacia mí y la izquierda estaba plantada con firmeza en el costado de su panza.
—Matthew —insistí—. ¿Está en peligro?
—Va a estarlo si no haces algo para detenerla —intervino Mary—. Te necesita. Todos te necesitamos.
¿Qué necesitaba yo en ese momento? Ocultarme bajo las cobijas; pellizcarme con la esperanza de que despertara de esta horrible pesadilla. Necesitaba a mi madre o a la señora Blott o a la madre Farrow, alguien que no me amara por mis poderes peculiares, que no me viera como la última pieza de un rompecabezas de siglos de antigüedad, sino como yo misma, a pesar de todo. Necesitaba a Peter, quien me había usado, sí, pero quien, cuando más importaba, había ido a buscarme en el bosque. Necesitaba a Matthew, quien había hecho lo mismo.
Enfrente de mí, Imogen dejó escapar un grito. Sus ojos estaban húmedos, sus dedos crispados. Dejé que apretara mi muñeca, tras lo cual liberó un quejido repentino. Un chorro de líquido salió de debajo de su vestido, manchándolo y oscureciendo la alfombra.
—¡El bebé! —Lucy tomó a Imogen del codo con ojos de incredulidad. Me aparté de Imogen, de su respiración entrecortada, de la presencia de Lucy, de la nariz de Mary que se abría de miedo y sorpresa. Imogen aulló y las otras trataron de acostarla en el diván, enjugándole sudor del entrecejo. Las dejé en la biblioteca. Entré al bosque.