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Solo hacia adelante, jamás hacia atrás. No conserves en tu mente la cuenta de los horrores pasados. No cuestiones decisiones que no pueden no tomarse, no te estanques en acciones que no pueden deshacerse. El poder de evadir no es un poder en absoluto y que alguna vez lo hayas pensado así es tu debilidad.

Regresar al bosque de sombra resultó más complicado de lo que las mujeres del bosque me habían hecho creer. Maté varios árboles y los reviví cuando no me abrieron una entrada. Me arrodillé suplicante, pedí misericordia con toda la fuerza de mi voz. Pensé en regresar a la casa y pedirle instrucciones a Lucy, buscar el libro antiguo que había mencionado, pero pensar en el desenfreno de Urizon —conquistada por el bosque salvaje que había encontrado al llegar a casa— era inconcebible. Finalmente, no vi otra opción más que seguir a Marlowe a través del bosque hasta que se sentó, expectante, al pie de un saúco de gran extensión.

Marlowe había abierto el bosque antes, después de enterrar la tibia de la señora Blott. Quizá yo necesitaba un sacrificio similar, un regalo para el bosque. Marlowe había llevado un pedazo de un cuerpo. ¿Qué debía darle yo? ¿Un pedazo de uña? ¿Una ofrenda de sangre?

Estaba a punto de desenvolverme la venda y volverme a abrir la herida cuando me llegó de repente un pensamiento y busqué en el bolsillo de mi chamarra. Ahí, como de repente había estado segura de que estaría, pegada contra la costura, estaba la hoja de pasto que había metido la primera vez que había entrado en el bosque de sombra. Después de todos esos meses, seguía verde.

Me arrodillé y cavé un pequeño agujero en la tierra, en la base del saúco, con cuidado de no rozar sus raíces. Besé mi hoja de pasto, la dejé en el suelo, la cubrí con una capa de tierra suelta. Cerré los ojos, agarré a Marlowe y respiré profundo. Los abrí y descubrí que no había ocurrido nada. Pateé con frustración la tierra que había movido, que voló como una nube contra el árbol. Un estornudo que reconocí llegó de alguna parte de las profundidades del tronco retorcido del saúco. Una voz ronca, como si acabara de despertar.

—¿Peter? —murmuré, incrédula.

—Maisie —era su voz, ronca, con un toque de humor—. Perdóname, cariño, supongo que me quedé dormido. Me da gusto verte, aunque me temo que estamos en apuros.

Quería reírme por lo familiar que era su dicción, por lo esperado de su respuesta. ¿Podía verme él? Si miraba directamente hacia al frente, veía el saúco. Si daba una vuelta en el ángulo justo, podía encontrar a mi padre atrapado dentro del tronco.

—¿Peter? ¿De verdad eres tú?

—Maisie, mi niña —dijo Peter—, aquí estoy.

Después reí en voz alta, sobresalté a Marlowe y tuve que reprimirme de agarrar la rama de un árbol. El peso de lo que esperaba en el bosque cayó al suelo. La presión de los pasados pocos meses, el vacío y el miedo abrumadores, todo parecía desvanecerse en presencia de Peter.

—No sabes cuánto te he extrañado. —Mis palabras salieron en un chorro en el que le conté todo: los caminos espirales, mi doble, cómo caí en la trampa de Rafe y me esforcé por salir de ella, los caballos que había resucitado, la captura de Matthew. Como una católica no practicante que regresa a la confesión, enumeré mis pecados —incluso el gorrión que había dejado suelto a los once años— y sabía que mi padre podía perdonarme por ellos.

—Lamento todo; el día que salí corriendo de casa de la señora Blott, lo del gato. Todos esos años en los que había estado enfurecida, tú tenías razón; y ahora es mi culpa que estés aquí, que todo…

—Maisie —me detuvo Peter—, no te disculpes, mi amor. No había forma de saberlo. Ninguno de nosotros pudo haberlo sabido.

—¿Saber qué? —Fruncí el ceño—. ¿Saber de todo esto? ¿Que realmente había una maldición? ¿Que yo provengo de ella?

—Nada de nada, corazón. Lo que ha ocurrido, lo que va a ocurrir. —Me subí a una raíz para ver a mi padre a los ojos, extraños y bizcos sin los lentes y me impresionó descubrir que estaban llenos de lágrimas.

—Bueno, ya sé lo que va a ocurrir —dije. Había encontrado a Peter tan rápido y estaba segura de que el resto de mi viaje transcurriría igual de bien. Peter estaba ahí para protegerme y sabía que con su bendición era invencible—. Vamos a sacarte de este árbol, vamos a ir a rescatar a Matthew, a detener a la chica de las sombras e irnos a casa.

—No, mi amor. No vamos a hacer eso —dijo Peter, con voz más suave de lo usual, con un tono de remordimiento.

—¡Pero sí podemos! Sé que podemos.

puedes, Maisie. Y eso vas a hacer. Pero lo vas a hacer sin mí.

Había pasado dieciséis años obedeciendo las órdenes de Peter, confiando en sus afirmaciones. Mientras tanto, me había enterado de que había cometido errores de muchísimas pequeñas maneras, aunque siempre había permanecido heroico, al mismo tiempo padre y deidad mientras confabulaba el curso de mi vida y me guiaba hacia adelante. Ahora, hablaba con la misma certeza con la que podría haber insistido en que hacía mucho que tenía que haberme ido a la cama, que no podía reunirme con la gente del pueblo en las celebraciones, que la sopa que estaba a punto de sorber estaba demasiado caliente.

—No seas tonto —dije en tono optimista pero frágil—. Estoy segura de que te podemos sacar de aquí. Voy a encontrar un hacha. O voy a tocar el punto correcto del tronco del árbol. Puede ser un asunto de presión, de jalar la rama adecuada. Seguramente en un libro que hayas leído dice lo que podemos hacer. Puedo regresar corriendo a la biblioteca ahora mismo. Voy a ir tan rápido que ni te vas a dar cuenta de que me fui, ¿qué te traigo?

—Maisie, cualquiera de los libros nos llevaría a la misma conclusión: yo me voy a quedar aquí y tú vas a ir a ayudar a Matthew. Vas a terminar con esto y vas a regresar a tener una vida plena en Urizon —dijo Peter.

—¡Pero no hay una vida sin ti! —Podía escucharme casi gritando de frustración. Nada tenía sentido en lo absoluto, acabábamos de encontrarnos y ahora Peter me pedía que lo dejara. ¿Cuándo había sido tan derrotista? ¿Cómo podía estar tan seguro?— Si te vas a quedar aquí, me voy a quedar contigo; Marlowe y yo. Nosotros también nos vamos a quedar.

—Nada me entristecería más que ver tu potencial desperdiciado.

—No.

—Sería peor que cualquier muerte ver que sacrifiques tu futuro, que termines tu viaje aquí.

—No.

—Me gusta pensar que te enseñé bien, corazón. Confío en ti. Vas a tomar el liderazgo de los Cothay y sé que me vas a enorgullecer.

—No.

—¿Y qué va a pasar con Matthew? Tú eres la única que lo puede salvar.

En eso tenía razón. ¿Debía elegir entre Matthew y Peter? Recordé cuando estaba parada en la cocina de la señora Blott meses atrás, mirándolos a uno y a otro. En ese momento, no había querido a ninguno de los dos. Ahora sabía que los necesitaba a ambos.

—Voy a regresar por ti —le prometí—, cuando haya terminado. Cuando Matthew esté a salvo y haya encontrado a mi doble de sombra o lo que sea que ella sea y…

—Maisie —dijo Peter—, el bosque requiere un sacrificio para entrar, deja que yo sea ese sacrificio.

—No puedo. No puedo hacer eso. No es justo, te necesito.

—¿Tienes miedo? —Peter solo hizo la pregunta, como si estuviéramos en casa en el cuarto de niños que convertimos en laboratorio y me preguntara cómo sabía en mi lengua un sorbo de jugo de naranja. Como si tuviera cinco años, con el cabello enmarañado, los ojos grandes y serios, jugueteando en el borde del asiento mientras él pasaba las hojas de su cuaderno. «¿Ácido, dices? ¿Y también dulce?».

¿Tenía miedo? Por supuesto que tenía miedo, pero ¿de qué? ¿Temía lo que me esperaba en las sombras? Era más aterrador el pensamiento de seguir adelante, de vivir sin que nadie me guiara, de estar sola con mi destrucción, día tras día.

—No tengas miedo, mi niña —dijo Peter—. Yo no tengo miedo en lo absoluto, eres una joven maravillosa, el mejor trabajo de mi vida.

Esas eran las palabras que toda mi vida había esperado escuchar. Las habría dejado ir enseguida a cambio de su libertad.

Ahora apenas recordaba las últimas palabras que habíamos dicho en la cabaña, esa tonta discusión sobre el gato de la señora Blott. Peter había entrado a la casa debido a la llovizna, yo le había dado una toalla y había suspirado mientras veía que se limpiaba los lentes. Era un gesto tan común, tan fácil de seguir, un camino de piedras de un recuerdo al siguiente: Peter permitiendo que le pidiera una institutriz cuando tenía ocho o nueve años, su negación mientras limpiaba con la manga cada uno de los lentes a un ritmo lento; la risa de Peter que llegaba desde el frío, con neblina en los lentes; Peter diciéndome que buscara su spray limpiador y la tela especial. «Maisie, ¿me trajiste el té?».

Yo ya sentía que esos recuerdos se desvanecían, como si cada uno fuera una mariposa que daba vueltas en el jardín de cristal de mi mente, cada uno de mis recuerdos conscientes era un espécimen atrapado que liberaba al mundo más grande que había más allá. En diez años, lo que alguna vez había sido una colonia populosa podría terminar siendo solo el ala rasgada de un olor, el de-sodorante de Peter o su pasta de dientes de menta, el capullo seco del timbre de su voz. Ya estaba confabulando para conservarlo; iba a cerrar la puerta del vivero para volverla a abrir en algún momento más adelante, en un momento más sencillo. ¿O siempre habría alguna ventana abierta? ¿Los recuerdos se escaparían de mi mente sin importar qué hiciera? ¿Siempre sería una niña que se aferra a quien ama con tanta fuerza que lo destruye en su puño?

—Es hora, Maisie —dijo Peter. Extendió la mano, cinco dedos que se asomaban por una grieta de la corteza.

—No puedo hacerlo. —Negué con la cabeza.

—Maisie, mi amor, te quiero.

Estuve a punto de decir: «Yo también te quiero». Pero conocía a Peter, sabía qué quería que hiciera y, para demostrarle mi amor, seguí sus instrucciones. Me preparé, me acerqué al tronco y tomé con la mía la mano desnuda de Peter. Estaba caliente, callosa, con los nudillos raspados y secos, con el anillo de bodas firme en un dedo. La mano de mi padre, el pulso en la base del pulgar, fuerte al principio y después nada.

Cerré los ojos.