Despiadada y salvaje

«Adelántate», había dicho Matthew, «adelántate, te encuentro en Urizon». Matthew, que podía balancear cualquier ecuación química, no sabía cómo balancear sus sentimientos por Maisie Cothay y sus miedos. Quería que ella supiera que él confiaba en ella. ¿Cuántas veces podía cuestionar sus elecciones antes de que ella lo viera como su captor, como su domador, como su padre, o peor, como otro Coulton o Rafe? ¿Qué mejor que mostrarse a sí mismo como un aliado que permitirle que trazara su propio camino?

En cuanto se dio la vuelta, la observó por el espejo retrovisor mientras se escabullía sobre árboles caídos, supo que había sido un tonto. Era mejor abandonar el carro y reunirse con ella, llevarla a la cabaña con él más tarde, hacer un plan. Era mejor arriesgarse a su ira que arriesgar su seguridad, era mejor mantenerla cerca.

¿La intranquilidad que sentía, el peligro que percibía, era verdadero peligro o solo el reconocimiento del amor? El objeto de su amor se había hecho tierno, con una apariencia más suave de la que realmente tenía, que parecía vulnerable al haberlo hecho vulnerable a él. Matthew recordaba haber sostenido a sus hermanos y hermanas recién nacidos, recordaba haberlos observado dar sus primeros pasos tambaleantes, sabiendo que tenían que vacilar solos. Así era con Maisie también, pensó. Sin embargo, se preocupaba por ella, la extrañaba. Regresó el carro a la cabaña de su tía y se dio la vuelta de inmediato hacia Urizon. Decidió tomar un atajo a través del bosque.

Cuando el cuerpo flojo de Kathryn cae quieto sobre el de Matthew, su bonita nariz cabe como una llave en el pequeño espacio que está encima de su esternón, cerrándolo, restringiéndole el paso de aire. Él jadea, la empuja y trata de despertarla. Como no puede, la quita de encima de su cuerpo y se estremece. Trata de abrocharse los pantalones, de extraerse de los brazos flácidos de Kathryn. Tiene el rostro pálido.

Se da cuenta de que ahí está la muchacha de ojos negros.

—¿Maisie? —Matthew se aparta del cuerpo, deslizándose para atrás contra el bulto de la raíz de un árbol y se lleva las manos a la cabeza. Sus hombros se estremecen, los bordes de sus orejas se ponen rojos. Inhala y cuenta lentamente, sostiene el aire y lo suelta, un patrón para dar sentido a cada respiración.

—Yo no… —dice al fin—. Pensé que habíamos dicho que te encontraría en la casa. —Con cada palabra siente que el pecho se le encoje, primero de vergüenza, después de furia y al final de miedo. Se lleva los dedos a las sienes, se rasca la nuca.

La muchacha de ojos negros no dice nada.

—Solo puedo… perdón… Que me encontraras así… no hemos dicho nada, quiero decir, no de verdad, no hemos plenamente, pero pensé que tú… Estaba de acuerdo en que nosotros… no sé qué pasó. En qué estaba pensando.

Ahora, Matthew está llorando, la muchacha de ojos negros se da cuenta, una gota de agua se junta en el borde de su ojo, viaja por su mejilla.

—Quiero que sepas —suplica con fervor —, lo que pasó aquí. Yo no… yo no era yo mismo.

Sus lágrimas caen como estrellas, gordas y brillantes. La muchacha de ojos negros se acerca para cachar una: roza la mejilla de él con la mano, se lleva el agua a la lengua.

Matthew se pone rígido.

—¿Maisie? ¿Qué… quién eres? —murmura.

La muchacha de ojos negros le acaricia la mejilla, recoge una lágrima, aprieta el dedo contra su frente, acaricia suavemente el puente de su nariz hasta llegar a sus labios. Toma la mente de Matthew, le ayuda al bosque a vaciar sus problemas. Le da la bienvenida del otro lado de la frontera. Le dice: «Shhh».