Una cosa es reunir fuerza cuando estás en compañía de otros, pero otra muy distinta es mantenerla a solas. En cuanto pasé bajo el árbol doblado, mi cuerpo me rogó que no continuara: se me escapó el aire de los pulmones y cada paso me advertía: «La muerte, vas caminando a la muerte». El bosque mismo no era un consuelo: en lugar de cerrar el sendero detrás de mí, el arco del árbol me tentaba con una visión de Marlowe y Alys, enmarcados del otro lado; hice una pausa y volteé hacia atrás. Decidí que no volvería a mirar atrás.
Caminé por un largo pasillo, con filas de árboles a cada lado, hasta que llegué a una apertura que parecía una cueva. Oscura, profunda, descendía bajo una colina de raíces anudadas y ramas caídas. Era sombría con una negrura que absorbía cualquier sonido, de manera que entrar significaría perderme al máximo. «Muerte». Me obligué a seguir adelante.
Primero pensé que había entrado en el cuerpo del bosque, en su torrente sanguíneo. Que de alguna manera había entrado en el vientre del bosque.
Peter me había jurado que nadie recordaba el tiempo que había pasado dentro de su madre, los meses de incubación, los latidos y el calor. En esos primeros días, todos éramos células en ciernes. Tan pequeñas, tan nebulosas, tan dependientes, sin marcas y sin preparación para el mundo de luz que nos espera. Siempre había pensado en mí misma con la desventaja de no haber tenido esa protección. Me imaginaba que los demás todavía cargaban los efectos de su gestación, inconscientemente al tanto de lo que significaba estar vivo como yo jamás lo podría comprender. Sentía lástima de mí misma. ¿Así era moverse en un cuerpo viviente?
Mirando alrededor, recordé imágenes que había visto en los libros de Peter, enormes iglesias con muros de mosaicos intrincados, patrones que hacían referencia al paraíso. Quizá, a pesar de la apariencia, estaba subiendo por este laberinto retorcido a una especie de empíreo. Por un momento, sentí consuelo. Después, conforme el sendero fue inclinándose, conforme los muros a mi alrededor se hicieron más estrechos y el poco de luz que había empezó a desvanecerse, vi cráneos acomodados para formar el umbral de una puerta. Tenían las cuencas de los ojos desnudas y no tenían mandíbula: pasar bajo el umbral era como permitirles que me comieran entera. Me di la vuelta para examinar las decoraciones que pensé que eran hongos y me di cuenta de que también eran huesos, alineados juntos como leños, para construir los muros del túnel; los extremos romos, sus únicas partes visibles. De repente, mareada, me incliné con las manos sobre las rodillas y traté de respirar profundamente. Imaginé que el aire estaba lleno de espíritus y sentí que los succionaba dentro de mí.
Esas entrañas del bosque eran húmedas y oscuras, y despedían un olor fértil como el aroma que había percibido en las mujeres de Urizon. La única luz brillaba débil delante de mí, filtrándose en terrones, veteada como si entrara a través de ramas de árboles. El suelo era un lodo pegajoso que se pegaba por debajo de mis zapatos.
Después de varios minutos de tropezar, llegué a una cortina hecha de huesos más pequeños, huesitos de manos o pies colgantes, como un telón de cuentas podía separar las habitaciones de una casa. De algún lugar más allá llegaba el sonido sobrecogedor del mar, el tipo de ruido que se podía escuchar en una concha. Hice un gesto y pasé a través de la cortina, fingiendo que no sentía los huesos que cosquilleaban contra mi piel.
Llegué a una caverna vasta y llena de ecos, alumbrada por una pálida luz púrpura. Los techos tenían patrones de huesos, abstractos, casi florales, cada uno era una pieza del cuerpo utilizado con dulce precisión y acomodado de una manera interesante y encantadora. Había una tarima en el centro, también de huesos, supuse. Había seis escalones de huesos que llevaban a un suave escenario óseo. Sobre ella había una pila enorme de madera y cartílago, un trono con brazos de ramas retorcidas, huesos entrelazados. Estaba flanqueado con unos enormes cuernos.
Vi a Matthew sentado con las piernas cruzadas a los pies de la plataforma; tenía la cabeza inclinada en suma concentración, el ceño fruncido con fuerza. Estaba jugueteando con algo que tenía enfrente, un artefacto parecido a un acertijo, lo erigía hacia arriba y después exhalaba resoplidos de frustración cuando se caía. No respondió a mi llegada. Aliviada, fui hacia él, ansiosa por nuestra reunión, lista para mostrarle mi reciente camaradería con los árboles, orgullosa como un perro que enseña un truco nuevo. Casi había llegado hasta él cuando una figura salió de las sombras, y me bloqueó el camino. Mi doble de sombra. Sus ojos eran oscuros, sin nada de blanco.
Hasta que se paró frente a mí, no había creído en ella. A pesar de las muchas maravillas que había presenciado, a pesar de mis muchas visiones, de la explicación de Lucy, de la advertencia de Alys, a pesar de haberme dicho a mí misma: «Sí, lo entiendo, estoy preparada», la extrañeza que sentí en el estómago me dejó claro que no había comprendido, que no estaba preparada.
Mirarla frente a mí era como ver a Urizon con árboles hambrientos en lugar de cimientos, a mi padre con flores en lugar de ojos, mi sangre inundando el piso de la prisión de Rafe. Toda mi vida había estado esperando, haciéndose más fuerte, mía y no mía, construyéndose y sintiendo las urgencias que yo había reprimido. Cada respiración que los doctores me habían permitido a través de un tubo de plástico la excitaba. Cada hoja de pasto que había exprimido entre los dedos había sido una descarga de desfibrilador que había puesto en marcha su corazón. Cada animal con el que Coulton me había enfrentado, cada criatura que había invocado, la había impulsado adelante, le había dado fuerza. Esta chica era mi propia sombra de ojos negros, la manifestación de mi oscuridad, que había tomado todo lo que yo deseaba pero que me había negado a mí misma, que se había hecho más audaz conforme yo me había hecho despiadada; se sostenía por cada vida que yo había tocado. Su cabello era más suntuoso que el mío, más brillante y más grueso. Su piel era más suave, su figura estaba más en forma. Era como si hubiera absorbido toda mi vitalidad, como si yo fuera la sombra y no ella. Tuve miedo de hablar, no tenía idea de qué podía decirle, pero cuando volví a mirar a Matthew, supe que tenía que decir algo.
Había un vacío en la expresión de Matthew que nunca antes había visto. Sus ojos no tenían ese reflejo usual de luz y sus manos hacían los mismos movimientos una y otra vez, aunque estaba claro que ninguna acción tenía consecuencia. Todavía no me había visto. Me daba miedo.
—Deja ir a Matthew. —Traté de sacar la voz de las profundidades de mi pecho con la esperanza de sonar mayor, más segura de mí misma. Salió como un rugido—. Déjalo ir y haz que esté bien. ¿Qué le hiciste?
Mi otro yo me observó con la cabeza inclinada y la boca danzando hacia una sonrisa.
—¿Qué le hice yo? —Su voz era aterciopelada y señorial—. Tú me lo diste, ¿o no te acuerdas?
—¿Que yo qué?
—Cuando lo tocaste. Tú me los diste a todos.
Era amenazadora en su quietud, tan tranquila como Coulton, tan astuta como un zorro joven. Me sentía larguirucha y extraña a su lado. Me hormigueaba la piel, fruncí el ceño. Mientras hablaba, se iba acercando, apartando a Matthew de mi vista.
—Son nuestros, en realidad, tanto tuyos como míos —dijo—. Los dones que les dabas eran un regalo que te dabas a ti. Pero eso ya lo sabes.
Negué con la cabeza fingiendo que no era así, pero sí lo sabía. Lo sabía.
Siempre había un precio, como me lo había advertido Peter. A veces inmediato, a veces tan lejano en su recolección que los deudores habrían podido creer que estaban exentos. Una princesa le promete su hijo, aún no concebido, al hada que la libera. Una druida maldice una porción robada de tierra. Una niñita revive a su padre. Y, sin embargo…
—No te pertenece —insistí. Mientras hablaba, consideré mi propia trayectoria, de mi padre a Matthew, de Coulton a Rafe. Incluso bajo su influencia, siempre había sido yo misma—. Incluso aunque lo mates y lo regreses a la vida, Matthew no te pertenece.
—Y, sin embargo, aquí está —dijo la muchacha de ojos negros con simpleza.
—¿Entonces dónde están los otros? —pregunté con frustración—. ¿Todos los otros cuerpos, las otras vidas?
Mi sombra de ojos negros sonrió y señaló el extremo izquierdo de su pecho, luego levantó los brazos hacia el techo y los hizo girar en un lento círculo. Lo que implicaba, entonces, que estaban ahí, con nosotros: el terrier del señor Abbott era un candelero tintineante; Rafe, una columna corintia…
Mi sombra caminó a donde estaba sentado Matthew y puso una mano sobre su cabeza. Se lamió los dedos con una lengua gris sin sangre, lo examinó como si fuera algún tipo de mascota de granja que pudiera criar, querer y cuidar, y después comerse sin pensarlo dos veces cuando llegara la hora de la cena.
—Me quedé con este porque es nuestro favorito. —Mi sombra acarició la sien de Matthew. Sentí la urgencia de lanzarme contra ella, de quitarle la mano de encima de él, pero me contuve.
—Después, cuando resuelva ese acertijo, ¿puede irse? —pregunté. Tenía en mente varias historias antiguas, otros héroes que se habían entregado a tareas al parecer imposibles. Seguramente había un truco en el juego, todo podía ser un acertijo y si cambiaba el ángulo, la estrategia se aclararía.
Mi sombra se rio.
—Qué tonta —me dijo—. Qué curiosa.
Fui a donde estaba Matthew y me arrodillé de manera que pudiera ver las piezas del acertijo para determinar qué eran y cómo podían permanecer erguidas. Era difícil echar un buen vistazo porque las manos de Matthew se movían rápidamente a su alrededor, pero cuando finalmente conseguí verlas, me di cuenta de que eran solo ramitas secas y sucias con pedazos de tierra. No había ningún orden que seguir, ninguna manera de intuir el fin último. Sin embargo, los dedos de Matthew seguían trabajando, tratando de levantar una estructura, en una repetición constante. Tenía las puntas de las uñas negras.
—¿Entonces cuáles son las reglas? —le pregunté a mi sombra—. ¿Qué tiene que hacer?
Sonrió y pasó un dedo por la curva de la oreja de Matthew.
—¿Qué tiene que hacer? —me dijo—. Pues, nada. —Vi mi propia falsa modestia, magnificada, cruel. Sentí un nudo en la garganta.
—¿Entonces cuál es el punto? ¿Por qué lo tienes ahí sentado? ¿Qué piensa que está haciendo?
Mi sombra de ojos negros se separó de Matthew e inclinó la cabeza. Extendió la barbilla hacia afuera y me miró, buscando con los ojos, haciendo un esfuerzo por comprender. ¿No me conocía? Así como parecía extraña para mí, ¿yo era extraña para ella? ¿Mis verdaderos sentimientos, mis deseos, eran incomprensibles? Yo sabía más del mundo de lo que ella podía saber y pensaba que mi experiencia podía darme alguna ventaja para liberar a Matthew. Podía engañarla, tenderle una trampa, vencerla en su propio juego. Quizá no todo lo que amaba estaba perdido aún.
Mi sombra suspiró y la expresión de su rostro no mostró fascinación sino fatiga, llena de todo lo que yo sabía pero que no podía decir. Supe que había visto mi centro. Ella era yo. Ella me amaba. Supe lo que iba a decir a continuación antes incluso de que hablara.
—La vida no es un acertijo que haya que resolver. Las cosas que más importan no pueden ganarse, no pueden engañarse. No se estudian y jamás van a comprenderse del todo. No hay reglas, ya lo sabes.
—Pero ellas me dijeron… Lucy, Alys… Me explicaron…
—¿Tú piensas que porque lo nombras y lo dices se crea? Una historia es un regalo, atado con un listón y un deseo. Las cosas reales no son tan fáciles. Las elecciones no son tan blancas o negras.
—¿Quieres decir que no puedo detenerte?
—¿Detenerme? —Sus ojos negros eran indescifrables—. ¿Por qué querrías detenerme?
—Porque los heriste cuando tomaste el bosque. Lo heriste todo. Eso me dijeron las mujeres de la casa.
—La casa desapareció.
—¿Entonces el bosque va tomar posesión del pueblo? ¿De la ciudad? ¿Del mundo? —Me esforzaba por dar sentido a lo que estaba ocurriendo, pero era incapaz de comprender plenamente la disolución de la vida que había conocido. Ella hablaba en contra de mi educación, de mi fe en la lógica, en la razón, en el orden—. ¿Quieres decir que nada nos obliga a nada? ¿Que nada nos traspasa?
—Quizá —dijo mi sombra. Tomé mi última hebra de esperanza.
—¿Y mi madre?
—Está muerta. —No habría reunión, no habría despedida. Mi madre no estaba esperándome en alguna vida después de la muerte.
—¿Mi padre? —Aunque la respuesta era clara tenía que hacer la pregunta.
—Está muerto.
Me sentí muy cansada.
—Si dejas que Matthew se vaya —le dije a mi sombra con voz muy suave—, puedes tenerme a mí.
Me imaginé a Matthew corriendo, adelantándose solo un paso al bosque que se extendía detrás de él, eludiendo su alcance por unos pasos. Quizá cuando llegara al mar podría escapar de él. Quizá jamás pudiera hacerlo. Cualquier cosa que ocurriera parecía preferible a estar capturado en esta cueva de muerte, enloquecido, con los dedos ensangrentados. Por lo menos le habría dado una oportunidad.
—Puedes tenerme a mí —volví a murmurar. Pero uno no puede darse a sí mismo como moneda de cambio ni como sacrificio.
Mi sombra de ojos negros sonrió.
—Te han enseñado a no tomar lo que quieres. Te enseñaron a preguntar, a ser deferente, a negociar. Ven, abrázame —dijo.
No quería hacer otra cosa.
Cerré los ojos, fui hacia ella olvidándome de Matthew, de Peter, de mi viaje, de mi miedo. Puse mis brazos a su alrededor y los de ella se extendieron alrededor de mi cuerpo y juntas nos enredamos y entrelazamos. Me sumergí en su oscuridad como si fuera agua, inhalé su aroma, sentí la presión de sus senos. Me preparé para el olvido, esperé la muerte.