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Una brisa pasó sobre mí y me estremecí. Cuando abrí los ojos, estaba abrazándome a mí misma, mis propias manos se cerraban en torno a mi pecho. La luz era diferente, más rica, más directa. Donde había habido huesos, ahora solo había árboles y los reconocía. Un roble tenía grabadas las iniciales de las personas del pueblo. Un álamo se había partido hace años cuando un rayo cayó entre sus ramas. El aire era fresco como antes de que entrara en el extraño bosque. El sol se levantaba apenas sobre las hojas de los árboles.

Volteé para buscar a Matthew y lo encontré de pie, a mi lado.

—Hola —dijo.

Me senté en el claro y lloré.

Mis lágrimas eran gruesas y pesadas, calientes y saladas. Salpicaron mi muñeca, cayeron al pasto que había debajo, pasto seco, con hojas crujientes de otoño. Tomé una hoja entre mis dedos. Me estiré para tocar una espina. Nada cambió.

¿Qué mundo era este, me pregunté, que era tan parecido al que conocía como real y sin embargo resultaba tan extraño? Mis lágrimas se derramaron con más rapidez y eran más húmedas. Cuando Matthew se acercó, no pude impedir el llanto. Me agaché y recogí una hoja, crujiente y amarilla. Mientras la sostenía, permaneció intacta en su forma.

Matthew comprendió de inmediato. Sonrió y sus propios ojos estaban brillantes de lágrimas. Se sentó a mi lado y extendió la mano. La tomé entre la mía y la apreté.

Matthew y yo salimos con cuidado del bosque. Donde había estado Urizon solo encontramos dos pilares de ladrillos quebrados, los que habían servido como la entrada de la propiedad Blakely. No había señales de Lucy, Imogen o Mary. No había un recién nacido desnudo. Nada de Alys o Marlowe. Nada de Peter. Las barricadas de ramas habían desaparecido del camino principal y un auto pasó rápidamente echando una nube de humo. Tosí y alcé el brazo izquierdo para protegerme. Mi venda estaba empapada de sangre y sucia, con excepción de una punta blanca a la altura de mi codo, la cual jalé, con la esperanza de poner la parte limpia sobre la peor parte de la herida, por muy inútil que pudiera ser.

—A ver —dijo Matthew extendiendo las manos. Le di mi brazo y me incliné contra un pilar mientras él quitaba la venda; me estremecí al sentir sus dedos sobre mi piel. Solo un pulgar calloso sobre mi codo sucio. Ese tipo de suavidad física. Tan simple, tan maravillosa. Para mí, era todo.

Una vez que desenvolvió la venda, Matthew limpió la tierra y la sangre seca de mi brazo. Lloré, pero no por el dolor: bajo los residuos, descubrimos que mi herida había sanado. En lugar del músculo en carne viva había una cicatriz blanca y cuadrada, cada lado de la longitud y la anchura de dos dedos.

Matthew levantó mi brazo con ternura y lo besó.

Cuando terminó, lo miré a los ojos y lo besé en los labios.