Prólogo
En la tierra, en un lugar como otro cualquiera, donde una ciudad ajedrezada se extendía hacia el océano en forma de amplias playas que a veces empujaban el océano haciéndolo retroceder y a veces lo dejaban desbordarse, una de las madres de Las Afueras se arrodilló a la luz de una farola del paseo marítimo y puso la cadena de la bicicleta en su sitio.
Como siempre de noche, acababa de levantarse del suelo, un suelo cualquiera, y se había sacudido la arena y las conchas del suéter; el cielo estrellado, negro e inmenso se había desdoblado y el dedo había pasado de la Osa Mayor a Orión y la Osa Menor, había seguido por Géminis y Virgo y se había detenido en Venus, más grande y más intenso que nunca.
Había estudiado el cielo estrellado y a la luz de la linterna tomaba minuciosas notas sobre la magnitud de este y los movimientos de los cuerpos celestes aquella noche; comenzaban con la fecha y la hora y luego describían todo lo que había cambiado desde la noche anterior y que valía la pena anotar (no era mucho), las condiciones que se esperaban para la noche siguiente (muy buenas) y lo que, en general, decían las estrellas sobre el estado del mundo tal y como se veía entonces (mucho más de lo normal).
La libreta brillante como el oro que Essa le había dado no tardó en llenarse y tendría que volver a hacerse con cajas de cartón blancas de las tiendas de la ciudad y a la luz de la única farola de Las Afueras, dibujar los contornos, cortar y ensamblar sus propias libretas para llevarlas consigo. Cada cumpleaños le preguntaba a Essa cómo se lo había podido permitir y cada año Essa le daba un beso y dos tazas de café caliente para llevar a la ladera en la luz vespertina como única respuesta; se sentaban donde espesaban los arbustos que bordeaban la ladera justo cuando el cielo levantaba la bruma que había sobre Las Afueras y la dejaba caer en el crepúsculo.
Aquí, en el paseo marítimo, el cielo seguía estrellado y el camino, desolado y deslumbrante. Dejó la libreta a un lado y de la arena levantó una cesta de bicicleta llena; empezó a pedalear lentamente y a frotar, a lo largo del camino, las frutas que había encontrado en las basuras alrededor de la ciudad contra su camiseta harapienta, sobre su cuerpo, hasta que brillaron. Dio bocados a las ciruelas maduras que había robado de los puestos de verduras que ella poseyó una vez y pensó con cariño en Pepe y en su carro.
Tal vez Pepe la había visto allí donde, más temprano ese mismo día, había andado alrededor del puesto, de un lado a otro cuando el pelotón de la tarde se espesaba y alzaba una bolsa tras otra para que él la pesase y la cobrase; tal vez había retrocedido cuando ella, tras rodear sigilosamente los melones y los colinabos, de repente había aparecido con mazorcas de maíz, dos por diez, y ciruelas amarillas y rosas; tal vez él quería decir algo pero se contuvo, no sabía ni qué ni cómo, no sabía si ella quería que la vieran o si pretendía pasar inadvertida. Había sido sigilosa, es cierto, pero no se avergonzaba de lo que hacía; no hay nada de vergonzoso en coger lo que uno necesita y además ¿quién sino Pepe le daría derecho a coger de aquello que la tierra le había dado y que ella misma un día, sin pensarlo y con los brazos extendidos como en un abrazo, le había ofrecido a él? Toma, había dicho ella, y Pepe la había mirado cuando se dio la vuelta y, como ahora, comenzó a andar lentamente hacia Las Afueras.
Principios de verano y jazmineros en flor a lo largo de las calles fuera de la ciudad. La madre de Las Afueras que había sido verdulera iba ahora a casa de aquellas a las que amaba y que la amaban a ella, y sentía por todas partes al mundo calentándola y a los árboles que la abrazaban y cómo todo lo que había entre ellos le deseaba lo mejor. Las ratas que durante el día se escondían de los pies de los turistas blancos se arrastraban ahora a tientas a lo largo del camino, y movida por la ternura les tiró dos tomates blandos y las ciruelas a medio comer que tenía en la boca. Tomad, dijo en silencio y continuó pedaleando, espero que esté bueno.
Ignoraba que, más tarde esa misma noche, ella sería la última de las madres que vería a Milde con vida cuando pasó con su bicicleta por el lugar de ejecución cerrado y lo vio iluminado.
Por el día las sogas colgaban a una altura suficiente como para atraer la mirada de los paseantes cuando las levantaba el viento y las balanceaba contra el paredón, pero ahora —a punto de amanecer— dos de los cuatro focos estaban encendidos y había una furgoneta blanca aparcada fuera.
La verdulera se paró, apoyó la bicicleta contra el muro, se subió al sillín para ver.
Había una chica, joven, flaca. Rodeada de dos hombres blancos y dos más a los lados. Tenía el pelo corto, llevaba un parche en un ojo y las manos atadas a la espalda.
Uno de los hombres, un chico, le quitó el parche y se lo dio a los otros. Le habló y esperó una respuesta. Ella respondió, pero ¿qué? Imposible oírlo y pronto se acabó el intercambio de frases.
El chico encasquetó un trozo de tela oscuro en la cabeza de la mujer y le quitó las alpargatas. La guio hacia la soga, lívido, y la mujer mantuvo la cabeza alta mientras se la ajustaban.
Por todas partes todavía el principio del verano y los jazmineros tan jazmineros ahora como antes y en el cielo una capa de verdiazul y cada amanecer de ahora en adelante se asociaría a aquello.
Allí no se oía ningún otro sonido aparte de las voces de los hombres cuando la verdulera se bajó del sillín y se marchó con celeridad.