Milde tiene diecisiete años y acaba de llegar a la entrada de la cueva. En las paredes y en el suelo no hay ninguna inscripción, solo excrementos y polvo. Coge una hez, se la lleva a la nariz e intenta adivinar de qué animal procede, pero no lo sabe. ¿Es mierda de lagarto? Difícil de adivinar.
Milde se quita el chal de los hombros y lo pasa por el suelo en el lugar en el que se sentará, comerá y se pondrá en pie; sacude el chal contra las paredes para que las paredes suelten el polvo y luego lo vuelve a pasar una y otra vez por el suelo.
Quiere echar agua por el suelo para que el polvo se asiente, pero no le queda agua para eso. Bebe, se dice que necesita enjuagarse la cara y las manos después de todo el día y se coloca para limpiarse allí donde quiere arrojar su cama. El agua le corre por la cabeza hasta el cuello, los pechos y el suelo de la cueva, y Milde consigue así, al final, el lugar rociado con agua que quería. Bien, bien pensado, se dice, y se sienta sin saber todavía qué va a hacer.
Es el mes de mayo y hace unas noches Milde prendió fuego a dos edificios en la oscuridad de la ciudad. El tercero, en el que había un vigilante que vio a Milde y pudo describirla, se incendió por accidente. El viento, la madera, no lo sabía. Se tumba y piensa en el vigilante que la vio, lo sorprendido que parecía estar. Después piensa en todas las madres y las niñas de Las Afueras y se queda dormida.