En la tierra, en un lugar como otro cualquiera, donde una ciudad ajedrezada se extendía hacia el océano en forma de amplias playas que a veces empujaban el océano haciéndolo retroceder y a veces lo dejaban desbordarse, había una verdulera inclinada sobre sí misma y sobre las frutas que había recolectado, y restregaba un tomate tras otro contra su camisa hasta que estos brillaban. Sacaba moscas del montón de lechugas romanas que tenía al lado y limpiaba el cilantro de flores y de malas hierbas.
Por la mañana, un mercado. Un murmullo pasó por encima de la plaza, frondoso y blando, y por las calles las flores de jazmín despedían su fragancia y se impelían; bajo los árboles, los gatos estaban tumbados en pelotones y a lo largo de las avenidas los camareros pronto servirían a los turistas blancos una primera taza de café y después una copa de vino tinto; en la playa unos cuantos se desnudarían ansiosos y saltarían y en el patio del recreo enseguida sonaría la sirena.
El mercado no tardó en llenarse de ancianos que ya habían tenido tiempo de tomarse el té de la mañana pero que todavía no estaban listos para empezar a comer. Atravesaron la plaza con finas boinas y con suéteres de colores claros y saludaron a la verdulera allí donde estaba, se sentaron en los bancos del parque a la derecha de la biblioteca y cada uno sacó su paquete de cigarrillos roto. Justo cuando fumaban a escondidas a la sombra del cerezo y de vez en cuando intercambiaban algunas palabras, la verdulera se acercaría y les daría a cada uno un melocotón y estos le darían un puñado de cigarrillos. Se fumaría dos de una vez y les daría las gracias, volvería sin prisa a su puesto de verduras desde el cual miraría el mercado.
Todavía faltaba mucho para la noche y para el cielo estrellado que la verdulera tanto esperaba, diez horas más en el puesto y después el tiempo de limpiar y de volver a casa caminando. Arrastraría el carro por los adoquines de las calles hasta la casa en ruinas y la puerta azul que, a falta de otra cosa, había cerrado con un gancho; desde allí levantaría el carro como pudiese, balanceándose de un lado a otro por todo el largo y estrecho pasillo y, una vez en el patio interior, lo colocaría contra la pared y se sentaría. Poco a poco recuperaría la energía para quitarse los zapatos que había llevado todo el día y extendería el colchón que había escondido de la lluvia de verano que de vez en cuando sorprendía a la ciudad y que paraba tan súbitamente como empezaba. Se tumbaría boca arriba en medio del patio interior y desde allí contemplaría el cielo estrellado, enorme y de una belleza infinita.
En el piso de arriba, cuya altura permitía que la niña alcanzase las ciruelas que la verdulera lanzaba hacia arriba, vivió una vez una familia. Cuando el tejado se derrumbó una mañana justo cuando los niños hacían la mochila para el colegio y se preparaban para salir, la familia decidió mudarse dos barrios más arriba, a una casa en ruinas casi tan bonita como cualquier otra casa y casi tan limpia y arreglada. Tenemos que pagar parte del alquiler, pero haremos de tripas corazón, dijo la madre mirando hacia arriba desde donde estaba el equipaje. Así no podemos seguir, con miedo por si los muros se derrumban, ¿qué tipo de vida es esta? Ambos tendremos que trabajar el doble y si apagamos la electricidad y el calentador de agua no debería haber ningún problema. ¿Tú no vas a mudarte?, dijo la madre esperando escuchar un sí. La verdulera, que justo estaba cargando su carro, asintió amablemente y abrazó a la madre, llenó una bolsa con lo que tenía en el carro y acompañó a la familia hasta la nueva casa casi tan bonita como cualquier otra casa de verdad y casi tan arreglada. Ella se alegraría porque el calor no tardaría en volver y dormir por la noche volvería a ser placentero. Por la noche soñaba con el mar y por el día esperaba ansiosa la noche y el cielo estrellado, y se alegró de que la noche y el cielo estrellado se apareciesen y se acordó de cuando ella misma no era capaz de evocarlos.
Escribió en la libreta que se alegraba de sentir, también ella misma, tan tarde en su vida, la aparición de la noche como una alegría y como un anhelo en su cuerpo, y de que sentimientos como la alegría y el anhelo todavía tuviesen cabida en aquel cuerpo destrozado. Mi cuerpo, escribió ella, está roto. Pero ahora la noche se aparece y juega como un gozo dentro de él; ahora, cuando el sol de la mañana barre la ciudad y deja que los cafés saquen las sillas y los manteles, y ahora, cuando los camareros colocan los menús en fila y meten los aperitivos en la nevera.
Donde el puesto de verdura le daba la espalda a la sastrería, pasaban por la mañana primero los conductores de taxi y luego los que hacían un largo camino para trabajar en la obra. La verdulera les saludaba a todos y se sentaba en el taburete que escondía detrás de los cestos de cerezas y manzanas y que de vez en cuando sacaba para descansar sus piernas hinchadas en las que ya habían aparecido venas oscuras. Se levantaba de vez en cuando para hundir un pañuelo en el agua tibia de la fuente y refrescarse el cuello, luego volvía a su puesto y seguía amontonando fruta y verdura.
La verdulera era unos años más joven que Essa pero más mayor que lo que Milde jamás sería; conocía bien Las Afueras, pero no podía imaginarse que Milde de Las Afueras desfilaría por el mercado aquella mañana.
La verdulera había ido varias veces a la linde de Las Afueras y la habían invitado a entrar, había bebido té con las madres y las niñas y hablado con ellas de la rebelión; había dicho que ella opinaba que la rebelión era osada y justa y que había que hacer algo con la situación en la que estaban; que la única que había tenido el valor de hablar de todo aquello fue Milde y que seguía siendo incomprensible que el castigo fuese tan duro, tan elevado. ¡Una chica de diecisiete años, una niña que habló como mil líderes durante su propio juicio! No, no era justo, solo había dicho y hecho lo que nadie más se había atrevido a decir o a hacer, ¿no es cierto? ¿No había prestado su voz a todos aquellos que, por miedo, durante años, habían cerrado el pico? ¿No había dicho aquello que se debía decir sobre cómo nos han tratado y sobre cómo un día esto debe cesar?
Las madres asintieron e intentaron recordar la cara de Milde justo antes de que la obligaran a ir a la cueva, y las niñas que, apretujadas, se sentaban junto a ellas y escucharon a la verdulera, miraron a sus madres y esperaron más. Después le dieron todavía más té a la verdulera y le hicieron una visita para ella sola por las casas de finas pero sólidas paredes de chapa desgastadas por un amor que ella no podía describir entonces porque todavía no lo había experimentado. Entró a una de las casas con un vaso de té en la mano y se sentó con la espalda apoyada en la fría pared de chapa, se sintió bienvenida en un lugar por primera vez en mucho tiempo y allí y entonces decidió que se quedaría a dormir una noche.
La verdulera nunca había visto a Milde aparte de en las fotos y los recortes de periódico que Essa llevaba siempre consigo y le hubiese sido imposible reconocerla. La rebelión había tenido lugar hacía once años y además aquellos ojos no eran como debían ser, estaban desvaídos y turbios y no había en ellos ni un ápice del brillo que debían tener.
La verdulera no había reconocido a Milde aquella mañana y más tarde no pudo perdonarse por ello. Poco después de que Milde partiese hacia el agujero negro La Masa, ella se fue de la ciudad, hizo el equipaje con lo poco que podía llevar consigo y se mudó a casa de Essa en medio de Las Afueras.
La verdulera se levantó de su banqueta, pesó y cobró, cogió y descartó, e intercambió alguna palabra por aquí y por allá con los conocidos que al pasar alzaban la mano para saludarla. El día iba a ser caluroso, se notaba, y en pelotones bajo las estrechas sombras de los árboles que enmarcaban el mercado por el este y por el oeste, seguía elevándose el humo de los cigarrillos entre las flores de cerezo que pronto caerían al suelo y allí esperaba como niebla o bruma. Todavía en la mañana alguno de los ancianos dejaría un libro en el regazo de alguien y apagaría la colilla en la suela del zapato; otro se secaría la frente con la boina y la volvería a acomodar en su sitio.
Hoy el murmullo sobre el mercado era ruidoso y la verdulera se acordaría más tarde de que todo el mercado estaba alerta.