Milde tiene diecisiete años y la cueva es estrecha. Aquí ya no queda más aire y Milde se despierta de golpe del sueño en el que vuelve a caerse y en el que muchas veces está tirándose desde el acantilado, liberándose. El sol de la tarde es todavía el mismo y el día todavía es día, ¿cuánto tiempo ha dormido y a dónde está yendo? La cueva es todavía la misma cueva y la ropa es todavía la misma ropa; el desierto es todavía el mismo desierto y el anhelo de Las Afueras es todavía más grande de lo que alguna vez se pudo llegar a imaginar. Ya no siente su cuerpo. Se estira, se hace tan larga como puede para discernir mejor si ha crecido algo durante los últimos meses, pero no tarda en comprender que no sabe nada de su cuerpo cuando está sola. No sabe nada sobre cómo es el cuerpo o sobre cómo se comporta en ausencia de Trinidad y Diamante y sus cuerpos contra los que apretarse, y no siente nada de los movimientos de los cuerpos y del anhelo de esos movimientos ni acerca de no poder compartir con ellas tal anhelo. No sabe cómo es posible que esté sin Essa y sin las madres a las que abrazar al volver a casa, y no sabe nada de sí misma sin las niñas a las que coger en brazos para subirlas por la ladera al volver a casa. No sabe en absoluto cómo es de alta sin señalar un espacio entre un arbusto y otro a lo largo de la acequia donde solía relajarse por las tardes, y tampoco sabe decir nada sobre sus brazos, piernas y caderas sin antes ver a Trinidad, Diamante y Essa, y a la ladera en sí misma. Milde está exhausta y muchas veces a punto de tirarse desde el acantilado para así poder sentir algo fresco golpeándole la cara —un poco de aire fresco golpeándole la cara—, y se queda un buen rato en la entrada de la cueva dudando. ¿Cuánto tiempo lleva allí, cuánto tiempo ha dormido y por qué todavía es de día?
Milde no ha visto su cara desde hace casi dos meses y no sabe si está reconocible. Ha dejado de ir a la estepa para buscar lentamente una duna o un arbusto al lado del cual tumbarse y ha dejado de apretar las manos contra la sequedad del arbusto y luego contra su cara donde todo quema. Ha dejado de abrazar el arbusto como si fuese una niña a la que llevar en brazos, hablar y cuidar, y ha dejado de buscar escorpiones, culebras y arañas que seguía con la mirada todo el tiempo e intentaba atrapar. Solo espera a que lleguen las noches y poder sentarse en la entrada de la cueva y ver el cielo estrellado, aprender a amarlo, soñar con el frescor del cielo estrellado, entre un cuerpo celeste y otro, y la oscuridad del cielo estrellado, entre una luz y otra, y aprender a conocerlo.
La siguiente vez que Essa viene ella está con todo el equipaje hecho y lista para irse. Estoy lista para irme mamá dice Milde y se levanta, estoy lista para volver a casa. Pero esta vez Milde tampoco puede acompañarla. Todavía no Milde, dice Essa, no mientras estén en la ladera y vigilen con sus coches y sus furgones policiales, con sus armas y sus equipos antidisturbios y todo lo demás que quieren utilizar contra ti si te dejas ver. Todavía no pero pronto diría Essa y abrazaría a su hija cada vez más delgada y más pálida y con el pelo largo y enmarañado.
Cuando Milde unas semanas más tarde decide volver a casa a pesar de todo, llega hasta la mitad del camino de la ladera que lleva a Las Afueras antes de que el foco convierta la noche en día y todo se pare. Con armas en la cara intenta coger aire donde la empujan contra el polvo y, esposada, la levantan y la tiran al furgón policial que se pone en camino con las sirenas encendidas desde la ladera y el vertedero y lejos de Las Afueras que ella cree poder vislumbrar por un instante.