Milde tiene quince años y la canícula es infinita. Tres días a la semana va a la playa y vuelve una y otra vez con una nevera portátil rota sobre el brazo y los demás días se queda en la escuela a leer y a escribir con las niñas más pequeñas. Como las demás madres y niñas, va a la ladera por las tardes cuando está en su casa en Las Afueras y escucha con una taza de té en la mano las sesiones de lectura en voz alta que todas esperan.
Los refrescos no se enfrían, eso ya lo sabe ella; la pesada bolsa es más que nada para la apariencia y hace tiempo que dejó de funcionar. Cuando los turistas blancos la llaman, primero piden una lata y luego otra. Ninguna está fría, dicen. Sí, dice Milde, toca. Los turistas blancos vuelven a coger la lata de refresco y Milde mira a los niños y les guiña el ojo. Los niños se sientan al instante en el regazo de las mamás, sin quitarle el ojo a Milde y abrazando un peluche con fuerza. No, no están frías para nada, no las queremos, dicen las mamás y vuelven a soltar las latas de refresco. Pero Milde se coloca bien la boina, levanta la bolsa de la arena y se va. Tras ella, los niños comienzan a llorar y las madres los consuelan. Seguro que los niños quieren refresco y les da igual si está caliente. Las mamás intentan convencerles de que les comprarán un refresco frío en cuanto se vayan de la playa y de que estará mucho más bueno y delicioso, pero los niños siguen llorando y queriendo. Milde se aleja del todo. De repente las mamás llaman a Milde para que vuelva. Tú, oye tú, ven aquí. Ahora también los papás se han despertado, miran a su alrededor, ¿qué pasa? Quiere refresco, repiten las mamás y buscan en el bolso. Los niños lloran todavía más fuerte y la playa se vacía lentamente de gente, el sol de la tarde se extiende grande y blanco y en Las Afueras las niñas salen de la escuela y van hacia la ladera para jugar. Los papás miran a Milde. Ella mira hacia otro lado, hacia el mar, vuelve a coger el refresco y mira al niño que enseguida se pone el refresco en la boca; toma el dinero y se va.
Después, cuando se acabe la temporada de verano, Milde ayudará a Essa a preparar el primer día de colegio. Las de primero son pocas y tremendamente adorables y no desea otra cosa que no sea ayudarles a mejorar. Lleva consigo un montón de papeles y una caja con lápices y borradores, limpia el suelo de chapa con un trapo y endereza los retratos de las paredes. Milde lleva una bolsa con conchas que ha recogido en sus paseos por la playa, y las esparce al lado de las flores del desierto de Essa. Mira cómo las niñas escogen una sola con cuidado y la presionan en la palma de la mano y les dice que no tienen por qué, que pueden coger tantas como quieran pero que es importante que solo elijan las que de verdad les gustan en vez de coger muchas solo porque pueden. Las niñas se vuelven a agachar sobre el montón y eligen algunas más con cuidado.