Antes de la rebelión, que duró dos días y dos noches, las niñas de Las Afueras dormían en tandas de dos horas y aprendieron que durante su vigilia podían jugar y montar guardia al mismo tiempo. Somnolientas pero despiertas, las niñas podían entonces correr primero a lo largo de la ladera y echar un vistazo al camino bordeado de gasolineras y de cafés ennegrecidos y desde allí hasta la montaña donde la montaña daba a la carretera y al vasto y rosado desierto.
Las niñas se estiraban y se sentaban en cuclillas en el polvo, silbaban un silbido cuando llegaban y tres cuando había peligro.
Silbaban y esperaban, y entonces les cambiaban el puesto a las madres, vestidas de negro, acercándose sigilosamente con el relevo, comida y ropa cálida, y pasaban una mano suave por la cara de las niñas, les seguían hasta casa.