La rebelión puso a todos los coches de los turistas en movimiento, vació las tumbonas en la ciudad y dejó las terrazas con un olor a humo suspendido sobre ellas como si cada silla y cada mantel estuviese poseído por lo que acababa de pasar; allí, donde el humo se extendía por los suelos de mármol blanco recién estrenado el año anterior para que la ciudad se pareciese a las demás ciudades turísticas y acogiera a los que con pasos uniformes llegaran al lugar donde ya podía costar lo que costase siempre y cuando las calles adoquinadas y las casas en ruinas de madera y piedra caliza de los barrios viejos estuviesen a una distancia suficiente, se alzaba ahora una columna en el aire y ondeaba sobre las cafeterías —en oleadas hacia delante y hacia atrás sobre las terrazas— y lenta como bruma sobre el suelo de mármol que seguía estando liso y frío pero que también había cambiado, ¿verdad?
Claro que el suelo de mármol brillaba como si no tuviera ningún rasguño ni agujero, y aun así parecía que la superficie se hubiese apagado o atenuado y que para los zapatos ya no fuese tan agradable taconear. Sí, para los turistas ya nunca sería tan agradable pisar el suelo de mármol de la ciudad ni brillaría tanto como a la ciudad le hubiese gustado después de la rebelión. Algo había cambiado y Milde quería ese cambio.
Sí, así es como quiero que sea, pensó Milde al alba, cuando sostenía un cóctel molotov en la mano y rompió con este las ventanas de los pisos superiores de la oficina de urbanismo, así es como quiero que ocurra.