LA FIRMA DE CORTÉS EN LA HISTORIA VERDADERA
Si leemos la Historia verdadera a sabiendas de que Hernán Cortés es el autor, descubrimos a lo largo de las páginas numerosos indicios de esa nueva paternidad, que llegan incluso a una confesión apenas velada. Se disuelve igualmente la mayoría de los misterios engendrados por la atribución de la crónica a Bernal Díaz del Castillo. La historia se reencuentra con su lógica y con su racionalidad; las dudas quedan despejadas una tras otra.
¡En primer lugar, ya no debe sorprendernos la intimidad del narrador de la Historia verdadera con Cortés! Y podemos ahora saborear la habilidad que despliega Hernán para contar los más íntimos detalles de su propia vida. En un momento dado, Cortés empleó como secretario a un tal Juan de Ribera, a quien le pidió enviar oro a su padre, que vivía en Medellín. Imaginamos que la suma debía de ser tentadora. El hombre de confianza se mostró poco delicado y se quedó con lo que Cortés le había confiado. He aquí cómo la Historia verdadera relata esa traición:
Pues como Cortés había recogido y allegado obra de ochenta mil pesos de oro, y la culebrina que se decía El Fénix ya era acabada de forjar, y salio muy extremada pieza para presentar a un tan alto emperador como nuestro césar […] todo lo envío a Su Majestad con un hidalgo natural de Toro, que se decía Diego de Soto, y no me acuerdo bien si fue en aquella sazón un Juan de Ribera, que era tuerto de un ojo, que tenía una nube, que había sido secretario de Cortés; a lo que yo sentí de Ribera, era una mala herbeta, porque cuando jugaba a naipes y a dados no me parecía que jugaba bien, y además de esto tenía muchos malos reveses, y esto digo porque llegado a Castilla se alzó con los pesos de oro que le dio Cortés para su padre, Martín Cortés, y porque se lo pidió el Martín Cortés, y por ser el Ribera de suyo mal inclinado, no mirando a los bienes que Cortés le había hecho siendo un pobre hombre, en lugar de decir verdad y bien de su amo, dijo tantos males, y por tal manera los razonaba, que como tenía gran retórica y había sido su secretario del mismo Cortés, le daban crédito, especial el obispo de Burgos.[256]
Evidentemente, desde los campos de batalla mexicanos, un soldado raso sería totalmente incapaz de conocer los detalles de la poca delicadeza del secretario de Cortés enviado a España. Pero el tono es tan natural, la duda tan delicadamente expresada, el retrato del tramposo tan verídicamente delineado que ningún lector cayó en la cuenta de la imposibilidad intrínseca de la información.
En el mismo orden de ideas, la Historia verdadera ofrece la biografía de la Malinche, la amante indígena de Cortés. Es una biografía precisa que explica cómo la joven hija del cacique de la ciudad de Painala fue vendida a mercaderes de Xicalanco, después de las segundas nupcias de su madre. El narrador aporta en esta ocasión toda una serie de detalles que dice saber de viva voz de la misma Malinche. “Días había que me había dicho doña Marina que era de aquella provincia [de Coatzacoalco] y señora de vasallos y bien lo sabía el capitán Cortés…”.[257] ¿Quién es ese seductor nato que supo obtener las confidencias de la bella india antes que su amante? ¿Y no es inconveniente verlo tejer con aplomo las alabanzas de la compañera de su jefe?: “Y como doña Marina en todas las guerras de la Nueva España y Tlaxcala y México fue tan excelente mujer y buena lengua, como adelante diré, a esta causa la traía siempre Cortés consigo”.[258] ¡Tales notaciones se entienden mejor al saber que el capitán general se expresa en persona!
El éxito de la Historia verdadera no se debe solamente al contenido del libro, sino también a su estilo. El mexicano Joaquín Ramírez Cabañas, prologuista de Bernal Díaz del Castillo, observa atinadamente:
Si hubiese escrito Bernal un diario cuyas páginas recogieran día a día la impresión o noticia de las cosas que iban acaeciendo, desde la fecha en que se descubrió tierra de México… hasta cuando regreso de las Hibueras, habría dejado un documento de primer orden al servicio de investigadores y eruditos pero el libro se caería de las manos del lector. No, no es lo que escribió un hilván desteñido de noticias ordenadas cronológicamente, sino una obra de arte de altísimo valor humano, de fuerte y cristalino valor social; es un trozo de vida con amplio carácter homérico.[259]
Otro prologuista de Bernal Díaz del Castillo, el español Ramón Iglesia, es todavía más elogioso.
El estilo de Bernal es difícilmente superable en fuerza descriptiva y en la gracia de la narración. Tiene el sentido del detalle preciso, para lo cual le ayuda una memoria sorprendente… Sin embargo, estos detalles menudos, por vivos y sabrosos que sean, no bastan para hacer de Bernal un gran artista. [Pero] su pluma conserva la exactitud y el brío cuando se trata de relatos amplios.[260]
De hecho, cuando el gran editor mexicano Porrúa decidió en 1960 crear una colección de libros de bolsillo,[261] no se equivocó: escogió publicar a Díaz del Castillo en el núm. 5, entre La Odisea (núm. 4) y Don Quijote (núm. 6). ¡Las Cartas de relación de Cortés, vencidas en foto finish, sólo tuvieron derecho al séptimo lugar! Un amplio público ya había aceptado al autor de la Historia verdadera.
La obra es narrada de manera espectacular con un estilo de gran colorido del que podemos discernir los resortes: su inventiva, su riqueza lexical no pueden pasar desapercibidas. Pero hay un secreto de fabricación que nunca ha sido realmente dilucidado: tiene que ver con su prosodia.
Lo hemos dicho, Cortés quiso darle una tónica oral a su crónica para conferirle una suerte de rústica frescura y una mayor espontaneidad. Apostemos a que el conquistador pudo tomar partido con otra idea en mente: debía a toda costa evitar ser identificado como el autor de la crónica en razón de una fuerte semejanza con sus Cartas de relación. Cortés se lanza entonces a una verdadera creación estilística. Pero a nadie se le escapa su cultura. El marqués del Valle sigue teniendo en mente las lecciones de latín de su preceptor en Medellín y las clases de elocuencia de sus profesores en Salamanca. Sabe que el arte oratorio tiene sus reglas, ilustradas por Cicerón y teorizadas por Quintiliano. Sin obedecer a las mismas exigencias que la poesía, la prosa latina es rítmica, o al menos requiere que ciertas partes lo sean. Es el caso del final de frases en el que se acostumbra emplear una “cláusula”, es decir un ritmo particular que combina una sucesión de largas y de breves cuyo objeto es el de llamar la atención del oído del auditorio señalando un fin de periodo. La cláusula es de hecho un modo de puntuación fónica, el equivalente ritmado del punto final. Pero ¿qué va a hacer Cortés para concretar la impresión de oralidad de su texto? ¡Utilizará las cláusulas! Transpondrá en español los famosos ritmos ciceronianos de fin de frase. Sorprende ver que en Gómara, quien escribe el relato simétrico de la Historia verdadera, no hay cláusulas, mientras que se cuentan por centenares bajo la pluma de Cortés. Sería exagerado decir que Hernán se esmeró en emplear sistemáticamente cláusulas; y no es el caso. Más bien podríamos pensar que Cortés escribió de oído, de manera bastante espontánea, y que recreó con toda fortuna ritmos de prosodia que tenía en mente, logrando componer su relato a la manera de las epopeyas escritas para ser recitadas.[262]
Otra característica del estilo empleado en la crónica se debe a la gran riqueza del vocabulario utilizado. En un pertinente estudio lexical, José Antonio Barbón Rodríguez[263] identificó 360 vocablos castellanos presentes en la Historia verdadera pero no catalogados en el famoso Vocabulario de Antonio de Nebrija, primer diccionario español, publicado en 1516. El comentarista de Bernal Díaz del Castillo ve en ello la prueba de la gran competencia lexical del cronista, que va a la par con su “modernidad”.[264] Sólo podemos otorgarle la razón. Sin embargo, de las 360 palabras que, según Barbón Rodríguez, calificarían a Bernal como precursor, ya encontramos la mitad en las Cartas de relación de Cortés, de las cuales la primera es escrita sólo tres años después de la publicación del Diccionario de Nebrija. Dicho sea de paso ¿cómo no admirar ese derroche de palabras raras, empleadas con todo tino y perfectamente en situación? Las palabras engañosas son melifluas, una trampa es una tarrabustería; las cabalgatas son algaradas. Varias palabras son tomadas prestadas del francés: atroz, extravagante, jactancia, fanfarrón, frenesía, afeitería, excesivo. Hallamos incursiones más técnicas, en el ámbito jurídico (refrendar), en el marítimo (barloventear, calafatear), militar (atarazana, barbacana), caballeresco (adobar)… Podemos incluso pescar latinismos como lege magestatis (“lesa majestad”) o ab initio (“desde el inicio”) o también palabras de alquimista como sublimar. Cortés es sin duda un creador de idioma, un apóstol del neologismo. En la Historia verdadera es patente que se divierte inventando un brillante vocabulario para su personaje aun cuando se esfuerza en estropear las palabras demasiado sofisticadas y así mantener la tonalidad popular de su soldado raso.
El Cortés de la Academia de Valladolid da la impresión de dejarse atrapar por el juego. Cuando la tropa del conquistador encuentra a Gerónimo de Aguilar en Cozumel, lo hallan cubierto de harapos. “Y luego le mandó dar de vestir, camisa y jubón y zaragüelles, y caperuza y alparagates”.[265] Cortés no escribe “le dimos ropa”; procede a la enumeración. Esa manera de acumular las palabras, a menudo agrupadas por su extraña fonología, es un sello distintivo de Cortés. Para permanecer en el registro de la vestimenta, el narrador de la Historia verdadera se extasía con los elegantes ropajes que llevan las mujeres que asisten al banquete ofrecido conjuntamente por Cortés y el virrey Mendoza para celebrar la paz de Aigues-Mortes: “Sobre si tenían de carmesí y sedas y damascos y oro y plata y pedrería, que era cosa riquísima”.[266] Más adelante, agrega que de colación “les sirvieron de mazapanes, alcorzas y diacitrón, almendras y confites”.[267] La sonoridad atildada del texto revela el trabajo del escritor. ¡Estamos prácticamente en el ejercicio de estilo! Sin embargo, viéndolo de cerca, esa propensión del seudo Bernal por acumular las palabras para generar un efecto literario ya se encuentra en el Cortés de la Primera relación, fechada el 10 de julio de 1519. Por ejemplo, explica que Grijalva fue herido en el curso de un combate en que los españoles enfrentaron un “gran número de indios y gente de guerra, con sus arcos y flechas y lanzas y rodelas”.[268] Le precisa al rey que los conquistadores están “deseosos de ensalzar su corona real, de acrecentar sus señoríos y de aumentar sus rentas”.[269] Le envía “oro y joyas y piedras y plumajes”.[270] Claro está que, en la Segunda relación, consagrada a la descripción de la ciudad y del valle de México, las enumeraciones llegan con tanta naturalidad que no aparecen como procedimiento literario; pero la pluma de Cortés se da gusto construyendo esas listas alargadas. He aquí los pájaros de esa tierra: “gallinas, perdices, codornices, lavancos, dorales, zarcetas, tórtolas, palomas, pajaritos en cañuela, papagayos, búharos, águilas, halcones, gavilanes y cernícalos”.[271] Después de la ornitología, Cortés pasa a la botánica: “Hay todas las maneras de verduras que se hallan —dice a propósito del mercado de México—, especialmente cebollas, puerros, ajos, mastuerzo, berros, borrajas, acederas y cardos y tagarninas”.[272]
Pero hay algo más extraño aún: la Historia verdadera posee un verdadero marcador estilístico en el que se transparenta la mano de Cortés, me refiero al recurso del binarismo. De punta a punta de la crónica, el narrador emplea lo que podría aparecer como un tic de lenguaje: junta dos sinónimos o dos palabras con sentido complementario para evocar una sola idea. Por ejemplo, Cortés no escribe “los jefes” sino los caciques y señores. De la misma manera, el soberano azteca es señor y rey, el valor es buen esfuerzo y valencia. Cortés hablará así de fiestas y regocijos, de ofrecimientos y dádivas, de rosas y flores. Es inútil seguir con la enumeración de esos binomios: los hay verdaderamente en todas las páginas. Que dicho procedimiento le confiere al conquistador anónimo imaginado por Cortés un estilo, eso es seguro. Pero ese modelo sintáctico no nació de la nada. Sólo transpone en la lengua española una forma de expresión ampliamente utilizada ¡en náhuatl! En la lengua azteca, digamos que en la lengua refinada que se hablaba en la élite, el recurso del binarismo era una ardiente obligación. Esa dualidad de la expresión podía traducirse por dos sinónimos juntos, por ejemplo, “lo negro, lo obscuro”, suerte de redundancia destinada a manifestar la competencia lexical del locutor, o por palabras con sentido parecido pero susceptibles de aportar matices; por ejemplo, alimentarse se decía “beber y comer”; el color blanco podía decirse “la sal, la garza” (in iztatl, in aztatl), lo que, anotémoslo de paso, componía una elegante aliteración. Pero ese binarismo, constitutivo del pensamiento azteca, recibía su mayor valor agregado en su uso metafórico. El sacrificio humano se decía “el agua, el fuego”; un espía era “un ojo, una oreja”; a una mujer amada se le decía “mi valiosa pluma, mi collar de finas joyas”; para evocar el saber, se utilizaba la expresión “lo negro, lo rojo”, refiriéndose al color de las tintas que servían para escribir. Y así, al infinito.[273] Teniendo en cuenta lo que sabemos de Cortés, de su búsqueda de mestizaje, de su deseo de introducción de palabras indígenas en la lengua hispánica, es seguro que ese empleo del binarismo es intencional. El conquistador no se limita al campo lexical; del náhuatl autóctono, también se apropia algunos giros. ¿Quién más que él hubiera podido prestarse a esa fusión cultural? Y sin hablar de que, en varias ocasiones, lo sorprendemos en flagrante delito: en náhuatl, “mujer” se dice “una falda, una blusa” (in cueitl, in quechquemitl); pero, a lo largo de una descripción, bajo su pluma aparece el binomio nagua y camisa,[274] es decir, precisamente la expresión fija “falda y blusa”. Varias veces, Cortés emplea en la Historia verdadera la fórmula espada y rodela: es el nombre metafórico de la guerra entre los aztecas.
Hay que hacer hincapié en un hecho. Ese recurso al binarismo no está presente en la Primera relación, que narra la historia del descubrimiento de México de 1517 hasta el 10 de julio de 1519. Pero a partir de la Segunda relación, cuyo punto final está fechado el 30 de octubre de 1520, esa escansión se instala, brillante, en la prosa del conquistador.[275] No podemos equivocarnos sobre el empleo de esas fórmulas duplicadas: por una parte, constituyen un elemento destacado de la personalidad estilística de Cortés: por otra, se manifiestan después de su instalación en México. La permeabilidad del oído cortesiano a los ritmos del náhuatl parece haber ido de la mano con la seducción engendrada por los encantos de la Malinche. El proceso de fascinación sentido hacia la cultura mexicana se desató a temprana hora en el extremeño; las clases nocturnas de su joven compañera dieron fruto. Cortés, al entender el mundo indígena, empezó a amarlo. ¿Le era tan difícil al apóstol del mestizaje interesarse por la dualidad de las palabras y de las cosas? Sea lo que sea, es imposible no hallar un origen náhuatl en ese uso de la duplicación lexical. No es una redundancia fortuita sino una marca de mestizaje. Al querer cristalizar en las palabras esa ósmosis que lo habitó toda su vida, Cortés sin lugar a dudas firmó la Historia verdadera. Sólo se inventa lo que se conoce.
Por otra parte, si todavía fuera necesario convencerse de ello, podríamos encontrar otras asonancias entre las Cartas de relación y la crónica del seudo Bernal. En la Historia verdadera, el narrador emplea un “nosotros” colectivo que sabe deslizarse hacia un “yo” para consignar aquí y allá notaciones más subjetivas. En las Cartas…, yendo a la inversa, Cortés recurre de preferencia a la primera persona del singular sin vacilar en pasar a la primera persona del plural para incluir a su tropa en la trama del relato. En ambos casos, el ejercicio —en sí peligroso— se efectúa sutilmente; la narración permanece personal a la vez que resalta las hazañas de todo el ejército. La maestría del procedimiento tiene la misma calidad en las dos obras. Hojeemos al azar las cartas de Cortés y sigamos sus pasos: “…Yo torne a salir y les gané algunas de las puentes y quemé algunas casas, y matamos muchos en ellas que las defendían”.[276] En contrapunto, escuchemos la música de la Historia verdadera:
Muchas veces, ahora que soy viejo, me paro a considerar las cosas heroicas que en aquel tiempo pasamos, que me parece las veo presentes, y digo que nuestros hechos que no los hacíamos nosotros, sino que venían todos encaminados por Dios; porque ¿qué hombres ha habido en el mundo que osasen entrar cuatrocientos soldados (y aun no llegábamos a ellos), en una fuerte ciudad como es México, que es mayor que Venecia, estando apartados de nuestra Castilla sobre más de mil quinientas leguas, y prender a un tan gran señor y hacer justicia de sus capitanes delante de él?[277]
Tomemos otro ejemplo. La crítica se ha extasiado, con toda justeza, sobre la exclamación de Bernal Díaz del Castillo descubriendo por primera vez el valle de México. Recordemos: el soldado-cronista busca palabras ante lo indecible. “No es de maravillar que yo escriba aquí de esta manera, porque hay mucho que ponderar en ello que no sé como lo cuente: ver cosas nunca oídas, ni aun soñadas, como veíamos”.[278] Comparemos ahora con la versión que aparece en la Segunda relación de Cortés:
No podré yo decir de cien partes una, de las que de ellas se podrían decir, mas como pudiere diré algunas cosas de las que vi, que aunque mal dichas, bien sé que serán de tanta admiración que no se podrán creer, porque los que acá con nuestros propios ojos las vemos, no las podemos con el entendimiento comprender.[279]
En ambos casos, la preocupación del autor es la misma. Escribe una relación cuya materia por entero es inimaginable: ¿De qué manera entonces hacer aceptar como historia lo que tiene toda la apariencia de ser ficción? Puesto que, en esta epopeya, incluso la realidad tiene tintes de los sueños. En un juego de ecos con valor autógrafo, Cortés formula la idea una primera vez en su Carta de relación de 1520, y una segunda vez en su testamento literario que es la Historia verdadera.
Que esta última obra haya sido escrita por un Cortés académico, en Valladolid, resuelve la cuestión del acceso a los libros, de la excelente cultura general del narrador y de sus influencias estilísticas, tantas cosas que planteaban problemas insolubles con un Bernal Díaz del Castillo guatemalteco. Es indudable que Hernán tiene los medios financieros y los contactos necesarios que le permiten tener acceso a todos los libros que desee, inclusive los libros prohibidos e incluso algunos manuscritos. La única imposibilidad notoria atañe a Illescas, que es una referencia introducida por una tercera persona, posteriormente al año de 1573, y sobre la cual habremos de volver. Pero Cortés anticipa sobre la publicación de Gómara como anticipa sobre la de Jovio. Es totalmente posible que Cortés haya incluido la referencia al inventor del Museo, puesto que le había dado su acuerdo para figurar en los Elogios y le había hecho llegar su retrato. En la mente de Cortés, colocar bajo la pluma de su conquistador plebeyo una reflexión peyorativa en cuanto al elitismo de Jovio reforzaba el toque popular de su personaje. En el mismo orden de ideas, Cortés cita a Las Casas a partir de sus propias conversaciones con el muy reciente obispo de Chiapas y sobre la fe en los manuscritos del dominicano que circulan en el ámbito de los cortesanos.
Si a pesar de todo queremos calificar las influencias literarias recibidas por Cortés e identificables en la Historia verdadera, hay que retener tres. De Fernando de Rojas, el famoso autor de La Celestina, primera novela de las letras españolas publicada en 1499 en Burgos, Hernán se apropió de la técnica de la enumeración. Rojas, en efecto, sobresale en sacar efectos cómicos de los largos parlamentos en el que amontona palabras a placer. Ello se convertirá en marca propia de la Historia verdadera. De Rojas, Cortés también recuperó una referencia al romancero Mira Nero de Tarpeya. En el acto I de La Celestina, el personaje principal, Calixto, enamorado de Melibea, quien lo rechaza, le pide a su criado, Sempronio:
—Tañe y canta la más triste canción que sepas.
Y Sempronio contesta con la misma estrofa[280] que Cortés pone en boca de un “bachiller” después de la derrota de su tropa expulsada de México el 30 de junio de 1520 (cf. supra Capítulo 5). Por el juego de esta referencia, Cortés nos señala esa noche de derrota como la más triste noche que jamás haya vivido. ¿Podía imaginarse que ésta pasaría a la posteridad con el nombre de Noche Triste?
De Rojas también, el marqués recordó el anonimato. Y la opacidad de su biografía. Ese autor, cuya vida está envuelta en misterio, quiso esconderse detrás de su obra. Aunque encriptó su firma. Su libro se inicia con una pieza de ochenta y ocho versos acrósticos en la que da, con máxima discreción, su nombre y el lugar de su nacimiento. ¡Para tener la solución al enigma del falso anonimato, hay que saber que las letras iniciales de cada uno de los ochenta y ocho versos componen una frase explícita![281] A Cortés le gustará ese juego de disimulación y se inspirará de él para encriptar a su vez la Historia verdadera.
La segunda influencia notable —que detona en Bernal— es de la cultura francesa. Nos habíamos sorprendido en el transcurso de nuestra investigación el ver a Díaz del Castillo mencionar o citar obras francesas como La chanson de Roland, La chanson d’Aïol o Le roman d’Alexandre. Hemos señalado por otra parte que los lingüistas identifican en la crónica una serie de galicismos inexplicables bajo la pluma del guatemalteco. El asunto se vuelve natural al saberse cuántos franceses se contaban en la Academia cortesiana. La fuerte presencia de los navarros en el primer círculo de amistades del marqués no ha sido totalmente explicada hoy. Pero constituye un hecho establecido. Esa inclinación de Cortés por Francia quizás esté ligada a una coyuntura que le hizo buscar la protección de Francisco I cuando el conquistador exploraba la pista de la independencia de Nueva España. Pero probablemente haya tras ese misterio francés un secreto de familia. En relación con su padre Martín. La presunción es fuerte al considerar que el padre de Cortés habla francés. Él es quien —recordémoslo—, en 1522, negocia directamente con Carlos V el nombramiento de Hernán al puesto de capitán general de Nueva España. Pero Carlos V, como sabemos, no habla ni latín, ni español; sólo se expresa en francés. La conversación debió llevarse a cabo necesariamente en francés. ¿Había algún intérprete o Martín Cortés de Monroy era francófono? La cuestión se vuelve apremiante al observar que Cortés cita el romancero Cata Francia, Montesinos (cf. supra Capítulo 5). El tema gira alrededor de un hijo que venga a su padre injustamente condenado al exilio. En el poema, la familia es francesa y el exilio, español. El hijo ya adulto emprende un viaje a París para castigar al traidor que, veinte años antes, había echado a su padre para ocupar su lugar. ¿Quién se esconde tras el rostro de Tomillas, “el enemigo mortal” cuyo palacio es el más bello de París? Presentimos que Cortés, de psicología muy de clan, ofrece una clave de su inverosímil determinación; su epopeya mexicana podría ser motivada por el deseo de vengar el honor de su padre. Pero ¿cuál fue la naturaleza del deshonor infligido? ¿Y cómo la francofonía constituye un remedio a esa humillación familiar? He ahí el misterio de esa ecuación de tres incógnitas: Medellín, París, México. El marqués del Valle, al término de su vida, sólo ha levantado una esquina del velo.
La última influencia destacable en la Historia verdadera es la de Antonio de Guevara. El Libro áureo de Marco Aurelio aparecido en 1528 sirve de filigrana a todo el relato de Cortés. Ya acreedor del franciscano por su personaje, le tomó prestado por añadidura su fondo de cultura antigua y su manera de transponer a la época actual las lecciones del pasado. La cultura del narrador de la Historia verdadera está toda ella contenida en el libro de Guevara. ¿Requiérese una prueba de ese parentesco? Todos los comentaristas se arrancaron el cabello para saber de dónde Bernal Díaz del Castillo había sacado su referencia de las “cincuenta y tres batallas de Julio César”.[282] La respuesta no tiene equívoco: Cortés se muestra como un buen lector de Guevara. En realidad, el franciscano habla de cincuenta y dos batallas.[283] El capitán general agregó una, de paso, la suya, la que libra escribiendo su Conquista de México como el emperador romano escribió su Guerra de las Galias. La prueba de la familiaridad de Cortés con la obra de Guevara también se cristaliza en el caso del “Campesino del Danubio”. El tema se popularizó gracias a La Fontaine, quien hizo de él una célebre fábula, que empieza por una frase ya proverbial: “No hay que juzgar a la gente por su apariencia”. El fabulista narra con su acostumbrado talento el emotivo discurso que un hirsuto y pobremente vestido germano declamó ante el Senado de Roma. Con su conmovedora elocuencia, el campesino del Danubio denunció el yugo de la ocupación romana. Luego, al final de su discurso, consciente de haber proferido una verdad que no era conveniente decir, tendió hacia los senadores su daga y su cuello y se ofreció en sacrificio. Lejos de ejecutarlo, el Senado lo ennobleció y llamó de vuelta a sus pretores en Germania.[284] Ese episodio, obviamente inventado, es puesto en boca de Marco Aurelio por Guevara, en el Libro áureo[285] y en El reloj de príncipes.[286] Y la Historia verdadera lo cita explícitamente;[287] pero Cortés desvió la moraleja de la fábula. Aprovecha para burlarse de un tal Miguel Díaz de Auz, de carácter pleitista, quien creyó obrar bien al actuar de nuevo la escena del campesino del Danubio ante el Consejo de Indias; después de haber hablado mal de Cortés, se tendió a los pies de los consejeros diciendo “Que muera si miento”. El Consejo de Indias —que quizá no había leído a Guevara— no apreció mucho la puesta en escena. Díaz de Auz fue expulsado de la sala de audiencias y condenado por todos los cargos de su juicio. Seamos claros. Citar la historia del campesino del Danubio demuestra que se ha leído a Antonio de Guevara. Así, Cortés finiquita la deuda con su gran inspirador.
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Uno de los rasgos de carácter más fascinantes de Cortés es su gusto por los archivos. No todos los jefes de guerra se molestaban por tal preocupación. Evidentemente, muy pocos son los que desean obrar como historiadores. En este caso, no hay la menor duda de que el marqués del Valle no haya dejado de transportar con él los archivos de su empresa conquistadora. Es gracias a ese tesoro piadosamente acumulado que la Historia verdadera pudo ser escrita: signatario de todos los contratos de su tropa, organizado para conservar copias de todos los documentos administrativos que ha generado, de todas sus cartas, de todas sus notas, Cortés estuvo en condiciones de reunir la inmensa documentación necesaria para la redacción de su crónica. El secreto de la fabulosa memoria de Bernal Díaz del Castillo reside naturalmente en las cajas de archivos del capitán general. Esta observación desemboca en una interrogación: ¿Procedió así Cortés en un afán de legalismo muy comprensible o se procuró los medios para poder algún día escribir —o hacer escribir— la historia de su epopeya? Recurrir a los archivos aparece, sea lo que fuera, como una prueba de seriedad y de credibilidad. Si exceptuamos las coqueterías del narrador que, en razón de su supuesta vejez, finge olvidar tal o cual detalle y si tenemos en cuenta las interpolaciones póstumas que, al margen, desvirtuaron algunas páginas del manuscrito original, la Historia verdadera prácticamente sólo da informaciones válidas, que pueden ser cotejadas con los archivos existentes hoy en día.[288] El testimonio reviste entonces la más alta importancia. Sin embargo, nos es imposible juzgar los silencios de Cortés: en su crónica, lo que dice es cierto, pero ¿qué parte de lo no dicho?
Bien vista, la Historia verdadera no carece de espíritu crítico; por un lado, es el género escogido por Cortés, y, por otro, el hecho de escribir en el ocaso de su vida autoriza al conquistador a hacer juicios sobre su propio actuar. El momento más conmovedor es probablemente el del ahorcamiento de Cuauhtémoc en la selva del Petén. Durante su expedición de Las Hibueras, Cortés había llevado consigo a los soberanos derrotados de la Triple Alianza, por temor a que organizaran una rebelión en México en su ausencia. En el transcurso del viaje, Cuauhtémoc le habría pedido al señor de Acalan, aldea perdida en la selva, masacrar a los españoles con la ayuda de los tres mil guerreros mexicas que marchaban con Cortés. El jefe de la Nueva España tomó entonces la decisión de ejecutar a los antiguos señores mexicanos. Jugando con el desdoblamiento de personalidad, Cortés le hace escribir a su narrador: “Y verdaderamente yo tuve gran lástima de Guatemuz y de su primo [el señor de Tacuba], por haberles conocido tan grandes señores… Y fue esta muerte que les dieron muy injustamente, y pareció mal a todos los que íbamos”.[289] Cortés, aquí, le cede la palabra a su remordimiento.
Sin ánimos de querer multiplicar los ejemplos, podemos constatar que la Historia verdadera está plagada de indicios que traicionan la personalidad de Cortés. Emerge por doquier, en cada página, ese amor por México, vibrante y palpable. Se trata en verdad de un amor muy particular, a la vez sensual e intelectual. No sólo el jefe de la Nueva España se conmueve ante los paisajes americanos, que van desde la languidez tropical hasta las infinitas estepas del altiplano, sino que siente espiritualmente admiración por los mexicanos que concibe como asociados y como aliados. Nunca como enemigos. ¿Quién más que Cortés podría ser ese conquistador fascinado por sus adversarios? No le alcanzan las palabras de alabanza para “el gran Montezuma” y los otros señores aztecas. No deja de admirar la valentía de los combatientes indígenas. Alaba cada vez que puede la belleza de las mujeres mexicanas. Todas las princesas indias dadas a sus capitanes son “hermosas”. Naturalmente, se lleva la palma doña Marina, de quien se hace mención más de un centenar de veces. Y los calificativos florecen bajo la pluma del conquistador; todos le rinden homenaje a su extraordinaria personalidad, hecha de femineidad y de “esfuerzo varonil”. “Jamás vimos flaqueza en ella”, escribe el narrador.[290] ¡Ése es el juicio de un hombre de guerra enamorado!
También podemos identificar la psicología cortesiana en el tono acerbo empleado hacia la Corona. El narrador no deja pasar la menor oportunidad para fustigar a Juan Rodríguez de Fonseca, el obispo de Burgos, quien fue presidente del Consejo de Indias y enemigo personal de Cortés. Diego Velázquez, gobernador de Cuba, tampoco se salva. Todos sus secuaces son duramente tratados, en particular Pánfilo de Narváez y sus hombres. También Francisco de Garay, quien intentó impugnar la soberanía de Cortés haciéndose nombrar gobernador de Pánuco, recibe un trato despectivo como esclavista e incompetente. Un soldado de base no pondría tanto orgullo en defender a su jefe, ni se sumergiría tanto en el juego del poder político.
Numerosos comentaristas, de hecho, tacharon a Bernal Díaz del Castillo de pretencioso: lo juzgaron vanidoso, a veces incluso petulante. Es exacto. De parte de un guerrero de rango, ciertas alusiones, ciertas notaciones pueden parecer excesivas. Digamos más bien que son incomprensibles. Pero si las reintroducimos en boca de Cortés, adquieren todo su sentido y su justificación. El deseo de eternidad que encierra la Historia verdadera es a la vez el del jefe de guerra que conoce el justo valor de sus hazañas y el del escritor que recurre a las palabras para pasar a la posteridad. Esta fe en sí misma, que va de la mano con una inalterable confianza en el juicio de la historia, ¿no es acaso la marca de la personalidad de Cortés?
Terminemos sacando al descubierto algunos guiños que nos envía el conquistador de México en sus memorias póstumas. Después del obituario, al final del capítulo CCVI —del que podemos pensar que Cortés había, en un momento dado, concebido como posible capítulo final—, figura un texto en el que el autor se revela. En él hallamos un sobreentendido bastante simbólico y una explícita confesión.
Y dos caballeros curiosos [que] han visto y leído la memoria atrás dicha de todos los capitanes y soldados que pasamos con el venturoso y esforzado don Hernando Cortés, marqués del Valle, a la Nueva España desde la isla de Cuba, que pongo por escrito sus proporciones así de cuerpo como de rostros y edades, y las condiciones que tenían, y en qué parte murieron y de qué tierra eran, me han dicho que se maravillan de mí que cómo a cabo de tantos años no se me ha olvidado y tengo memoria de ellos. A esto respondo y digo que no es […] de maravillar de ello, pues en los tiempos pasados hubo grandes reyes y valerosos capitanes que andando en las guerras sabían los nombres de sus soldados y los conocían y los nombraban, y aun sabían de qué provincias o tierras o regiones eran naturales, y comúnmente eran en aquellos tiempos cada uno de los ejércitos que traían de más de treinta mil hombres, y dicen las historias que de ellos han escrito que Mitrídates, rey de Ponto, fue uno de los que conocían a sus ejércitos, y otro fue el rey Pyrrho, rey de los Epirotas […] También dicen que Aníbal, gran capitán de Cartago, conocía a sus soldados, y en nuestros tiempos el esforzado y gran capitán don Gonzalo Hernández de Córdoba conocía a todos los más soldados que traía en sus capitanias; y así han hecho otros muchos y valerosos capitanes; y más digo que si como ahora lo tengo en la mente y sentido y memoria, supiera pintar y esculpir sus cuerpos y figuras y talles y maneras y rostros y facciones, como hacía aquel muy nombrado Apeles, o los de nuestros tiempos Berruguete y Micael Ángel, y el muy afamado Burgalés, que dicen que es otro Apeles, dibujara a todos los que dicho tengo al natural, y aun según cada uno entraba en las batallas y el gran ánimo que mostraban. Y gracias a Dios y a Nuestro Señor Jesucristo que me escapó de no ser sacrificado a los ídolos y me libró de muchos peligros y trances para que ahora haga esta memoria y relación.[291]
Aprovechemos la oportunidad para levantar el velo de un pequeño misterio que ha sabido resistir a todos los comentaristas desde hace siglo y medio. En la lista de artistas contemporáneos propuestos por el narrador, se inscriben tres nombres: Berruguete, Miguel Ángel y el afamado Burgalés. ¿Quién es ese maestro de la pintura del siglo XVI, aquí elevado al rango de los más grandes pero que sin embargo permaneció desconocido, que a Cortés le bastaría con designar como “nativo de Burgos”? Se trata, de hecho, de un error de copista.[292] Hernán había escrito el afamado Borgoñes, nombrando así a Jean de Bourgogne o Juan de Borgoña, también llamado el Borgoñés. Gran maestro del Renacimiento, ese pintor francés fue el discípulo de Pedro Berruguete, del que terminó algunas obras en la catedral de Ávila. Más tarde, destacó por su trabajo en la catedral de Toledo, particularmente por los quince frescos dedicados a la Virgen que pintó en el salón capitular. Cortés, quien habitó Toledo en 1528, no dejó de ser sensible a la finura de ese artista que tenía el don de idealizar la belleza de sus modelos y que incluyó merecidamente en su muy corta lista de grandes pintores de su época.[293]
Al explotar su metáfora de la pintura, observamos que Cortés sólo cita un artista de la Antigüedad, Apeles, que vivió en el siglo IV a. C. Tras ese nombre existe sin duda alguna un mensaje subliminal. Primero, porque Apeles fue el pintor oficial de Alejandro Magno, el único autorizado para realizar su retrato. Cortés eligió su esfera social: ¡los grandes de este mundo! Luego, Apeles cristaliza una paradoja: mientras es considerado como uno de los mejores pintores de todos los tiempos, ¡no se conoce ninguno de sus cuadros! De su obra sólo poseemos descripciones literarias que nos fueron entregadas por medio de Plinio el Viejo, Ovidio y Luciano de Samosata. Comprendemos que Cortés se haya interesado por ese caso particular: la vida de Apeles lo confirmaba en su idea de que la perennidad pasa por lo escrito. Una anécdota también pudo haber llamado la atención del conquistador. Cuando Alejandro le encargó a Apeles pintar el retrato de su amante Campaspe, descubrió que el pintor se había enamorado de su modelo. Alejandro le ofreció a su amante pero se llevó el cuadro; así canjeaba la efímera belleza por la eternidad del arte. Con más seguridad, es otro cuadro el que aguijoneó la sensibilidad de Cortés: La calumnia. Después de la muerte de Alejandro Magno, Apeles se había marchado a Egipto, donde se unió a la corte de Tolomeo. Un día, Apeles fue denunciado al soberano por un pintor celoso, de menor talento. Primero enviado a prisión, Apeles fue indultado más tarde; el rey reconoció la calumnia y condenó al acusador a convertirse en esclavo del pintor. Apeles aprovechó la ocasión para inventar un nuevo género en pintura: la alegoría. Fue así como se puso a pintar La calumnia, donde varios personajes encarnaban conceptos: la calumnia por supuesto pero también la verdad, el remordimiento, la seducción, el engaño, la envidia o la venganza. La calumnia de Apeles inspiró a dos grandes pintores de la época de Cortés: Botticelli y Durero. Fue probablemente por ellos que el marqués del Valle veneró a Apeles, tan emblemático de su propia vida; en ese pasaje en que el narrador de la Historia verdadera se pinta como retratista, se pinta, gracias a Apeles, como retratista calumniado.
Pero la revelación de la identidad del narrador se vuelve casi explícita en la comparación con los grandes jefes de guerra que conocían el nombre de sus soldados. Es bastante placentero ver con qué aplomo Cortés se presenta como el alter ego de Mitrídates, de Aníbal o de Fernández de Córdoba.
Con ese lúcido orgullo que lo caracteriza, Hernán sabe que ha entrado en la historia y nos lo hace saber. En las últimas líneas. A hurtadillas. A manera de firma alegórica.
Un poco más adelante, al final del capítulo CCXII B del Manuscrito de Guatemala, el narrador suelta la pluma para escribir el siguiente párrafo:
Para escribir sus hechos tuvo extremados coronistas, y no se contentó de lo que de él escribieron, que el mismo Julio César por su mano hizo memoria de sus Comentarios de todo lo que por su persona guerreó, y así que no es mucho que yo escriba los heroicos hechos del valeroso Cortés, y los míos, y los de mis compañeros que se hallaron juntamente peleando.[294]
Se trata de otra confesión. Cortés se desdobla con habilidad: se expresa en primera persona en tanto que escritor y habla de sí mismo en tercera persona en tanto que hombre de guerra. Nos dice discretamente que no se conformó con la crónica de Gómara, que sin embargo “se extremó”; tomó la pluma para estar seguro de escribir la historia a su conveniencia. Como Julio César redactando él mismo su Guerra de las Galias. La comparación es límpida: se asemeja a una confidencia, escogida para romper el muro del anonimato.