UN CABITO DE LÁPIZ

 




–Condenados escuincles. Ora sí se pulieron. En vez de que me dejaran todo esto limpio, hicieron más batidero. En su casa sus madres no les permiten echar confeti porque es bien difícil de barrer; pero ¿qué tal aquí? Claro, qué les importa, si al fin la que se amuela soy yo…

Tan áspero como la voz de Loreto es el ruido de la escoba de varas que ella frota contra el piso de cemento. Unas gotitas humedecen su rostro. Se detiene para mirar el cielo:

–Está espeso. Me tengo que apurar —dice y retoma el trabajo. No sólo quiere desprender los papelitos de colores que empiezan a pegarse en el suelo húmedo: ansía despojarse de la tristeza que siente cuando piensa que durante dos meses estará sola en la escuela, sin ver a los niños. Sonríe con amargura pensando en los muchos que cada año se van, en los pocos que vuelven a visitarla.

Loreto se inclina para meter en una bolsa de plástico un montón de papeles sucios, resto de la fiesta con que los niños celebraron el último día de clases. Entre los desperdicios descubre un cabito de lápiz: tiene la goma rota, mordida. Lo guarda en la bolsa de su delantal pensando en una cara triste, en unos ojos asustados.

–Condenados escuincles —dice Loreto. Voy a ver si no me dejaron alguna ventana abierta…

La conserje echa la bolsa de plástico en el tambor gigante que ostenta pedazos de un letrero: “Ponga la basura en su lu…”. Entra en el edificio. Todo está silencioso, quieto. A la entrada de la dirección el Westclox carece de sentido. A partir de este día andará ocho semanas en un tiempo sin tiempo, sin prisa, sin gritos. Andará en el vacío.

Al pasar rumbo a los salones de primer año Loreto mira la bandera, enjuta dentro de la vitrina. Los padres de la Patria, recortados y prendidos sobre un tablero de corcho, no verán celebradas sus hazañas en las voces de los niños que, durante las ceremonias escolares, se debaten entre la timidez, el miedo y los flashes de las cámaras que sus padres manejan ansiosos de congelar esos instantes: “En el norte, Francisco I. Madero…”.

La conserje sube las escaleras lentamente, pegándose a la pared, como si temiera que la arrollara el tropel de niños ansiosos por llegar a la cooperativa. Nadie le estorba, no hay nadie: ni siquiera su sombra. Se detiene junto a la ventana. Mira el patio. Al fondo está el pirú gigante —lo llama “Pablo”—, que fue empequeñeciéndose conforme creció la escuela de paredes amarillas. Sus ramas no se mueven. Se arrastran, cavilando, sin sombra. “El cielo está bien espeso” —murmura Loreto, sobresaltada por el eco que responde a su voz.

La puerta del segundo “A” está abierta. Lo llena una luz blanca. Al mirar el pizarrón vacío lo califica, sin saber por qué, de ignorante. “Somos igual de burros”, dice la conserje y toma asiento en la primera banca. La sensación de culpabilidad la inunda. Sabe que debería estar barriendo el patio. Para justificarse amarra con fuerza la toalla luida con que se cubre la cabeza: “El lunes me pinto el pelo, al fin que los chamacos no vienen”.

Loreto quiere alegrarse, disfrutar de su libertad, pero no puede hacerlo. La lluvia cae diagonal sobre los cristales. Se ve a sí misma, muchos años atrás, dibujando bastones en un salón de clases al que jamás volvió. Recuerda a su maestra Aurora, olorosa a jabón, mortificada por la incapacidad de Loreto para aprender: “Es la segunda vez que te hago la prueba de lenguaje y me sales con lo mismo”. Una angustia antigua, supuestamente olvidada, crece en el pecho de Loreto. Se mete la mano a la bolsa y encuentra el lapicito. Lo saca. Lo muerde. No es ya una niña temerosa: es una mujer que tiene miedo de no pasar la prueba de la soledad.