En pantalón, con el torso descubierto, Rafael permanece inclinado sobre el lavadero. Se talla el pecho y las axilas con una barra de jabón oscuro. Teresa lo observa mientras sostiene una ollita de aluminio entre las manos:
–Ay Rafa, no te vaya a dar una pulmonía…
–Pos ni modo, si me da, me dio… Ándale échame l’agua, pero trata de que… —el hombre no termina la frase: el agua fría le corta la respiración—: con un carajo, pero si está helada.
–Ni modo de calentártela, Rafa. Ya me queda re’bien poquito gas. Órale, sécate corriendo, no te vayas a enfermar. ¿Dónde dejaste la camisa?
–Oh, yo sabré. ¿Ya está el desayuno?
–No más faltan las tortillas, pero Cuca no puede ir porque l’está dando de comer al niño —responde Teresa, que desde noviembre tiene como huéspedes a su hija mayor y al nieto que nació sin padre y con el estómago delicado. ¿Será que mande yo a Darío?
–Pos mándalo. A su edad yo ya sabía atravesar una calle —contesta Rafael, resoplando para vencer el frío que lo hace entrechocar los dientes.
–Darío, Darío: ven rápido —grita Teresa en dirección al cuarto donde su hijo menor dobla el catre de tijera sobre el que duerme. Agarra la servilleta y vete volando a la tortillería. Me trais aunque sea dos pesos, pero rapidito, hijo, que a tu papá ya se le hizo tarde. Te fijas bien en el cambio y cuando atravieses la Vía Tapo t’esperas a que no vengan camiones. Ah, no te vayas a entretener con los chamacos, como haces siempre, porque me la pagas. Órale, pícale. Cuidado con los camiones. ¿Oíste, orejón?
Darío es el más pequeño de la familia, pero no es ni el consentido ni el más bonito. Nació borrado. Su único rasgo distintivo son las orejas que parecen aún más grandes en contraste con su carita pálida y delgada. Esa característica es el origen del mote con que lo llaman sus amigos: Dumbo. De seis años, calzado con los zapatos de su primo de nueve, Darío avanza con dificultades entre los alteros de chatarra, basura y escombros que hay por todas partes. A su paso se levantan nubecitas de polvo: el incienso que señala el camino de un ángel nacido en la pobreza.
Mientras se encamina a la tortillería, procura inútilmente ordenar en su cabeza las instrucciones que le dio su madre: “Dos pesos de tortillas y te fijas bien en el cambio”. A sus espaldas escucha el rumor de los chimecos en su eterna y agresiva lucha. “Y tienes cuidado al atravesar la Vía Tapo.” Darío no levanta los ojos: mira el camino, tan gris como el cielo, que alguna vez fue azul.
De pronto, al dar vuelta a la esquina, tiene que detenerse. Donde antes no había nada hoy se levanta una carpa roja. Frente a ella están tres camellos tomando el sol. Darío se vuelve como para reconocer el rumbo. Es la misma avenida de siempre: allí están la miscelánea Vera, la vulcanizadora Rocky, el salón de belleza D’Marcel, el puesto de jugos y el bache donde hace poco se cayó su tío Hilario y se rompió una pierna. Seguro de que está en la calle de todos los días, el niño avanza en dirección a los animales. Él —dueño de un gallo, un perro, dos conejos, tres gatos, dos pollitos— no puede resistir la tentación de acercarse a las bestias que cargan sobre la espalda una montaña.
Darío da la vuelta para ver de frente los ojos oscuros, los perfiles enérgicos, los hocicos rumiantes, pero sobre todo las jorobas que él quisiera tocar. Duda un minuto, dividido entre la curiosidad y el miedo.
–Épale, chamaco, no te acerques. No sea que vayan a darte un susto esos animales —dice uno de los empleados del circo que esa misma mañana se instaló en la colonia. La frase sobresalta a Darío que recuerda las palabras de su madre: “Y no te me vayas a entretener como haces siempre, porque me la pagas”.
–Híjole, mi papá… —exclama Darío y sale disparado rumbo a la tortillería. Todo es inútil: desde lejos mira una cola formada por mujeres que conversan a la puerta de Las Gordas. Triste, lloroso, el niño se encamina a su casa, donde sabe lo que le espera.
–Pero fregadísimo ¿dónde demonios estabas? —grita Teresa, que ha tenido que soportar el enojo de Rafael, dispuesto a irse al trabajo “sin un pinche taco en la panza”.
El niño no responde. Se adosa a la pared, abre los ojos enormes cuando ve que su padre se aproxima, dispuesto a golpearlo. Siente la mano fuerte que lo toma de los cabellos y lo arrastra hacia el interior de la habitación.
–Infeliz chamaco ¿qué no le dijo su madre que tengo prisa? Pos ora lo verá. Ora sí no se me escapa —grita Rafael golpeándolo fuertemente en los brazos, el rostro, la espalda.
–¿Y las tortillas? —pregunta Teresa, cuando ve que el niño tira la servilleta.
–Había harta cola. Jefa, dile que no me pegue —gime el niño, procurando salvarse del castigo.
–Me voy ahorita, pero te advierto, cabrón, que cuando regrese me las vas a pagar —Rafael se acerca al clavo del que cuelga su chamarra y se dirige a la puerta, pese a las súplicas de Teresa:
–No hagas coraje, Rafa. Aunque sea sin nada, cómete los frijolitos. ¿Viste lo que haces por burro? —dice, volviéndose hacia su hijo, que llora sofocado por el dolor y el pánico. ¿Por qué demonios te tardaste?
–Es que yo… ay, es que…
–¿Es que qué, a ver; es que qué? —pregunta Rafael, volviéndose otra vez amenazante hacia su hijo. El niño corre, se pone tras la mesa y grita:
–Estaban tres camellos…
–¿Tres qué? —preguntan casi al mismo tiempo Teresa y Rafael. Éste descarga un manotazo y grita—: Camellos te voy a dar cabrón, pero cuando regrese. Me cai que te vas a acordar de mí…
Rafael sale dando un portazo. Desearía encontrarse a un enemigo, un perro terco, cualquier persona sobre la cual descargar la furia que producen el hambre y la contrariedad de saber que llegará tarde al trabajo. Sube por Carmelo Pérez y de pronto, al dar la vuelta a la avenida, se detiene: allí están, junto a la carpa roja, tres camellos tomando el sol. Quiere alejarse pero no puede: le fascinan esos animales que dan lengüetazos para alejar las moscas. “Mira mamá, camellos”, dice una niñita que pasa con su madre. La voz le recuerda a Rafael el llanto de su hijo. Desearía volver a su casa y disculparse o por lo menos librar al niño del peso de su amenaza. No hay tiempo: el camión aparece, lo aborda, se abre paso en el pasillo atestado. Lo oprimen las gentes y un tristísimo sentimiento de culpa. Se vuelve y mira el reloj de su vecino:
–Híjole, las diez —murmura. Piensa en la excusa que dará esta vez al jefe de piso. “Si le digo que se me hizo tarde por ver a unos camellos creerá que estoy loco…” Entonces recuerda con amargura el llanto de su hijo.