Nuestra calle en Tacuba no era modelo de urbanismo. No había casas con los muros enteros, ni pared sin cuarteadura, ni puerta en su sitio, ni ventana con los vidrios completos o relucientes. Entre la esquina del Viudo —como llamábamos al propietario del estanquillo oscuro y maloliente— y la panadería Puerto de Palos sólo era posible hallar remedos de vivienda y entre ellos pedacitos de dignidad humana, sonrisas chimuelas, saludos con tufo alcohólico, rostros y cuerpos marcados por la señal de la miseria. Desde luego en ese tramo tan corto no faltaban las historias de amor, violencia y celos.
Y allí, entre la esquina del Viudo y la panadería Puerto de Palos, apareció una mañana una mujer toda vestida de blanco. Alta, corpulenta, pálida como las mantillas y los ropajes que la cubrían de la cabeza a los pies, nadie se atrevió a interrogarla para conocer su procedencia o su nombre. Durante varios días la contemplamos a distancia. Tras las ventanas y desde los umbrales nos hacíamos cruces ante su primer milagro: su larga túnica no se ensuciaba con el lodo de los charcos. Aquella presencia radiante y pulcra nos hizo sentir un poco avergonzados de nuestra apariencia, que por vez primera nos pareció miserable.
De alguna manera había que llamar a la recién llegada. Le pusimos “la mujer de blanco”. Ella no se instaló en ninguna de las vecindades de nuestra cuadra. Al otro lado de la caseta de ferrocarriles estaba una casa de cantera, única en el barrio. Deshabitada durante muchos años, tuvo una leyenda que al fin quedó reducida a la palabra “intestado”.
“La mujer de blanco” fue a vivir allá, acompañada por su única sirvienta: Catalina Buenrostro. Su cuerpo era de proporciones regulares, pero su cabeza parecía la de una muñeca pegada a un tronco humano. Sobra decir que su apellido nos causaba risa.
Desde las siete de la mañana hasta las siete de la noche —hora en que iban o regresaban de la iglesia— el afán piadoso de aquellas mujeres era incontenible. Catalina se limitaba a oir los sermones que su patrona pronunciaba ante los borrachitos, ladrones, pleitistas y amancebados a los que pretendía moralizar a toda costa. Sus esfuerzos no apartaron a nadie del mal camino, pero en cambio sirvieron para que mucha gente se sintiera triste y pecadora: culpable.
Si los adultos inquietaban a “la mujer de blanco”, los niños éramos el motivo de su mayor interés. En las primeras vacaciones escolares Catalina nos avisó que su patrona nos invitaba a unas clases de catecismo. Acudimos, ansiosos de conocer a la santa. Fuimos recibidos en un corredor, separado del resto de la casa por altas puertas verdes. Conforme íbamos entrando, Catalina nos seguía en cuatro patas para limpiar las huellas que nuestros pies dejaban sobre el piso de cemento, brillante a punta de jabón y cepillo.
Las puertas verdes nunca se abrieron y aunque estirábamos el cuello para ver más allá de su altura, nunca pudimos descubrir sino un rectángulo de cielo. Esto nos decepcionó. Las historias de pastorcitos y grutas milagrosas terminaron por aburrirnos; el capítulo de la multiplicación de los panes y de los peces nos pareció un cuento: sabíamos que frente al hambre Dios ya no hace milagros.
Algunos niños empezaron a faltar a las clases de catecismo. Temerosa de que se produjera una desbandada total, “la mujer de blanco” ordenó a Catalina que al fin de cada sesión nos obsequiara un pan blanco o un puñito de dulces comprados, por kilo, en la mesa de “recortes” de la Larín. Esto nos estimulaba para aprender mandamientos, virtudes teologales, castigos y recompensas en el otro mundo.
Terminaron las vacaciones. “La mujer de blanco” organizó un concurso entre los fieles a su clase de catecismo. Salimos ganadores dos niños y dos niñas. Francisco, un muchachito semiparalítico, fue descalificado porque al preguntarle cuáles eran las virtudes que debíamos oponer a los enemigos del alma contestó: “Contra soberbia, humildad; contra lujuria, castidad; contra ira, templanza; contra gula, ¡comer!”.
El premio a nuestro esfuerzo iba a ser una merienda en el comedor de “la mujer de blanco”. El día de la celebración todos aparecimos con la cara, los codos y las rodillas limpias. Esa tarde Catalina nos siguió, siempre en cuatro patas y con el trapeador en la mano, más allá de las puertas verdes.
El patio era inmenso, con una fuente en medio. En su centro, piedras y caracoles simulaban una montaña sobre la cual resplandecía una cruz blanca. Avanzamos por los pasillos, inundados por el aroma de la canela. Todas las puertas de las habitaciones con vista al patio estaban cerradas, menos una: llevaba al comedor.
En la habitación de techos altísimos todo era blanco: los tapices de las sillas, los esquineros, el mantel, los platos y las tazas que estaban sobre la mesa. Entre nosotros se levantó un rumor cuando vimos una alacena opuesta a la ventana. Allí, en barrilitos, tarros y frascos de cristal había toda clase de frutas en conserva: higos, guayabas, tejocotes, membrillos, manzanas. Todos sentimos la misma felicidad, los mismos deseos incontenibles de gritar, de hundir las manos en los almíbares espesos, de morder las pulpas saturadas de miel.
Catalina indicó que nos sentáramos. Lo hicimos en silencio. Entonces apareció “la mujer de blanco”. Nos saludó con mucha cordialidad, hizo una seña a su sirvienta, que al minuto regresó llevando entre los brazos una gran dulcera transparente. Con una cuchara, también de cristal, fue vertiendo en los platos raciones de fresas en almíbar. Al comer aquellas frutas enteras, rojas, húmedas, reventando de miel, los elegidos realizaríamos la comunión con la felicidad.
De pie junto a la cabecera de la mesa, nuestra anfitriona nos pidió que aguardáramos unos minutos: “Quiero que sepan que fue el Niño Jesús quien los trajo hasta aquí. Solito, desnudo en su lecho de paja, necesita de todo nuestro amor. ¿Quieren decirle al Niño cuánto lo aman?”. La dicha próxima nos hacía generosos, vehementes. Proferimos un “sí” violento. “¿Cómo se le demuestra amor a quien para lavar los pecados del mundo padecerá torturas y escarnios? No con incienso, ni oro, ni mirra, sino con sacrificios. Ustedes, ¿serían capaces de sacrificarse por el Niño Jesús?” “Sí”, repetimos, menos entusiastas y ya impacientes. “Bueno, pues quiero que hoy le ofrezcan un sacrificio muy hermoso: en vez de ceder al deseo de tomar esas frutas, vamos a devolverlas a la dulcera y a decir: Niñito Jesús,/ Cordero de Dios, haz tu nidito/en mi corazón.”
Casi con lágrimas en los ojos, uno por uno fuimos devolviendo las fresas a la dulcera que Catalina sostenía con gesto heroico: uno por uno salimos de la casa. Esa noche los seis elegidos comulgamos con el más vivo sentimiento de odio.