Temprano por la mañana Alicia llamó para reportarse enferma. “No tiene nada, pero como es día de la madre, no quiso trabajar”, comentó la dueña del restaurante. Luego me advirtió que debería suplir en la caja a mi compañera. El cambio no me disgustó: era mucho más descansado que esperar largos minutos junto a las mesas antes de que las familias se pusieran de acuerdo para darme la orden.
Debe de haber sido la una y media cuando llegaron. Lo recuerdo bien porque cuando entraron la risa del hombre —fuerte y aguda— me hizo volverme hacia la puerta. Él iba delante, con su hijo. Los seguían su mujer y una niña. Eran idénticas o al menos sus rostros denotaban el mismo sentido de responsabilidad.
–Sentémonos en esta mesa. Le da el airecito de la calle. Además, como está junto a la caja no tendremos que esperar horas para que nos traigan la cuenta —la madre se interrumpió al ver que yo la observaba. Me sonrió, cohibida. Pliegues muy gruesos se formaron en el ángulo de sus ojos, en las comisuras de sus labios.
–Todavía no comemos y mi mamá ya está pensando en pagar —dijo la niña, a la que llamaban Araceli. Su hermano Eduardo rio. Impaciente, la madre alargó la mano y retiró un mechón que ensombrecía la cara de la niña.
–Te dije que te pusieras un pasador para que no se te caiga el pelo en la frente. ¿No ves que se te calza? —la niña hizo un gesto de contrariedad. Su hermano se apresuró a murmurarle—: “Por tu culpa siempre nos regañan”. El hombre, a quien su esposa llamaba Rafa, iba a intervenir, pero guardó silencio ante la aparición del mesero:
–¿Algún aperitivo?
El “no” que pronunció la madre quedó sepultado por la respuesta de Rafa:
–Déjeme ver la carta de vinos nacionales —al sentir la mirada reprobatoria de su esposa, se volvió a explicarle—: caray, madre, es tu día… Me dijeron de uno que está saliendo bueno.
–Cómo no. ¿Una botellita de tinto? —el mesero se alejó. Los niños observaron a su padre como si hubiera realizado una hazaña. Su esposa se inclinó para decirle:
–Ay Rafa, pero si nunca tomamos. ¿Para qué pediste una botella? Ni nos la vamos a terminar.
–¿Entre los cuatro? Me canso de que nos la acabamos.
–¿Los niños también van a tomar?
–Claro que sí. No tiene nada de malo. En Europa los chamacos toman igual que los grandes y eso no quiere decir que vayan a ser borrachos. Además, con este calor, se antoja.
–El vino rojo no me gusta; me da dolor de cabeza —afirmó la madre, abanicándose con la servilleta.
–Una vez mi tío Pepe me dio a probar de su copa y sentí cosquillas en las mandíbulas y la lengua rara —Eduardo se emocionó y estiró los pies bajo la mesa, como para abarcar mejor la antigua sensación.
–Niño, estáte: me vas a romper las medias.
–Ay, ma, con este calor no sé cómo las aguantas —dijo Araceli en tono adulto.
–La niña tiene razón. Además, ya ni se usan… —aseguró Rafa.
–Ay, tú qué sabes… —en labios de la madre el tono ligero pareció un reproche.
–Ahora que estuve en Nueva York me fijé y casi ninguna mujer traía… Bueno, no es que nada más ande viendo, pero bueno… —concluyó el marido, buscando alguna complicidad en la mirada de su hijo, que sonrió inquieto.
–Otras mujeres no las usarán, yo sí. Cuando no traigo medias siento como si estuviera desnuda. Sabes que ni siquiera me pongo faldas cortas, aunque estén de moda.
Rafael se llevó la mano a la cabeza y sonrió de manera tan enigmática que inquietó a su mujer.
–¿En qué piensas?
–Luego les cuento —dijo el hombre al ver que el mesero servía el vino—; joven, de una vez vamos a ordenar. Mire, primero tráiganos un entremés ranchero, grande. Luego cuatro tampiqueñas. Es la especialidad —explicó a sus hijos.
–¿No será mucho, Rafa? Acuérdate que luego estas criaturas dejan toda la comida. ¿Por qué no pedimos tres carnes para los cuatro? — Araceli y Eduardo hicieron tal gesto de disgusto que la madre se retractó enseguida. ¿No quieren? Bueno, pero se la terminan, que conste.
–No se apure. Si dejan algo se los envolvemos para que se lo lleven —propuso el mesero. La mujer sonrió más tranquila.
–Oye, pa, ¿qué nos ibas a contar? —Araceli se acodó en la mesa, fascinada por el brillo en los ojos de su padre.
–Ah, sí. El mero día en que nos íbamos a venir para acá nos tocó ver un desfile precioso. Puras chamacas como de dieciocho, veinte años, y todas igualitas: de la misma estatura, mucho muy bien formadas. ¿Te sirvo más vino?
–No, espérate a que me termine esta copa. A los niños ya no les des. Me da miedo que vayan a vomitar…
–Ay, ma, deja que nos cuente. Y las muchachas ¿cómo iban vestidas? —preguntó Araceli.
–Todas iguales: de blanco. Con unos trajecitos bien cortos que apenas les tapaban las… –Ay Dios Santo ¿Y por qué te acordaste de eso ahora? —preguntó rápidamente la esposa, como si quisiera dar el tema por terminado.
–Por lo que dijiste, de que no te gusta la falda corta. Es cierto que no a todo el mundo se le ve bien, pero a aquellas chiquitas… ¿Qué pasó? ¿Les gustó el vino? —preguntó el hombre con un entusiasmo que le abrillantaba la piel.
–Al principio me supo feo, pero ya me gustó —dijo Eduardo.
–Te sirvo más —Rafael no esperó la respuesta. Mientras vertía el vino continuó su relato—: imagínense lo que era ver a todas aquellas nenas moviéndose al mismo tiempo, dando maromas, haciendo pasos de baile, gritando sus porras bien afinaditas… Una cosa fantástica. Bien profesionales… y conste que eran muy jovencitas —agregó, como si las viera alejarse en la distancia.
–Mi mamá también es joven —dijo Araceli, sin saber por qué.
–Ah, claro que mi gorda es a todo dar —afirmó Rafa, acariciando el hombro de su esposa. Por cierto que mero adelante iba su jefa, la estrella, digamos. Era alta, con un cuerpazo que qué bruta. Traía su gorro con plumas y un vestido brilloso, pegadito, de un color muy especial. ¿Cómo les diré? Pues creo que era azul —concluyó el hombre, como si se quitara un peso de encima. Pero de un azul que nunca he visto.
–Será como el de mi vestido nuevo —dijo la esposa casi con desesperación. Su marido pareció despertar de un sueño. La observó largamente, en silencio, y al fin dijo:
–No, tú nunca has tenido un vestido así —todos callaron. La mujer fue doblegándose, envejeciendo paulatinamente. La sentí sufrir. Había en su rostro tanta tristeza, tantos años de privaciones y rutina, que si hubiera tenido valor para hacerlo habría abandonado mi sitio para abrazarla y decirle muy quedito: “Felicidades, mamita querida…”.