A la memoria de Salvador Sánchez:
campeón [1982]
Lo peor era en las noches porque le entraban una especie de ansias. Y lo sentía moverse: “¿Qué te pasa?”. Pero él ni media palabra. Luego, más al rato, cogía el cigarro. “No fumes con el estómago aislado. ¿Qué no ves que te hace daño?” Y entonces mejor me ponía a hacerle unas hojas, un café ralo.
Al principio el pobre Agapito no lograba dormir por los dolores. Me contaba: “Haz de cuenta que tengo lumbre en toda la espalda y abajito de la cintura”. “Pos no vuelvas a ese trabajo. ¿Qué fuerza es?” Él se me quedaba mirando como diciéndome: “Qué bruta eres. Estás viendo la tempestá y no te hincas”. Y con todo y que en las noches ni gota de dormir, tempranito se iba. A veces me quedaba en la puerta, devisándolo. No me metía a la casa hasta que de plano no le miraba ni un pedacito del saco aquel, colorado.
El saco lo compramos para la boda de mi hermana Rosa. A mí nunca me gustó, pero a él… Fue el último que tuvo, como quien dice, porque luego ya ¿con qué íbamos a comprar nada? Mucho tiempo fue su lujo. “Pareces retrato, Agapito”; pero ni por ésas se lo quitaba.
Desde que entró en este trabajo, cambió. Se volvió más callado, nervioso. Y lo peor era eso de que no dormía. “Será por los dolores de espalda”, pensaba yo. Como hombre, dejó de atenderme. En las noches, más por él que por mí, me le arrejuntaba. Agapito nomás se iba pa’lotra orilla de la cama como diciendo “Estáte quieta, Rosario”. Conociendo a un hombre se saben sus motivos: “No es por una mujer: es otra cosa”. Luego, si estaba dormido, de repente le venían unos sudores. Como por febrero tuvo la primera pesadilla: “Soñé que me caía desde arriba hasta los meros cimientos…”.
Compró el saco rojo para ser padrino en la boda de mi hermana Rosa. Podía hacer el gasto porque entonces estaba trabajando en muebles La Cumbre. Un compañero le vendió el saco en abonos. Estábamos bien. Pero todo cambió el día en que tronó esa fábrica. Sin trabajo y con la subida de precios, nos comimos los pocos centavitos que teníamos. Luego empezamos a vender sus cosas: primero la esclava de plata, después el tocadiscos que era su ilusión. Todo se acabó.
Lo único que guardó fue su saco rojo, como de terciopelo. Se lo ponía siempre que iba a ver algún trabajo. Y cada vez que regresaba, sin chamba ni nada y con la pena de haber gastado en pasajes el poquito dinero que teníamos, se me figuraba que él estaba más viejo y el saco más gastado y palidito.
Su hermano Ciro le encontró una chamba en la misma obra donde él está. Salario mínimo y un trabajo muy pesado: subir y bajar costales de cemento y de arena, montones de ladrillos. Le digo que mucho tiempo estuvo quejándose de los dolores de espalda pero nunca me dijo la verdad. Si me enteré de que le tenía miedo a lo alto fue por aquellas pesadillas. “Siempre sueño lo mismo: que me caigo hasta donde están los cimientos… Caigo tan despacito que alcanzo a ver las caras de los otros compañeros mientras platican, trabajan, hacen lumbritas. Me ven irme pa’bajo y no me agarran…”
Una tarde llegó a la casa muy triste. No quiso decir por qué. A la noche tuvo unas bascas terribles, amarillas. “Es espantoso”, me dijo doña Victoria. Entonces supimos que Agapito estaba impresionado porque Marcial Herrera, su amigo, se mató. “Lo vi cuando iba subiendo con un bote de mezcla, perdió la pisadita y se cayó… Iba a decirme algo y ya no pudo…” Mientras lo estaba contando yo lo miraba. Estoy segura de que los dos pensamos en sus pesadillas.
Entonces sí me entró la apuración. “Deja ese maldito trabajo. ¿Qué nos ganamos con que traigas centavos a la casa si pareces condenado?”, le dije muchas veces. Pero Agapito se me puso flaco, con unas ojeras negras que lo hacían verse muy mayor.
“Ahorita que no hay nada en ninguna parte y que todo está tan caro ¿quieres que deje la chamba? Estás loca, y menos me voy a salir no más porque no me gusta andar en la altura…” “Pero ¿quién va a saber por qué te sales? Es más: no digas nada, pero ya no regreses a la obra.” Imposible convencerlo. Y creo que como malició lo que pensaba me prohibió hablar con su hermano Ciro. Si lo hubiera desobedecido, Agapito estaría conmigo.
Odiaba su trabajo y al mismo tiempo no podía pensar en otra cosa. A veces íbamos a dar una vueltecita y me llevaba a que viera la obra. Un edificiote, una enormidá. Con todos los fierros salidos, con hartas varillas levantadas, hasta me dio como miedo. Cuando vi la escalerita de tablas por donde Agapito subía me sudaron las manos de horror. Pero no le dije nada. Nomás lo agarré del brazo y se lo sobé, como para quitarle una manchita del saco.
Después de que se murió Marcial Herrera, a Agapito le agarraron más fuerte las pesadillas. Ya ni quería dormirse y dejábamos la luz prendida toda la noche por si acaso. Yo misma me impuse a quedarme despierta y agarré la costumbre de planchar en la noche. “Duérmete ¿para qué trabajas a estas horas?”, me decía. Es mejor porque está fresco. Con el sol se calienta el techo de lámina y se me hace qu’estoy en el infierno cuando plancho…
Cada uno andaba con su apuración, con su miedo. “¿Sabes en qué piso estamos trabajando?”, le dio por preguntarme casi a diario. Una vez era en el treinta, otra el treintaiuno y así, siempre pa’rriba, pa’rriba; hasta que se cayó, como en sus sueños.
Ayer lo enterramos. Lo vestí con su saco de terciopelo. No era tan rojo como su sangre.