OBJETOS PERSONALES

 




1

Celia no escucha las palabras de quienes han ido a consolarla. El cerco de amistad la protege contra un dolor que nace de sí misma. Siente manos tibias que presionan sus hombros, pero nadie puede quitarle la fatiga de las noches en vela, menos ayudarle a cargar su soledad. A cada intento de auxilio ella se vuelve lágrimas. Alguien le acaricia la cabeza y le dice al pasar: “Chaparra, ya no llores. Acuérdate de que siempre has sido muy valiente”. Celia sabe que lo es.

Tuvo valor para sobreponerse a la tragedia que deformó su pierna y la convirtió en blanco de apodos y burlas concebidas en el ocio y quizá dichas sin malicia. Tuvo valor para verse condenada a una juventud distinta, solitaria. Más tarde lo tuvo para vencer los peores vaticinios familiares y casarse con un hombre que le ofrecía como única seguridad la certeza de que “no soy nadie, pero al menos no le saco al trabajo. Me sé fajar. Así que ya lo sabes: si un día cae la de malas y te fallo no será por mi culpa”.

Tan delgadita y con su pierna enferma, Celia tuvo valor para dar vida a cinco hijos, para verlos crecer, para engañarles el hambre y conservar la esperanza. Su valor renació cuando José le propuso que entre los dos construyeran “aunque sea dos piececitas, pero que sean de nosotros”.

Todo el valor de esa mujer, que ha vivido treinta años de prueba, se acaba cuando mira la bolsa de plástico donde le entregaron las pertenencias de José: chamarra, camisa, pantalón, calzoncillos, calcetines, un par de zapatos, una llave con una cinta roja, varias monedas y un peine azul.

2

Al fin la dejaron sola, creyéndola dormida; pero Celia no descansa: oye las voces que provienen de la cocina, las amenazas con que los mayores pretenden silenciar a los niños, una melodía que alguien interrumpe de golpe. Oye su propia voz, repasando la lista de pertenencias de José. Al fin se levanta. Va hacia la mesa donde quedó la bolsa de plástico que nadie ha tocado. Allí están las ropas, asfixiándose; allí están los objetos que acompañaron a José durante las últimas horas terribles de su vida. Allí está cuanto queda de un hombre aprehendido, torturado y muerto “por error”.

Celia alarga la mano. Chaparra: acuérdate que tú siempre has sido muy valiente. De un golpe abre la bolsa. Enseguida respira un aire tibio, salado: olor de lágrimas o de mar. Celia desdobla la camisa y el peine cae al suelo. Se inclina, lo levanta y descubre entre sus dientes un cabellito negro. Temblando, extiende la camisa sobre la mesa. Ve que está desgarrada, tiene manchas de sangre que han empezado a ennegrecerse. Hay varias quemaduras que ella siente sobre su propia piel. Al verlas formula suavemente una pregunta: “¿Por qué tenían que hacerle todo esto? ¿Por qué?”. La repite cada vez en tono más alto hasta que al fin se convierte en un grito que desgarra la noche de diciembre.

–Celia ¿qué te pasa? Cálmate por favor —la mujer no reconoce la voz de Rafael, su hermano, que al oirla gritar entró en la habitación y trata de sujetarla por los brazos. Ella se vuelve hacia él y empieza a golpearlo en la cara, en los hombros.

–Dime por qué, por qué tenían que hacerle todo eso los infelices… Él era feo, pobre, pero nunca fue un ladrón…

–Espérate, cálmate. Piensa en tus hijos, que te están oyendo. Son muy chamacos. ¿Para qué tienen que saber?

El argumento la hace callar, la aquieta. Ya no fluyen lágrimas de sus ojos. Nada más se vuelve hacia la mesa y comienza a decir muy suavemente:

–¿Viste? La camisa está toda rota y tiene quemaduras…

–Sí, lo vi; ya no digas nada…

–Y ésas son manchas de sangre…

–Espérate, no sabemos…

–Yo sí lo sé: es sangre y está negra. Y el pantalón, míralo, está sucio; pero sucio de suciedad. Dime, ¿qué pueden haberle hecho para que…?

–Te digo que no sigas pensando en esas cosas —Rafael la toma por los hombros y la sacude. Pero ella se libera y cae sobre las ropas de José. Abre sus brazos para abarcarlas todas, las levanta, las oprime contra su pecho de tal modo que su propio cuerpo es un despojo más.

Celia no se da cuenta de que poco a poco han venido a rodearla sus familiares, sus amigos. Con los ojos cerrados se balancea, como si en vez de ropa sucia tuviera entre sus brazos a un recién nacido.

–José, mi pobrecito, mi amor… Sufriste tanto y yo no estaba allí, para decirte algo tan siquiera… —murmura Celia estrechando con mayor fuerza los únicos recuerdos que le dejó un hombre que vivió para el trabajo, entendió la existencia diaria como un eterno sacrificio y al fin, después de treinta años, murió en la tortura.