–Julián ¿no vas a entrar a despedirte de tu padre? Ya no tardan en llevárselo.
Julián oye claramente la voz de Aurora pero no le responde. Sigue disparando piedritas contra los botes de cerveza que forman un blanco a mitad de la calle. Cuando logra derribar el más lejano suelta una carcajada, aplaude, se frota el pecho y las axilas imitando la danza de un simio. Ríen los niños que lo observan desde lejos.
–Estás borracho, ¿verdá? —pregunta Aurora, tomándolo del brazo.
–No tanto. Medio pedillo nomás.
–Conmigo no tienes por qué ser tan majadero y tan cínico.
–Boinas. ¿Y qué quieres: que te me cuadre cuando me hablas?
Julián intenta adoptar una actitud marcial, tambaleándose levanta su mano a la altura del pecho y grita:
–Un, dos; un, dos; saludo a la generala…
–Tan siquiera hoy no hagas tus desfiguros. Están velando a tu padre, ¿qué ni eso te importa? —en la voz de Aurora hay temblor de llanto.
–Újule, que generala tan chillona…
–Hombre, Julián, pero ¿cómo no voy a llorar de ver que ni siquiera has querido rezarle una Magnífica a tu padre? Al menos hoy, compórtate. Ya mañana tú sabrás lo que haces de tu vida. Yo no pienso meterme en nada.
Julián se siente conmovido por las palabras de Aurora, la mujer que durante los últimos años acompañó a su padre. Se le acerca, le echa un brazo al hombro y le dice:
–Voy a entrar, pero que conste qu’es por ti, por la de veces que me defendiste del viejo —Julián mira a los vecinos que desde la puerta de la vivienda los observan y les dice—: esta vieja, ahí donde la ven, chaparra y jodidona, es la que siempre me defendió de mi padre. Si él no me mató fue gracias a ella.
–Julián, ¿qué fuerza es que la gente sepa tus cosas? Además, Liborio ya está muerto. Dios ya lo juzgó. Ojalá lo haya perdonado.
Aurora se persigna. Los vecinos repiten el movimiento. Julián levanta los brazos:
–Me cai qu’estás en el cielo, cómo carajos no. Pero a mí me vale, a mí no m’engañas nomás porque te confesaste y comulgaste —Julián remata la frase con un gesto obsceno.
–Julián, entra conmigo, ¿qué va a decir la gente?
–Lo que siempre ha dicho: que soy un cábula, un mariguano, un ladrón, un mal hijo.
–Si hablan mal de ti es por tu culpa. Mira cómo te pones. Ándale, ven.
–Charros, nomás no me jales. Voy a entrar, ya te lo dije, pero antes déjame darle un lleguecito a mi bacha —de la bolsa de su pantalón extrae una botella de tequila, bebe el último trago y después la estrella contra el piso. El estruendo alarma a los vecinos, que se asoman a las ventanas y las puertas. Aquí se rompió una taza… Nomás que ahora no puedes madrearme, viejo, ¿sabes por qué? Porque estás bien muerto. Aunque quieras, ya no puedes tallarme los vidrios en los brazos como aquella vez que te rompí tu jarrita de pulque. ¿No te acuerdas? Pues yo sí. Me decías: “Si chillas o rajas con alguien, te mato”. Y me aguanté las ganas de llorar; pero ahora no porque no quiero —Julián se levanta la manga de la camisa. Sus lágrimas humedecen sus cicatrices.
–No te acuerdes de esas cosas. Ándale, vamos entrando —suplica Aurora, presionándolo suavemente rumbo a la casa.
El comedorcito sirve de velatorio. Una colcha tapa el espejo del trinchador.
Imágenes sagradas cuelgan de los clavos donde antes estuvieron retratos, calendarios, recuerdos familiares. Los cuatro cirios ahuman. Su olor se mezcla al de los alhelíes, puestos en dos cubetas de plástico que alguien forró con papel de China.
Julián está inmóvil, pero su corazón late de prisa. Sabe que su padre está muerto y sin embargo tiembla en su presencia. Una mujer enlutada abre la ventanilla del ataúd y le ordena:
–Ven a decirle adiós…
Julián camina con pasos muy cortos. Siente pánico. Se vuelve hacia la puerta. Los vecinos la obstruyen. Aunque quisiera no podría huir. Recuerda la cantidad de veces que esa puerta se cerró para que su padre pudiera golpearlo, insultarlo, recriminarle el abandono en que los dejó su madre: “Y tú eres igualito a ella y un día vas a dejarme y no te voy a importar ni un carajo”. En la memoria de su cuerpo reviven el dolor, la sensación de ebriedad, de somnolencia que le producía aspirar el cemento o el tíner que algunas veces le ofrecía su padre.
–Él me enseñó, él me hizo así —la inesperada frase de Julián impone silencio entre las rezadoras. El muchacho toma un manojito de alhelíes. Sus tallos escurren gotas de agua turbia. Julián levanta las flores y sigue hablando—: es mi padre. El muerto es mi padre y tengo derecho de hablarle. Sí, ya sé que estoy borracho, pero no olvido las cosas que vivimos juntos. Cuando mi madre se fue cumplí ocho años. Me puse tan triste que ni hambre me daba y por eso, porque me resistía a comer, él me pegaba con todas sus fuerzas, con todo el coraje de verse abandonado. Nadie me defendió entonces. “Lo está educando. Con los muchachos hay que ser duro.”
–Julián, ¿no dijiste que íbamos a rezar? —interviene Aurora.
–Estoy rezando, estoy hablando con mi corazón. ¿Saben qué era lo peor? Las noches. Tomaba y no quería que me durmiera. Al rato de estar viéndome le daba por decirme: “Te pareces mucho a ella, infeliz”. Siempre acababa golpeándome en la cara. En cuanto me veía sangrar me pedía perdón y, dizque para que estuviéramos contentos, me daba una cerveza, un carrujo, su lata de cemento. “Con esto se me pasa el coraje, se me va la tristeza. Éntrale para que se te salga el odio que sientes por mí.” Ésas eran las cosas que mi padre me hacía para educarme.
–Estás levantando falsos. Él nunca te obligo —dice la enlutada.
–Me obligó, claro que sí. Mírenme, vean lo que hizo de mí mi propio padre. Tuve que aguantarlo, oirlo; pero nunca pude decirle que lo quería. Una vez cuando quise besarlo, me botó, me dijo: “Sácate, maricón, déjame en paz. Eres como tu madre, de ladino y arrastrado…”. Siempre quise hablarle, decirle cosas: que fuéramos a buscar a mi madre, por ejemplo. Borracho ni me oía. Cuando estaba en sus cinco sentidos jamás me contestó, nunca me habló. Todo puro silencio, igual que ahora.
Julián deja las flores sobre el féretro y comienza a golpearlo con los puños cerrados:
–Padre, soy yo, tu hijo. Padre, contéstame —así permanece algún tiempo, llorando. Luego levanta la cabeza y dice—: ya ven como no miento: él nunca me responde.