EL MENOR DE LA FAMILIA

 




Daniel no conoce a su padre y de su madre sabe únicamente que “ya mero regresa”. Siempre oye planes de que van a llevarlo a que la vea pero “el día de visita” nunca llega. Ésta es apenas una de las infinitas promesas incumplidas de que está hecha su vida de cinco años. Jamás son reales los paseos, los juguetes, los dulces que le ofrecen cuando lo ven triste o demasiado solo.

En las dos habitaciones de la casa, ya para siempre inconclusa, Daniel no tiene un sitio fijo para comer, dormir o jugar. Como es el más pequeño, todos dicen que “se llena con cualquier cosa”, que “cabe en cualquier parte”. Es peregrino de la casa, donde frecuentemente se alojan familiares recién llegados de la provincia o vecinas prófugas de la furia conyugal. Daniel no tiene cama. Duerme “hecho bolita” entre las piernas de sus hermanos o en el colchón de su tío Bulmaro. Así, la hora en que se levanta varía según las necesidades de quien le haya dado asilo nocturno.

Daniel prefiere dormir con su hermana Rebeca, aunque ya sabe que a las siete ella retira las cobijas —ásperas, desiguales— porque a las nueve ha de presentarse en el restaurante en donde es mesera. Cuando la siente moverse, Daniel se estrecha contra la pared, procura disimularse en el montón de borra que se escapa por varias aberturas de la funda. Y, desde luego, no piensa en externar la risa que le produce ver a Rebeca a esas horas: la pintura negra hace círculos en torno a sus ojos (“se parece al pandita”) y en la mata de cabello rubio-verdoso se hacen visibles los mechones negros que ella nunca logra teñirse bien.

–Daniel, ve a ver si hay agua en la llave de afuera —grita Rebeca, mientras abre en vano la que está en el fregadero.

El niño no tiene que vestirse. Se acuesta y se levanta con la misma camisa sin botones y el pantalón largo que le arrastra y envuelve sus pasos en nubecitas de polvo. Tiritando, sale al patio sombrío que en el diseño original y absurdo hecho por su hermano Rubén iba a ser “un garaje para dos, tres carros…”. Se aproxima a la llave, le da vuelta y grita: “No sale nada”. “Llévate una cubeta con la Jarocha, a ver si te regala tantita.”

Daniel abre la puerta metálica que desde hace tiempo se cuelga y produce un chirrido que lo estremece. Enseguida se oyen los gritos del tío Bulmaro —un ebrio que hace tiempo se hospeda en la casa, acreditado como hermano menor del padre de familia: “Órale, ¿cuándo vas a mandar a componer esa puerta?”. El niño sabe que esas palabras son invariablemente el comienzo de una querella entre todos los miembros de la familia: Rebeca acusará de flojos a su tío y a sus hermanos; ellos, a su vez, la llamarán con muchos nombres insultantes.

En la calle los esqueletos de camiones incendiados entorpecen el paso. Daniel respira ese olor agrio que emana de todas partes. Como cada mañana lo primero que ve es el montón de basura que ha ido creciendo frente a la puerta de su casa y ahora es el tiradero general. A Daniel le gusta contemplar ese horror porque al mínimo soplo de viento los desperdicios se agitan, como si despertaran y vivieran. De pie, indiferente al frío y con la cubeta en la mano, tal vez imagina una montaña plagada de enemigos fantásticos.

Despierta de su sueño al oir el griterío de unos muchachos que disparan piedras contra uno de los árboles que hay en la calle. Ninguno es verde: el polvo que llueve cotidianamente los ha vuelto de plomo. Sin embargo, florecen. Los capullos rojos, de quien nadie conoce el nombre, son, como otras veces, el blanco de los disparos: mueren antes de perder su color.

Daniel va a sumarse al grupo cuando siente un golpe en el brazo: “Escuincle baboso ¿qué no te mandé por agua? Son las ocho y ya tengo que irme a trabajar”. Antes de que el niño salga de su alcance, Rebeca vuelve a golpearlo con furia. Los hombres que están asoleándose en la calle miran la escena con una risa lejana, maliciosa. La mujer se vuelve a mirarlos y les da una explicación general: “Imagínense, yo allá de babosa, esperándolo; y él aquí, como si nada… Por Dios que es una lata… Y tú, óyelo bien: si sigues así voy a tener que internarte”.

No es la primera vez que Daniel escucha esta amenaza: empieza a entenderla como parte de la ausencia de una madre. Una tarde oyó a Rebeca decir: “Allá por Tlalpan hay una casa donde uno puede dejar a los hijos de las reclusas, pero cuesta mil quinientos pesos y ahorita ¿de dónde los saco?”.

Los golpes, los gritos, los ladridos de Diablo —un doberman feroz que unos vecinos mantienen amarrado en la azotea— le advierten a Daniel que ha comenzado su día. Muy lentamente empieza a caminar rumbo a la casa de la Jarocha. Contiene el llanto y oye los gritos de su hermana: “No, ya ni vayas; ya se me hizo tarde. Pero te advierto que cuando vuelva, me las vas a pagar…”.

A Daniel se le clava esa amenaza en el cuerpo pequeñito que cabe en cualquier parte: entre los montones de trapo donde duerme, bajo los árboles de plomo o sobre el montón de basura que palpita al más mínimo soplo de viento.