LA DESESPERANZA CAE ANTES
QUE LA NOCHE

 




1

Desde la mañana en que ocurrió el desalojo, Miguel tiene como única tarea cuidar las pertenencias que continúan a mitad del camino: el colchón plagado de manchas, el catre vencido, el buró que se volvió depósito de ollas y trastos, un tanque de gas. El niño vigila especialmente la sábana donde están las cucharas de peltre, el radio, prendas de vestir, un par de zapatos de su madre, algunos cascos vacíos y un Sagrado Corazón tan natural que “hasta tiene pestañitas”.

Sentado en lo alto de su observatorio, Miguel escucha a las mujeres. De un extremo a otro de la calle que nunca tuvo nombre se cuentan capítulos de una experiencia común: “Por Dios santo que no me imaginé que nos echaran las máquinas…”. “Entonces ¿creyó que las trajeron a dar la vuelta?” Incansables, levantan muros falsos con montones de muebles y cartones; de las sábanas y manteles rotos, hacen techos. Bajo las mesas, los recién nacidos se agitan, duermen, se mordisquean los puñitos húmedos de lágrimas. “Escuinclito tragón ¿a poco quieres más chichi…?”

En medio del desorden, se ha ido organizando una rutina. Cada mañana muy temprano sale una comisión para pedir audiencia y justicia al delegado que ordenó el desalojo. Al atardecer, los hombres y mujeres vuelven malhumorados, torvos: “¿Qué les dijeron, cuándo podemos volver a nuestros terrenos?”. Con desaliento alguien contesta: “Ni siquiera nos recibió, menos iba a oirnos. A ver si mañana”. El día termina pronto: la desesperanza cae antes que la noche.

2

Las mujeres tendrían más ánimo para luchar si la madre de Miguel, Artemisa, fundadora de la colonia, no hubiera adquirido ese aire silencioso, distante, que la hace parecer un fantasma. “También, pobre: ¿cómo no iba a trastornarse? Imagínese que ella sí ni supo a qué horas le tiraron su hogar. Ese día se fue como siempre. Ella trabaja en casas: una distinta cada día. Dice que le sale mejor que estar de planta. Cuando volvió, que de repente va viendo su casa todita caída y sus chivas por allá, botadas. De ver aquello le dio como un desvanecimiento en la cabeza. Cuando me acuerdo de’so y del Miguelillo, agarrando al sargento de las piernas para que no les tiraran su casa, se me hace chiquito el corazón.”

En efecto, la mañana del desalojo Artemisa sólo alcanzó a ver los escombros, las máquinas que iban de retirada, avanzando sobre lo que habían sido muros, puertas, ventanas de la casa que construyó con sus propias manos. “Yo me acuerdo bien cómo trabajó la pobre. Venía a las cinco, seis de la tarde, con la espalda hecha pedazos de lavar, se echaba un taco y a darle: puro acarrear cubetas de tierra, imagínese, desde Fuentes hasta acá, al pelo. Ella misma puso los cimientos y se dio abasto en todo, haga de cuenta un hombre. Todo por la ilusión de su casa…”

3

Una noche, tendido junto a su madre, Miguel la oye gemir. El llanto, suave, casi dulce, poco a poco se vuelve un alarido. “¿Oíste eso?” “Ave María Purísima, ¿quién llora así?” Los cuerpos oscuros se yerguen sobre los montones de ropa que sirven de cama; los perros responden con ladridos incontenibles; los niños lloran asustados. Miguel, hincado junto a su madre, la oye en una especie de confesión:

“¿Ora qué hacemos? ¿A dónde nos vamos? Figúrate nomás, todo el trabajo echado a la basura. Quince mil pesos di por el terreno, m’endrogué; y tu padre, con tal de no darle la cara al compromiso, mejor prefirió largarse. ¿Qué hacemos hijo? ¿A dónde jalo contigo? ¿Dónde nos metemos, pues?”

Miguel guarda silencio. Estira la mano y acaricia a su madre. Artemisa sólo tiene una frase para expresarle su amor: “Si fuera yo solita, qué le hacía; pero contigo, m’hijo, ¿qué hago? ¿Dónde te meto?”.