Amalia continúa frente al espejo tratando de cubrir con mechones de pelo las líneas que han empezado a enturbiar su frente. La puerta de la habitación 308, que ocupa desde hace varias semanas con sus tres hijos, está abierta. Los oye jugar. Sus vocecitas retumban en los pasillos del hotel por donde constantemente pasa la sombra de parejas clandestinas. Si alguna risa escucha es de las encargadas de la limpieza: platican y hacen bromas mientras anudan enormes atados de sábanas que luego dejan caer hasta la planta baja. El golpe siempre horroriza a Amalia, que inevitablemente piensa en un suicidio.
–¿Vas a salir? —al escuchar la voz de su hija mayor Amalia se sobresalta. El aspecto de esa niña, tan pálida y triste siempre, la irrita porque la llena de culpa.
–Ay escuincla, me asustaste. Sí, voy a salir ¿qué quieres? —el tono de Amalia es tan áspero que Gertrudis tiene miedo y calla los temblores que le causa la observación constante de un fuereño con botas nuevas, olorosas a pegamento y cuero.
–¿Dejaste solos a tus hermanos? —insiste la madre.
–Están jugando allí afuerita.
–¿No t’he dicho qu’es peligroso? Si Joel se cae, se mata, nomás eso te digo. Se mata y tú vas a tener la culpa, ya lo sabes. Carajo, como va’ser que no entiendas lo que se te dice. Ándale, lárgate a cuidarlos.
“Por Dios que con esta escuincla no se puede…”, dice Amalia a su propio reflejo. Al mirarse acepta una vez más que su hija se le parece tanto como ella a su propia madre: las mismas cejas rectas, los labios ligeramente amoratados, el cabello crespo. Se parecen, sobre todo, en los ojos tan tristes.
Sale del baño. Toma las ropas ajadas con que se viste por las noches para ir al cabaret. Está nerviosa. Hacía mucho tiempo que no pensaba en sus padres. A él, de quien sólo retiene el nombre, dejó de verlo cuando era muy pequeña. En cambio, recuerda claramente a su madre: silenciosa, agotada, siempre de regreso de trabajos duros y mal pagados. “Hasta que un día ella tampoco volvió. Mis hermanos y yo quedamos solos. Habrá dicho: ahí se los encargo a la Divina Providencia, que me los mandó junto con tantas mortificaciones…” A veces me dan ganas de hacer lo mismo… —dice con rabia.
–¿Se puede, Amalita? —con uniforme blanco y la cabeza envuelta en una tela del mismo color, entra Virginia, empleada del hotel.
–Ay, Dios santo, ya me agarró hablando sola. Pásele.
–Aproveché que el viejo no está para venirme a fumar un cigarrito —Virginia se deja caer en una de las camas y estira las piernas— ya no aguanto los pies.
–Pos quítese los zapatos.
–No, luego no m’entran. Mejor m’espero hasta que llegue a su pobre casa; pero todavía falta rato —concluye, suspirando.
–¿Qué novedades? —pregunta Amalia, cerrándose la pretina de la falda con un seguro.
–Imagínese: el condenado viejo este, don Remigio, no dejó que se quedara la Chofi a trabajar. Que porque llegó tarde. Lo que quiere es que entre la Luisa y yo hagamos todo el trabajo.
–Les conviene: les va a pagar más.
–Qué va. La corrió pa’horrarse el sueldo. Ese viejo no paga ni la risa. Si lo aguanto es por mi necesidá. Y usté ¿qué tal en la chamba?
–Ya nomás voy para no estarme aquí, mano sobre mano. Pero no hay nada. Vengo sacando más poquito que nunca.
–No le hace: lo que sea es bueno.
–¿Con tres chamacos que mantener? El dinero no alcanza. Estoy re’desesperada. En la mañana me friego, en la noche igual ¿y qué me gano? Trescientos, cuatrocientos pesos que me sirven para dos, tres días. Aparte el pendiente de dejar a mis criaturas solas. Joel y Mario son hombres, no más me apuran porque’stán chiquitos. Pero Gertrudis…
–Es peligroso que la deje sola. Ya está mujercita… Por qué no habla usté con el señor, pa’que l’ayude. Los hijos también son d’él ¿no?
–Ah qué usté: mi señor… —repite Amalia con amargura. El mismísimo día en que me corrieron de la casa le avisé con su hermano qu’estaba muy apurada. ¿Cre que tan siquiera fue para mandarme cien pesos? Ni se me apareció. Pero eso sí, la otra noche me cayó en el cabaré con su querida. Noté que s’espantó porque dizque se m’hizo el ofendido: “Si te vuelvo a ver trabajando aquí, te mato”, me gritó delante de todos.
–¿Y no le da miedo que le vaya’cer algo?
–¿Usté cre que me va’matar? No le conviene, porque si no ¿quién mantiene a sus hijos? Ora, si quiere golpearme, ya sabe que no soy manca.
–¿Cómo es posible que ni un centavo le dé?
–Siempre fue así, per’ora más porque anda culeco con su nueva vieja. No creo que duren mucho: a él ya se le acabó el dinero. Luego que me amenazó, el muy cínico me pidió quinientos pesos prestados. Me dio tanto coraje que le grité: “Toma tus quinientos pesos, cabrón” —Amalia hace una señal obscena con la mano y ríe—: Oiga, Virgen, por estar en la plática ya se me hizo tarde. Me voy. L’encargo a mis muchachos, que se metan tempranito al cuarto.
Amalia toma la bolsa de plástico y sale. Sus hijos están jugando cerca del barandal: hacen figuras con las corcholatas que les obsequiaron en el estanquillo.
–Ya me voy. Se cuidan. No me tardo. Gertrudis: mucho cuidado y te salgas.
La niña no responde: siente sobre su espalda la observación constante del fuereño con botas nuevas, olorosas a pegamento y cuero.