LA VUELTA DEL TIGRE

 




Del radio sale una música distorsionada por la estática. Teresa alarga el brazo y le da un golpecito al aparato. Vuelve a escucharse nítidamente el danzón con que Atardecer Tropical complace al Club de las Potranquitas que envían saludos a “los chamacones de la refaccionaria Dos Volcanes. Yepa, yepa, caballero. Aquí, su mundo cascabelero”.

Inclinada sobre la mesa, la mujer va separando los trozos de tela con que armará los fondos que maquila para la fábrica Abud. Vuelve a punzarle el dolor en el cuello. Suspende su tarea. Con los ojos cerrados gira la cabeza, pero el malestar no disminuye:

–Rina, baja aquí nomás al estanquillo y le pides a don Ramón dos mejorales. Toma: es de a diez, no te vayas a hacer taruga con el cambio. Ay, y pregúntale si llegaron las velas porque de seguro se va a ir la luz.

Rina tiene cinco años, el vientre inflamado bajo el vestido rosa y una piel oscura pocas veces tocada por el sol. (“Cuando me voy a trabajar mejor prefiero dejarla encerradita porque aquí la azotea es re’bien peligrosa.”) La niña toma la moneda y sale, a tiempo para oir a su madre que le advierte: “Y no te me quedes entretenida en la portería porque me la pagas…”. Teresa piensa que será mejor descansar unos minutos mientras su hija vuelve del mandado. Se tiende en la cama. Con el brazo se cubre los ojos. “Yepa yepa, caballero, como dijo el gran campeón: lo que no duele da comezón. Es el maestrísimo Carlos Campos tocando “Por un amor”. Ajúa…”

–Qué buena vida te das, muñeca… —Teresa abre los ojos, sobresaltada por el tono de una voz que creyó nunca volvería a escuchar— a estas horas y en la cama, invita ¿no?

Teresa se incorpora rápidamente. En la puerta está Eusebio, el Tigre, al que dejó de ver pocos meses después de que nació Rina. (“Cuando la niña cumplió dos años se la llevé rete chula, bien vestida, pero él ni una caricia le hizo. Nomás me dijo que no anduviera yendo a visitarlo a los cuarteles porque eso lo perjudicaba con sus jefes. Sentí muy feo aquel desaire. Lo odio. Por mí, qué bueno que se largó.”)

–¿Por qué pones esa cara, tú? ¿Ya no me conoces? —pregunta el Tigre con un gesto que algo tiene de obsceno. Sin el uniforme verdeoscuro parece menos delgado, más alto. Sus hombros siguen siendo fuertes y en su rostro perdura esa sensualidad brutal que aparece en los sueños eróticos de Teresa. Ella se ordena el cabello y casi se disculpa:

–Me dolía mucho la cabeza y me acosté tantito —lo mira incómoda y sigue hablando atropelladamente. Tienes el pelo más largo… No te esperaba, ¿qué milagro?

–¿Es bronca o principio de romance? —el hombre baja el cierre de su chamarra de plástico. Oye, tu radio suena horrible. Ya cámbiale las pilas ¿no?

–Luego así se pone —dice Teresa, girando el botón para apagarlo.

–No, déjalo, está a todo dar —dice él y enciende otra vez el aparato. Con la mirada recorre la habitación: una cama, la mesa de trabajo, cortes de tela, una máquina de coser. Luego la mira a ella: la luz del foco cae directamente sobre el rostro de Teresa y causa sombras que la marchitan.

–Estás flacona, chaparra. Tienes que comer mejor —el Tigre se sienta en la cama.

–Si ganas no me faltan. Lo que no tengo es dinero.

–Ah chirrión, ¿y qué haces con todo lo que ganas? Ps, lo que pasa es que no sabes cómo hacerle, cuatita… Júntate conmigo y yo te enseño. Y ora ¿qué hongo?, ¿por qué me miras así?

–¿Y cómo quieres que te vea? Pos como a un resucitado. Hasta ahorita me voy dando cuenta de que hacía cuatro años que ni me pelabas… De pronto te me apareces y yo que…

–¿Qué de qué? —dice el Tigre adoptando un tono juguetón.

–¿Cómo de qué? Pos de mí, de tu hija. Nunca nos has procurado. No, ps`cómo: si ya estabas con la señora esa.

–Charros, charros, ¿cuál señora? —pregunta él rascándose el pecho levemente ensombrecido por el vello oscuro.

–No te hagas, ¿para qué? Que andes con ella no me importa; lo que me choca es que quieras verme la cara de pendeja haciéndote el inocente.

–Qué chulo hablas, parece que tragas tuercas.

–¿No me digas que ora quieres que te hable en inglés?

–Újule, ya te calentaste. ¿No que no te importa que tenga otra señora?

–¿Y crees que la envidio? Estás loco. Lo que me da es lástima. No sabe la fichita que se echó encima.

–Sí lo sabe, cómo no: bien que lo goza —dice él, emitiendo una carcajada que a Teresa le parece insultante.

–Ni creas que me vas a marear con tus chistosadas. ¿A qué viniste?

–A verte… Me cai que t’extrañaba.

–¿Tan de repente? Se me hace raro, porque en todo este tiempo no fuiste para venir a verme a mí, ni a tu hija.

–Pero las extrañé, me cai que sí…

–Por eso ni nos buscaste.

–Oh, ¡tú qué sabes! —exclama él con fastidio.

–Sí, sé y mucho: tú no quieres a tu hija. Ya ves, ahorita ni me has preguntado por ella.

–¿Dónde está la pirinola? —pregunta el Tigre automáticamente.

–La mandé a traerme unos mejorales.

–Ah chirrión, en serio: ¿estás mala? —pregunta él con gesto alarmado.

–Esta chamba es muy jodida: todo el cuello y los hombros me duelen como si tuviera agujas adentro. Es d’estar agachada sobre la maldita máquina.

–Habérmelo dicho, güera, orita te quito el dolor —el Tigre avanza y se coloca tras la mujer. Le pone las manos sobre los hombros y presiona con fuerza las clavículas.

–Ah, no le hagas… —grita Teresa. Él no responde, sólo le presiona los brazos, vuelve a frotarle el cuello.

–Baja la cabeza, no te pongas dura. ¿Mejor? Claro que sí… Cuando te duela algo llama a tu huesero de lujo, corazón.

Teresa siente las manos en la nuca, en el cuello, en el nacimiento de sus pechos, en el rostro. Bajo ese contacto el rencor y la fatiga ya no existen. Sin poder contenerse besa la mano del hombre, la humedece con su lengua. El Tigre se estrecha contra su cuerpo y ella responde a la caricia con un movimiento de sus caderas.

–Espérate, voy a cerrar la puerta —el hombre vuelve enseguida y comienza a besarla en los labios y en las orejas. Se escucha un rayo. Teresa reacciona:

–No, mejor abre: Rinita va a venir.

–Pos por eso cerré.

–Está lloviendo, Chebo…

–Chispitas nomás —asegura él, reconquistando un cuerpo desgastado por la soledad y el trabajo.

–…y no llevó su suéter.

–Que s’espere. Tantit’agua no le hace daño a nadie… Ay, corazón, cómo t’estaba extrañando.

Teresa no sabe más, no escucha los golpecitos tímidos de Rina, que con los mejorales en la mano suplica tras la puerta:

–Mamá, mamá, ábreme. Ya comenzó a llover… —la niña se acurruca contra la pared, oye ruidos extraños y la eterna voz del locutor: “Yepa yepa, caballero, aquí el sabor es primero…”.