Gracias al matrimonio de la tía Luz, el modestísimo y común apellido familiar adquirió, en un punto del largo trayecto, un matiz aristocrático. Naturalmente que al referirnos a esa rama de la familia, nosotros —hijos de un agricultor a quien la pobreza del campo convirtió en matancero— lo hacíamos con el respeto con que se habla de seres superiores, inalcanzables.
De que éramos repudiados por aquella familia había infinidad de pruebas. Por ejemplo, jamás recibimos la visita de mi tía Luz, con todo y que habitaba muy cerca de nuestra casa. La división entre su mundo y el nuestro era una avenida anchísima, arbolada, que ella —pretextando reumatismo y jaqueca— jamás cruzó. Seguro que veíamos el mismo panorama, el mismo cielo; seguro que padecíamos el mismo clima y, sin embargo, todo era distinto por el simple hecho de estar nosotros sumidos en la barranca y ella en la parte alta, bella y limpia de esta zona.
Recuerdo que varias tardes de domingo, de ésas en que hacíamos caminatas sin otro fin que matar el tiempo, mi padre nos explicaba con orgullo que aquella rama familiar era muy próxima a la nuestra: “Pero cómo no, si Luz es mi prima. De chiquillos jugábamos”. Luego invariablemente se deshacía en elogios a aquella mujer que —según él— siempre estaba vestida de blanco para simbolizar la pureza de su viudez y un celo maternal que la había vuelto esclava de su hijo como a éste de ella.
Quien hablaba de doña Luz se refería automáticamente al tío Fidencio, tan buen hijo que con tal de no dejar sola a su madre “o contrariarla llevándole una nuera” había renunciado a varios matrimonios provechosos.
“Él es muy buen partido: tiene dinero, excelente educación. No será guapo, pero ¡qué manos! Preciosas, como de concertista. Siempre le gustó tocar. Desde chico estudió piano, pero doña Luz nunca permitió que se presentara en un teatro porque dice que todos son refugio de viciosos.”
Así que el tío Fidencio se conformó con darle a su madre larguísimos conciertos, únicamente suspendidos en cuaresma y demás fiestas de la iglesia. En esos días espejos y pianos “guardaban luto” bajo mantos morados.
Sobra decir que nosotros sabíamos todo eso por referencias, pues nunca asistimos a tales conciertos ni tampoco entramos en la casa, con todo y que varias tardes acudimos a ella. La puerta de la mansión parecía abandonada, pese a los notorios movimientos de visillos y cortinas que percibíamos tras los cristales impecables de las ventanas.
Un domingo por la tarde íbamos por la avenida cuando mi padre dijo: “Sería bueno que estas niñas conocieran a su tía Luz…”. Mi madre trató de oponerse y de ahorrarnos una posible humillación. “¿Para qué vamos? Acuérdate: nunca nos ha recibido…” Mi padre pareció no escuchar. Siguió caminando y sólo se detuvo cuando estábamos frente a la casona forrada de hiedra: “Miren, no veo coches estacionados. Me imagino que Luz y Fidencio están solos. Ahora, si hay alguna visita, de plano volvemos otro día porque frente a extraños pues no se puede hablar de muchas cosas. Y yo quiero que Luz nos platique, quiero que nos hable de cosas de la familia”.
Entre las “cosas de la familia” de las que habíamos oído hablar se contaban algunas obras de arte: “Miren tiene una Crucifixión, toda de madera tallada, que es una preciosidad”; “si un día van a la casa le piden que las deje ver el oratorio: hay unas imágenes que le dan a uno ganas de llorar, de tan preciosas”; “se fijan bien en el piano de cola: parece que allí guarda las joyas que le dejó el marido: camafeos, collares y unos aretes de esmeraldas y rubíes que figuran colas de pavorreales”.
Mi padre estaba listo a tocar el timbre cuando vimos que Julia —el ama de llaves— iba por la esquina, taconeando con su infatigable malhumor. “No va a haber nadie que nos abra. Mejor vámonos” —dijo mi madre, pero entonces notamos que la puerta estaba sólo entornada. “No, mejor entramos. Es necesario decirle a Luz que tenga cuidado. Hoy siquiera fuimos nosotros quienes encontraron la puerta entornada; pero ¿qué tal si un día se les mete un ladrón?”
Entonces nos introdujimos en el paraíso. Si los muros exteriores, recubiertos de hiedra, eran como los de un castillo, el interior era magnífico: macetones con hojas elegantes y garras de león, azaleas, helechos, sillones de mimbre y bejuco. El silencio, que iba del patio a los salones, se rompió apenas con nuestras pisadas. Era evidente que allí no había sitio para el desorden, tampoco lo había para la enfermedad, la basura, el ruido, los colores chillantes que se veían en nuestra colonia.
“A lo mejor están descansando. Vámonos…” —insistió mi madre, temerosa de ser mal vista. “No, son casi las cinco. Puede que estén viendo la tele, vénganse…” Acto seguido mi padre dio tres fuertes palmadas y gritó: “Luz, Fidencio, gentes: ¿cómo les va?”. Por toda respuesta oímos un chorro de agua y los golpes que alguien daba sobre una ropa húmeda.
Avanzamos, orientados por el ruido. Atravesamos un pasillo donde estaban los cuartos de servicio. Al final desembocamos en una azotehuela, muy amplia, con piso de cemento. Vestida de blanco, doña Luz cabeceaba en una silla mientras mi tío Fidencio —aquel hombre con manos de pianista— tallaba una sábana blanca con embozo de encajes. Al oir nuestros pasos se volvió y entonces vi su rostro, salvajemente maquillado. De sus orejas pendían aquellos aretes esplendorosos, de esmeraldas y rubíes, que eran las joyas de la familia.
Regresamos a nuestra casa, al fondo de la barranca, en absoluto silencio. Jamás, que yo recuerde, volvimos a mencionar aquella tarde.