LORENZO, EL MAGNÍFICO

 




Todos los sábados, a las ocho en punto de la mañana, aparecía en alguna de las casas donde estaba al cuidado del jardín, los arriates o un simple patio sombrío donde el florecimiento de magnolias, nísperos y camelias era parte de los milagros que, según don Lorenzo el jardinero, Dios realiza para darnos pruebas de que aún existe.

Don Lorenzo era un hombre corpulento, de espalda ancha, manos nudosas y ásperas. Remataba su cuello una cabeza perfecta. En el pelo siempre traía entremetidas hojas secas, ramitas, pétalos. Eso daba aspecto de Dios pagano a aquel hombre vestido con ropas imposibles de discernir: recubiertas de lodo, descoloridas, entre remiendos y costuras burdas formaban una textura semejante a la corteza de un árbol.

El jardinero aparecía en las casas derramando tierra y disculpas porque sus zapatones dejaban terroncitos y huellas de su paso. Invariablemente daba principio al trabajo con un monólogo que era una excusa adelantada por la lentitud con que lo realizaría: “Antes era diferente porque me ayudaban mis hijos y juntos en un rato acabábamos. Desde que estudian ya no quieren trabajar conmigo. Les da vergüenza enlodarse. Muchachos tontos: parece que no saben que al final de la vida todos acabaremos igual de enterregados”.

Mientras iba auscultando troncos y ramas, retoños y raíces, don Lorenzo tenía la costumbre de silbar canciones de otros tiempos. Si alguien se aproximaba sustituía el silbido por una nueva justificación: “Palabra que si hubiera pajaritos, yo no chistaba; pero como no quedan, pos chiflo un rato pa’que las plantas se alegren porque así tiene que ser, así están acostumbradas”.

En la soledad, con las manos clavadas en la tierra y los ojos dirigidos al cielo, don Lorenzo había llegado a la conclusión de que en el mundo no hay cosas inútiles ni objetos sin sombra: “Y si no me lo cree, en un rato que tenga libre fíjese bien y vera cómo, saliendo el sol, hasta la flor más chiquita la tiene. Eso quiere decir que aun las personas ignorantes y feas como yo están llenas de alma, o sea que también existimos para Dios”.

Aquel hombre, que advertía la presencia del Todopoderoso en los infinitos milagros de la tierra, lo imaginaba como un ser perfecto, bondadoso, pero sobre todo de memoria infalible. “Él sabe cada cosa que hay en el mundo, se acuerda de dónde están los ríos y las montañas, tiene presentes nuestros cuerpos y caras porque después de todo nos hizo a su imagen y semejanza. Y por eso mismo Él quiere que muramos así, que lleguemos completitos al Día del Juicio Final. Sabe que esa fecha estará presente el Dios Padre y que si éste, en vez de mirar que salen de los sepulcros personas completas las ve mochitas y rotas, a lo mejor se burla de su Hijo y le dice: `¿Éstas son las personas que tú creaste?, ¿por estos cachos de gente fuiste a morirte en la Cruz?’. En cambio, si llegamos enteros, lo felicitará. Es como uno con sus hijos: si los ve que pasan de año, se alegra; si en cambio reprueban por hacer mal el trabajo, se pone triste.”

Y aquella filosofía que dio sentido a la existencia de don Lorenzo fue también la causa de su muerte.

Un sábado de julio don Lorenzo llegó arrastrando una pierna. “Ustedes perdonarán pero es que me di un santo porrazo. Ya me pusieron fomentos de sal, no tardo en curarme.” Una semana después apareció por el rumbo apoyándose en un bastón de Apizaco: “La tranca no es mía. Me la prestó mi compadre para que no me recargue tanto en la pata mala. Es lo mismo que cuando se quiebra una rama: se necesita apoyarla en una horqueta, mientras amaciza porque si no se rompe”.

Aunque cada sábado se despedía prometiendo que “ora sí pa’la próxima vengo aliviado” al siguiente regresaba sosteniéndose con más fuerza en su bastón. Ante sus conocidos y amigos no concedía importancia a la persistencia del mal, pero en la soledad de jardines y patios confesó a sus flores predilectas —la zinnia, el rascamoño, el clavel de poeta— que la pierna se le había empezado a ennegrecer y las punzadas le arrancaban lágrimas.

Por último don Lorenzo se ausentó de sus rumbos. En los setos creció el pasto y rebasó sus límites. De las enredaderas colgaban hojas secas. Los follajes se aplomaron. Tan inesperadamente como había desaparecido, el hombre regresó.

Ante la decadencia de los patios y jardines que estaban a su cuidado explicó: “Ya ve que nunca falto, pero ahora sí no me quedó más remedio que irme unos días para Acolman. Fui a ver a un médico muy bueno. Él me ha estado envenenando la enfermedá con emplastos de cólquico y beleño. Son plantas venenosas y por eso mismo —según me dijo el doctor— para mi caso son buenas porque únicamente el mal puede curar el mal.

Aunque durante el día don Lorenzo procuraba convencerse de que mejoraba gracias a los emplastos venenosos, en las noches se estremecía al ver cómo aquella mancha negra iba creciendo y oscureciéndole toda su piel: “Ya ven, ¿no les dije? Cada cosa tiene su sombra, hasta la muerte cuando se nos va acercando”.

Don Lorenzo pudo haberse salvado, pero antes de morir nos explicó: “Ahora me salen con que si me dejo cortar mi pierna me alivio pero yo no quiero. Con una sola pata ¿quién me dará trabajo? Y luego, ¿con qué cara me presento ante Dios el Día del Juicio Final? Para que yo viniera al mundo Él me prestó este cuerpo con su cabeza, con sus dos patas, sus manos. Así que ¿cómo se lo devuelvo sin un cacho? No, a mí no me cortan nada. Cuando me muera quiero estar enterito: con mi sombra completa y con toda mi alma adentro”.