LA MUERTE DE DON JUAN

 




1

El Jairo vivió toda su vida para darse gusto. Años y años de purito placer. Esas cosas se pagan, no cabe duda: la prueba está en que sus últimos minutos fueron nomás de dolor. Desde que Gabriel lo agarró de los cabellos para separarlo de su esposa —que de seguro se quedó tirada, desnuda, mucho muy ofendida— hasta que se lo llevó al callejón, todo fue sufrimiento para él. Una cosa horrible. En lo angostito de ese lugar rebotaban sus chillidos, sus gritos: “Suéltame, Gabriel. Déjame explicarte. No es lo que te imaginas”. Lo sé porque desde aquí, junto a la ventana, todo se oye como si lo estuvieran diciendo en mi propia casa.

Los más alborotados eran los perros: ladraban como si olieran el muerto. En eso los animales nos ganan: presienten la muerte y los temblores. Enseguidita ya estaba toda la gente en la boca del callejón. Primero nomás viendo, gritando. Ya después fue distinto. Y de nada sirve que ahora todos anden haciéndose los inocentes y los mustios… Desde aquí vi como le llovían al Jairo los golpes en la espalda, en la cabeza, en sus partes.

Por un ratito todo fue como en cualquier pleito callejero. De repente no sé quién rompió una botella. En los cachos de vidrio se chispó la mañana, se deshizo el temor a Dios y luego también la propia vida del Jairo.

Porque los filos se le clavaron bien feo en la cara, en el estómago, en el cuello. De allí le saltó un chorro larguísimo de sangre. Eso me llamó la atención y pensé: “Aunque somos bien distintos, todos tenemos la sangre igual de colorada”.

2

Cuando lo vi tan quieto, tirado a media calle, no lo podía creer. Él, siempre tan animado, tan ganoso, ya no se movía. Qué cambio. Quien lo haya conocido sabe también de su fama: abusador de mujeres. Y es que su cuerpo era así: de que se le antojaba alguna la seguía y la seguía, hasta que era suya. Después, si te vi no me acuerdo. Lo malo es que todas se fueron aguantando a no decir nada, a no contarle a nadie su vergüenza. Los hombres —hermanos, padres, maridos, amigos de las mujeres violadas— tampoco hablaron, creo que por miedo a las burlas. Si cuando no pasa nada la gente se anda riendo de una, ora imagínese cuando hay motivo… Y conste que yo sé de eso…

No porque el Jairo esté muerto voy a hablar mal de él. De que era un cabrón, lo era; pero conmigo fue lindo. Siempre me saludaba: “Crucita ¿cómo estás, cómo amaneciste?”. Si estrenaba una camisa, un suéter, me los chuleaba. Verlo me daba gusto. Sí, encontrarlo en la calle me alegraba. A veces que iba con su bola de amigos me gritaba desde lejos: “Adiós, Crucita”. Y como los pelados empezaban a hacer sus burlas él les decía bien enojado: “Órale, órale, con mi novia no se metan…”. El Jairo me quería porque, según él, yo era la única mujer capaz de traerle buena suerte.

3

Cuando vino la policía a preguntar: ¿cómo estuvo la cosa?, ¿quién fue?, ¿usté conocía al sujeto?, me hice la tonta y no dije ni media palabra. Pero claro que lo vi todo y a él lo conocía, puede que mejor que nadie. Esa mañana lo vi pasar, como siempre, muy bañado. Se me hizo raro: iba tan de prisa que ni siquiera se detuvo a saludarme. Desde lejos, me gritó: “Adiós, Crucita, luego nos vemos”. Claro, como que iba a lo suyo. Se lo noté, le vi las intenciones. Lo malo fue su prisa, porque si se hubiera acercado y me hubiera dicho: “Crucita, ¿qué hago con la mujer de Gabriel?”, yo le habría aconsejado: “Allí no te metas, Jairo. Te va a ir mal, yo sé lo que te digo…”.

Por esa simple cosa pasó lo que pasó, lo que ya le conté: los gritos, los ladridos, los golpes y la maldita botella. Y yo aquí, sin fuerzas para moverme, viéndolo todo. Pude haber cerrado las cortinas, pero me pareció feo. Yo tenía que acompañar al Jairo en sus últimos minutos. Cómo no, si fue tan gente conmigo. “Ojos bonitos”, me decía. Lo que más me gustaba era que me dijera: “Tú me das buena suerte, jorobadita”.

Nunca se propasó, nunca ni siquiera hizo el intento de tocarme el cuello, el pecho. Me respetó siempre y yo por eso me quedé aquí, viéndolo todo, aguantando los golpes, las heridas que le hicieron. Ya que esa mañana no le di la suerte, al menos le entregué mi compañía.