Nada más los pirules le daban sombra al camposanto. Entre un tronco y otro se veían nopales, huizaches y hierbas de las que nacen solitas. De la reja que alguna vez rodeó el solar no quedaron más que pedazos, así que los cortejos podían haber llegado por los mismos caminos que habían hecho los ladrones o los amantes. Pero nadie lo hizo. Al menos yo no lo recuerdo. Cuando venían a traer algún difunto me daban centavos extra para que les abriera la puerta de fierro, que por cierto nunca estuvo cerrada. Con empujarla tantito hubiera sido suficiente. Pero eso tampoco nadie lo hacía. Como que la muerte tiene sus formalidades. Lo comprendo bien: ésa impone hasta a personas como yo que la vemos casi a diario.
Y por esa puerta por donde fueron llegando los difuntos del pueblo también entré yo, a quien todos veían como a un muerto. Dijeron que me daban el empleo de camposantero para ayudarme. Yo sé que lo hicieron para que no anduviera por las calles del pueblo, muy barriditas; para no soportar que tocara a sus puertas y les pidiera un taco, una ropita vieja. No es por echármelas, pero hasta a los más tacaños logré quitarles algo: cuando menos, el apetito.
Nadie me trajo. Vine contento, con la ilusión de recibir 3.50 diarios y de comer dos veces al día en la casa de Chaya, que está muy cerca de aquí, donde da vuelta el Río de Piedras. Así se le nombra porque no arrastra agua sino lajas. En el tiempo de lluvias junta una corrientita, pero luego se seca y vuelven a quedar las puras piedras desnudas que arden bajo el sol. A veces, sobre todo si se las mira desde lejos, parece que entre una y otra corre la sangre, pero no es cierto: lo rojo que se ve son las bolitas que caen de las ramas del pirul y que el viento arrastra.
Cuando llegué a este cuarto no había más que el pico, la pala y la cuchara. Por allá, un montón de botellas, periódicos viejos y tablas que dejó Hilario, el anterior camposantero. Con eso me hice una cama y pasé mi primera noche entre los muertos. Dormí como un bendito porque no hubo ninguno que viniera a levantarme y a darme de puntapiés en las costillas, como hacían los cuicos cuando me hallaban dormido en una banca del jardín, en las escaleras de la iglesia o bajo los arcos del mercado.
Pronto hice mi rutina: ir a la casa de Chaya y regresar al camposanto caminando por el Río de Piedras. Como está hondo las pisadas suenan mucho. Para no oirlas me dio por platicarme mis cosas. El eco me copiaba. Eso me gustó pensando, sobre todo, en la de veces que nadie me había contestado.
Para no aburrirme, procuraba ponerme a trabajar: “Quitas las flores secas, riegas las tumbas, podas las matas”, me dijeron cuando me dieron el empleo. Esa recomendación era una burla para los muertos, no para mí. Aquí todo estaba seco y si algo había sembrado alrededor de las fosas era olvido. Pocas veces llegaban visitantes, pero eso sí, siempre estaban de prisa. Desde mi cuarto los veía alejarse sacudiéndose la ropa, los zapatos y también los recuerdos.
Pasó un tiempo y me di cuenta de que había una tumba comida por la mala hierba y a la que nadie visitaba. Me dio lástima. Procuré cuidarla un poco más que a las otras. Por entretenerme pulí la lápida y al fin llegué a ver lo que estaba escrito en ella: “Marcela Trujano: 1911-1941. Actriz. Murió en el Seno de la Santa Madre Iglesia. Para todos nosotros vivirá por siempre. Sus padres: Francisco y Antonia; sus hermanos: Martín, Agapito, Rebeca, Sebastián y Estefanía la lloraremos desde este Valle de Lágrimas”. Sacando mis cuentas, pensaba que a fuerza una de esas personas estaría con vida. Entonces ¿por qué ninguna iba a visitar los restos de Marcela Trujano?
De ver la tumba sola, de repetir el nombre de la muerta, empecé a encariñarme con ella. Unas veces la imaginaba fresca, contenta, oyendo los aplausos del público; luego, de golpe, la veía morirse. Clarito la imaginaba decaída, a lo mejor doblada por uno de esos dolorcitos a los que no les hacemos caso y luego nos matan. Muchas horas cavilé junto a la tumba de Marcela, procurando rehacer la vida que la había llevado a la muerte. Llegó a mortificarme tanto dejarla sola que iba a la casa de Chaya sólo para recoger la comida y volvía al camposanto a toda carrera. Entonces almorzaba o cenaba con Marcela, así de real la sentía.
Hay cosas en las que uno se mete nomás así y nunca se imagina cómo irán a terminar. Eso me sucedió con Marcela. Al principio repetía su nombre por caridad, pero luego me hizo falta pronunciarlo. Muchas veces, al volver caminando por el Río de Piedras mentaba su nombre quedito —”Marcela, Marcela”— sólo por el gusto de oir que el eco lo repitiera. Luego me atreví a llamarla con nombres cariñosos con que me imaginaba la habían nombrado su familia: “Marcelita, Marce, Marita”. En las noches, cuando pensaba que ni el eco me oía, le gritaba con el nombre cariñoso que inventé para ella: “Mar del Mar”.
Como digo, nunca iban sus familiares a visitar a Marcela y pensé que esto debía entristecerla mucho. Por eso tuve la ocurrencia de hacer mis desfiguros. Un domingo, por ejemplo, me paraba frente a la tumba de Marcela y hacía como que yo era Francisco, su padre. Entonces, con voz fingida le platicaba: “Vine a verte porque te extrañamos, hija. Nada nos consuela de no verte más”, y cosas por el estilo. Otras veces fingía voz de mujer y me le presentaba como si fuera Rebeca: “Ayer mamá y yo pusimos tus cosas a asolear. Todas están exactamente como las dejaste. No regalamos nada porque tenemos la esperanza de que un día regreses con nosotros, aunque sabemos que eso no ocurrirá…”. De oirme se me salían las lágrimas. No sé si lloraba por Marcela o por mi futuro entierro, al que nadie asistirá.
Para que Marcelita no entrara en sospechas y no se diera cuenta del engaño —después de todo ella había sido actriz— decidí hacer el fingimiento completo y me robé un vestido de Chaya y un pantalón de su esposo. No tomé la ropa para venderla ni nada, sino para disfrazarme, igual que lo había hecho “Mar del Mar” en el teatro. Así quise hacerle, pero a mí me lo tomaron a mal. Ahora estoy acusado de loco, de ladrón. Ya me dijeron que piensan meterme al manicomio: bien merecido me lo tengo porque a los muertos uno no debe engañarlos.
Para qué alargo la cosa, para qué le doy vueltas: hoy vendrán por mí. Esas gentes llegarán corriendo. De todos modos les voy a pedir un favor, a ver si me lo hacen: que salgamos caminando por el Río de Piedras para que yo pueda gritarle a Marcela, a Marcelita, a “Mar del Mar”… Quién quite y esta vez sea ella, y no el eco, quien me responda.