Don Jerónimo siempre estuvo orgulloso de ser un hombre alto, fornido; pero ahora, conforme se acercan los pasos de su hija Marina, le gustaría hacerse pequeñito para no ocupar espacio en la habitación de techos de lámina, para no hacer bulto en el catre. Igual que cuando era niño, desearía hacerse invisible, perderse entre la manta gris que le sirve de sábana y cobija. Es inútil. Cuando la puerta se abre cae la luz sobre su cuerpo como una acusación. Intenta sonreir.
–¿Eres tú? Pensé que era el Juanito. Ya sabes; en cuanto se despierta, jala pa’ca. ¿Por qué no ha venido? ¿Está enfermo? —don Jerónimo se da cuenta de que su ojo izquierdo supura más que nunca. Parpadea.
–Rafael lo llevó anoche con mi suegra y lo dejamos a dormir allá —Marina ve la ropa de su padre colgada, como siempre, de un clavo. Junto al catre descubre la caja de cartón, vacía, y el lazo que ella misma bajó del tendedero.
–Tengo frío, por eso no m’he levantado; pero ya’orita me paro —dice el viejo, frotándose el pecho.
–Es domingo, ¿qué prisa tengo? —Jerónimo hace la pregunta con un temblor en la voz. “Tengo miedo.” El ojo sigue supurando; se acentúa la resequedad de su boca y el dolor que le baja del vientre hacia las piernas amoratadas, lentas, inútiles. Tose con fuerza para que en el cuarto no quepan las palabras.
–No tarda en llegar la profesora. Viene en coche y así usté no camina.
–Ah… entonces ¿siempre me mandas al asilo?
–Ya le dije que no es asilo, papá. Es una casa donde viven otras personas como usté…
–Otros que les estorban a sus hijos; otros a los que sus familias no quieren porque no tienen dinero; otros viejos inútiles, como yo —poco a poco la voz de don Jerónimo se convierte en grito.
–No haga escándalo. Mire, Rafa anda de fierro malo. Ya sabe cómo se pone.
–Y claro, a ti te importa más tu marido que yo, que soy tu padre…
Marina no tiene respuesta. Descuelga la ropa del clavo: una chamarra a cuadros, un pantalón de dril, dos camisas luidas. Dobla las prendas y las acomoda en la cajita de cartón. El viejo piensa que es su cuerpo —sin voluntad, sin huesos— el que va entrando en la caja, “como en el ataúd”.
–¿Juanito ya sabe que me voy?
–No, por eso lo mandé con mi suegra.
–Y cuando regrese, ¿qué vas a decirle?
–Que se cambió usté de casa, que podremos visitarlo y llevarlo a pasear los domingos o un día de entresemana —dice Marina, tratando de ser optimista.
–¿Sabes cuánto hace que no damos la vuelta?… Meses. Si estando aquí ya no me sacan a ninguna parte, imagínate luego cuando ya no me vean. Al rato me les olvido.
–Papá, se está haciendo tarde. No podemos hacer que la maestra se entretenga. Es domingo, ella también querrá hacer sus cosas.
Marina guarda silencio al oir la voz de su esposo: “Órale tú, ya se despertó Jovita y está chillando”.
–Papá, tengo que ir a darle de comer a la niña. Mientras usté se viste, ¿no?
El viejo se revuelve en la cama que nunca antes le pareció tan tibia. Se lleva la mano a la cara.
–Este ojo, qué lata me da —con el dorso limpió su mejilla izquierda y luego la derecha, también húmeda. Qué te parece, Marina, estoy moquiando.
–Papá, son las nueve y media —Marina vuelve a oir los gritos de Rafael: “¿Qué tanto haces, tú? Jovita está toda batida, ni modo que yo la cambie”—; déjeme nomás cambiar a la niña y ahorita vuelvo para ayudarlo a vestirse.
–Ya te volviste dura, como el hombre ese. Dura y mentirosa. No, no vas a volver para ayudarme, sino para asegurarte de que me salga de aquí. T’estorbo. Te pesa lo que me das de tragar. Se te olvidó que soy tu padre.
–Papá, usté ya sabe cómo están las cosas: Rafael no tiene trabajo fijo. Yo, como quedé herniada desde que nació Jovita, no puedo lavar ajeno, qu’es con lo que me ayudaba. Dígame ¿qué hago? Con lo que Rafa me da no me alcanza ni para los niños y usté… Le juro que si tuviera yo algo, si ganara algo, no le faltaría… Además, la madre de Rafael vive y dirá que si usté está aquí, por qué no me la traigo también a ella.
–Marina, ¿que n’oyes? Jovita está chillando, apúrale.
La mujer va a salir, pero su padre estira los brazos, como si deseara estrecharla.
–Marina, ya casi no como: en la mañana atolito. Ni pan quiero. Al mediodía mi sopa aguada, porqu’eso sí me gusta, pero te consta que nunca alcanzo a llegar a los frijoles. Y en la noche… Bueno, si quieres ya no me des de cenar. Ni café siquiera, porque se me va el sueño.
–Papá, están tocando. Debe ser la maestra…
Don Jerónimo se incorpora en la cama, tan gris como la manta que lo cubre.
–Si quieres, les desocupo esta pieza. Sí, mira: en el día me pones una sillita en la puerta y allí m’estoy, cuidando a los chiquillos. En la noche, me conformo con que tiendas un colchón en la cocina. Cerca de la estufa dormiré mejor.
–Marina, están tocando. Abre, yo no puedo salir: estoy en el excusado.
–Papá, por favor, se lo suplico, levántese…
–Marina, yo sé lo que te digo: ya no voy a durar. Con la ropa que tengo me aguanta hasta que me muera.
–No lo digo por la mala, sino para que veas que no vas a tener gastos por mi culpa. Si algo compras, que sea para tus hijos: están creciendo.
Los ladridos de Bismarck anuncian la presencia de un extraño en la casa. Marina entreabre la puerta y mira a Rafael, que saluda a la directora del asilo.
–Ya está aquí la maestra, tiene que apurarse, papá. Ándele. ¿Dónde dejó el otro calcetín? —Marina observa los zapatos de su padre: sin agujetas, con el empeine roto, parecen tan enfermos como los pies que malamente abrigan.
–Hija, t’estoy suplicando: no me hagas esto. En el asilo me va’garrar una tristeza tan grande que me voy a morir y no quiero cargarte con ese remordimiento. Aquí siquiera oigo a los niños que ríen, que juegan. Me hacen travesuras y jamás les pego o ¿alguno te ha dicho algo? Si levanto el bastón es nomás para asustarlos —dice el viejo con una risa tonta.
–Papá, necesito esta pieza para meterlos aquí. En mi cuarto ya no caben. Además, Rafael y yo queremos…
–¿Estar solos?… Y qué ¿un viejo como yo se los impide?
Don Jerónimo se ahoga en sus lágrimas. De golpe se abre la puerta. Rafael está allí con los faldones de la camisa por fuera y la mirada cristalina que anuncia violencia.
–Por eso ¿qué tanto hacen? Ya llegó la maestra ¿qué n’oyeron? —mira rápidamente a su suegro—: Újule, otra vez chillando…
En cuanto oye estas palabras don Jerónimo se incorpora, adopta una actitud heroica y dice:
–Ya voy, nomás l’estaba contando a m’hija cómo fusilaron los federales a mi hermano Chuy delante de mí. Parece qu’estoy oyendo la voz del infeliz que dio la orden: “Disparen, apunten, fuego…” Chuy cayó, enterito como un hombre. A ver Marina, búscame mi calcetín.