La celadora no aparta la mirada de Josefina, que sigue con el auricular en la mano y lo aprieta contra su oreja, tratando de discernir algo en la confusión de rumores y voces que se oyen al otro lado de la línea. Sus ojos se iluminan cuando al fin escucha la vocecita de Consuelo, la más pequeña de sus sobrinas:
–Chelo, ¿eres tú, m’hija? ¿Qué no está por allí Rubén? —la niña responde con un murmullo incomprensible. Nena, llama a tu abuelita o si está Rubén pásamelo para que le pregunte por qué no ha venido: lo estoy esperando. ¿Qu’está enfermo? Hace mucho que no viene… Bueno, bueno, Chelito… Se cortó —dice con desaliento. ¿Puedo volver a llamar?
–No, ya ocupaste mucho el teléfono y otras compañeras están aguardando desde hace rato —la celadora se dirige hacia el grupo de reclusas que, uniformadas de beige y azul, se alinean ante la mesa del teléfono. La que sigue. Rapidito por favor, muchachas, rapidito.
Temerosa de que Rubén llegue a última hora y no la vea, Josefina recorre el pasillo, atestado de visitantes. Otras internas conversan con sus familiares, acarician a sus hijos, escuchan historias de la casa temporalmente abandonada, cuentan algo de su propia vida en el reclusorio. “Ya estoy aprendiendo a manejar la máquina de seis carretes.” “Me salió con que’es venezolana y ¿sabes? ella les dice arepas a sus tortillas. Me dio a probar: son sabrosas.” “Ya no me traigan jabón del bueno porque se me hace que la Pelona me lo está robando.” “Pues sí, está bien que te abrieran la lata, pero no es justo que hayan batido las sardinas. Si son para el puerco, tú.” “Habías de llevar a las niñas a Xochimilco, de aquí ya no te queda tan lejos.” “Toma, éste es mi primer sueldo. Llévaselo a tu abuelita, dile que con eso te compre los zapatos que…”
Josefina se acerca a la puerta de vidrio donde los niños han dejado las huellas de sus manos, sucias de dulce y grasa. Estira el cuello con la esperanza de ver a Rubén entre los visitantes que van llegando a última hora. Piensa en las muchas veces que lo esperó en la puerta de la vecindad o fue a buscarlo a casa de su madre, a la terminal de los cargueros, a la ostionería de Daniel. Sabe que allí en ese nombre empiezan los recuerdos amargos, la desgracia.
Fugaz, rapídisima, la asalta una imagen: se ve a sí misma clavando una botella rota en la espalda de Daniel cuando éste intentaba herir a Rubén con un picahielo. En los interrogatorios jamás ha logrado describir con la misma claridad la escena que ve a toda hora. En las manos se le despierta la sensación de humedad y tibieza que le dejó aquella sangre. Angustiada, las frota contra su falda azul. Contempla el cielo denso y gris. Bien sabe que es inútil la espera.
Josefina se dirige al pabellón de procesadas. Mira el altarcito que hay junto a la puerta pero no se persigna. Desde la puerta reconoce la voz de Julio Iglesias que sale de un aparato de radio. Varias de sus compañeras yacen bajo sábanas arrugadas y sucias para asfixiar en el sueño el tedio del domingo.
Nunca antes le pareció tan reducida su celda, apenas separada de las otras por la mitad de un muro. Sobre su camastro están las ropas sucias que se quitó esa mañana. Las toma y las arroja con furia contra el mueble metálico que hace las veces de ropero. Cae al suelo una latita donde se pudren dos flores que fueron amarillas. El olor del agua podrida se esparce rápidamente. Se sienta en el lecho, fascinada por la mancha oscura.
–¿Tristiando, mujer? —es la voz de Dalila, que aparece con una bolsa de papel entre las manos. Como Josefina no responde, ella insiste—: ¿No llegó, verdad?
–No, quién sabe qué le pasaría. Como anda tanto en carretera a lo mejor tuvo un accidente.
–No te apures, no le pasó nada.
–Dios lo ha de querer —dice Josefina, observando a su compañera, de quien se cuentan historias… Dalila está junto a ella, con las piernas cruzadas. La falda, demasiado corta, no alcanza a cubrir el nacimiento de sus muslos. Turbada, Josefina desvía los ojos hacia la ventana recubierta con tela metálica. Ojalá que no le haya pasado nada.
–A los sinvergüenzas nunca les pasa nada. Mira, si tu viejo no vino, no es porque no quiera. Así son de cabrones los hombres. Si ellos van a dar al bote, allí está una yendo a visitarlos, llevándoles sus comidas y su ropa limpia. Entonces todo el mundo dice: “Es tu obligación, fregarte por tu marido, por tu hermano, por tu padre”. Pero cuando es lo contrario…
–¿Qué? —pregunta Josefina irritada.
–Que la cosa no es pareja. Ellos tienen su manera. Al principio vienen y la ven a una y todo; pero luego la misma familia, los amigos les dicen: “No seas tarugo, ¿a qué vas allá? Búscate otra, ¿cómo vas a estar solo?”. Y ellos, muy obedientes, no paran hasta que hallan otra vieja. ¿Estás chillando? Pero si no te lo digo para que sufras. Lo que quiero es que te des cuenta de cómo son las cosas.
–Es que ya no aguanto —dice Josefina, que alarga la mano y toma un rollo de papel sanitario. Corta una tira y con ella se enjuga los ojos. Él sabe muy bien que si le di al Daniel fue para defenderlo, ¿pos que no se acuerda?
–Se acuerda, pero le vale… Ora que a lo mejor estamos de mal pensadas. ¿Hablaste por teléfono a su casa? —pregunta Dalila, pasando su brazo sobre los hombros de Josefina.
–Sí, pero nomás me dejaron colgada rete harto rato. Luego me contestó Chelito, mi sobrina. La escuincla tiene tres años, ¿qué me iba a decir la babosa? Nada… Pero yo sé, yo sé que él estaba allí. Todos los domingos íbamos a casa de su mamá… —Josefina guarda silencio y luego continúa—: eso es lo que más me duele: que no me hable claro, que se me ande escondiendo, que no sea capaz de decirme: “No voy a ir a verte por esto o por lo otro”. ¿Qué se gana con engañarme, diciéndome que lo espere?
–No, pos nada…
–Por eso, entonces que me diga claramente las cosas…
–Pos no te las va a decir, ni lo esperes… —asegura Dalila con gravedad.
–Y entonces ¿yo qué hago? ¿Cómo voy a vivir aquí? Esperándolo, esperándolo…
–Allá o acá, así estamos siempre: esperando… —Dalila se siente herida por la angustia de Josefina, que se muerde las manos para no gritar. Hay tal desesperación en el gesto de su compañera que siente pánico. Mira la bolsa de papel. La toma, la abre. Saca un paquete de galletas y un recipiente con mermelada:
–¿Te preparo una galletita? Con eso, por lo menos se te quita lo amargo de la boca…
–¿Y con qué le quito la amargura a mi vida? Yo creo que con nada… sólo muriéndome.
Dalila no contesta. Escucha los pasos de las internas que, concluida la hora de visita, vuelven a sus celdas.