Consuelo cierra la caja de cartón en que lleva sus ofrendas al Señor de las Miserias, patrono de su pueblo. Una y otra vez le ha pedido un milagro: la curación de Rómulo, su esposo enfermo hace siete años. Tocan la puerta: es Antonia, la amiga que cuidará a Rómulo en ausencia de Consuelo.
–Buenas… Se me hace que llegué muy temprano —dice Antonia, que bajo su chal de lana oculta un envoltorio de ropa.
–Mejor, así me acompaña a tomarme un cafecito. ¿Se lo sirvo?
–Pos me lo tomaré. Me traje esta ropa para irla remendando en ratitos.
–Rómulo no da lata. Casi todo el día está dormido. Y es que en las noches no pega las ojos. Eso me preocupa: usté sabe que un hombre sin dormir se vuelve loco. ¿Cuántas de azúcar?
–Tres, si me hace favor. A ver, vaya diciéndome: ¿qué come?, ¿a qué horas le tocan las medicinas?
–Ni come, no puede pasar nada. Si acaso un caldito, un atole. Ya se los dejé hechos, nomás para calentarlos. Medicinas ya no le dan: tomó tantas que se le estaba descomponiendo la cabeza. Con decirle que al pobre ya casi se le cayó todo el pelo.
–Tan guapo que era. Me estaba acordando que la última vez que lo vi bueno y sano fue en el 75, cuando se casó mi hermano Luis.
–Uh, ya no es ni su sombra. Está en los huesos. Y luego con esas ronchas tan feas que le salieron, haga de cuenta que tiene la carne viva. Pobrecillo: ya ni el polvo de haba le ayuda.
Antonia escucha con cierta inquietud las últimas palabras de su amiga. Al fin se atreve a preguntarle:
–Pero de las ronchas ya está bien ¿no?
–Pues si viera que no. Pero no se preocupe: no son contagiosas. Claro que yo le tengo su ropa y sus trastos aparte para más seguridad.
–Usté sí que ha tenido una paciencia de santa con este hombre, que antes fue tan tomador y todo…
–Pobre, me da lástima. Soy su mujer, tengo que cuidarlo. Está pegado, pegado a mí. Por eso ni le dije que iba a dejarlo tantito con usté. ¿Para qué lo inquieto? Me voy a la esquina y piensa que ya no regreso. Per’ora no se va a dar cuenta. Casi siempre está dormido. Sólo se levanta cuando lo agarran los ataques de ansias.
–Usté no se apure —afirma Antonia decidida—: yo lo cuido. Entonces, en eso quedamos: que no se le hace ni se le da nada especial.
–Mi único cuidado es no dejarle ni tijeras ni cuchillos cerca porque luego le entra la desesperación y me da miedo que haga una barbaridá. Bueno, pos me iré. De veras, no sabe cuánto le agradezco…
–No, no. Ni diga. Ya sabe: hoy por ti, mañana por mí…
Antonia remienda junto a la ventana, extrañada de que el enfermo no haya dado señales de vida. A veces piensa en su casa: se pregunta si su hija Ignacia cuidará bien a Lupe, la recién nacida. Inconscientemente empieza a tararear una canción: Como palomas, volaron todas mis ilusiones/y ya se han muerto mis esperanzas sin tu querer… Abstraída, no se da cuenta de que frente a ella está Rómulo: con las ropas maltratadas, los mechones de pelo en desorden, la piel comida por la enfermedad, parece un resucitado. Mudo, lleno de pánico, mira a Antonia sin comprender por qué está allí. De repente se cree abandonado y emite un gemido desgarrador. Antonia, al escucharlo, levanta los ojos y lanza un grito. El enfermo, asustado, regresa a su cama y permanece allí quieto, tembloroso, a la defensiva.
Confundida, Antonia se levanta y lo primero que hace es buscar las tijeras que cree haber puesto encima de la ropa. Al no verlas recuerda las palabras de Consuelo: “Un hombre que no duerme se vuelve loco”. “No le dejo cuchillos ni tijeras, no vaya a hacer una barbaridá.” Temblando se dirige a la puerta. La abre y grita.
–¿Qué pasa? —pregunta Taide, la dueña de la verdulería que ha venido, como todas las mañanas, a ver qué se le ofrece a Consuelo. Se asombra al encontrar en su sitio a Antonia. Ésta, demudada, la toma por los hombros y le dice entre gemidos:
–Bendito sea Dios que vino. Este hombre, qué cosa tan horrible, está loco. No duerme. Quería matarme con mis propias tijeras.
–¿Él se las quitó o qué pasó?
–No sé, no sé. Yo las puse encima de la ropa que estaba remendando y no están. Seguro que las tomó para matarme. Chelo me lo advirtió: está loco —explica Antonia, sacudida por un llanto histérico.
Taide hace esfuerzos para tranquilizarla. Otras mujeres, atraídas por la escena, empiezan a rodearlas. Las más cercanas transmiten parte de la conversación a las que van llegando y parecen ansiosas de noticias: “Que está loco, que nunca duerme”. “Que agarró sus tijeras para matarla.” “Que está todo podrido, leproso…” “Que se enloqueció porque nunca duerme.” “Que la pobre, por poquito, se muere del susto al verlo.” “Que Consuelo, cansada, mejor se fue y ni siquiera se llevó sus cosas.” “Que se levantó desnudo y quiso echársele encima, para abusar de ella.” “Eso es lepra, yo ya lo había oído. Se los advertí, pero no quisieron hacerme caso.”
De pronto, entre todas las voces, se oye una más clara: “Tenemos hijos. No está bien que Rómulo siga aquí: nos va a contagiar a todos”. El silencio se llena de rumores hasta que al fin alguien propone con firmeza: “En mi tierra, a los leprosos los quemamos. Y no sufren porque ya ni sienten…”. Silencio total, miradas, cabezas que se inclinan. De entre la multitud sale un hombre con la hoja en llamas de un periódico. La casa está hecha de láminas y tablas que brillan en la mañana nublada.
A distancia, los habitantes de la colonia observan la mancha negra que ocupa el sito donde estuvo la casa de Rómulo y Consuelo. Ella —que hace apenas unos minutos regresó de visitar al Señor de las Miserias— permanece hincada sin poder explicarse lo que ocurrió. Todos la rodean, guardan silencio. Gimiendo, con la cabeza cubierta, se le aproxima Antonia:
–No sé ni qué decirle ni cómo pasó. De milagro me salvé de una desgracia tan grande —Consuelo no responde, sigue inmóvil. Ahora, lo único que podemos hacer por él es encomendarlo a Dios y rezarle —dice Antonia. Mete la mano a la bolsa para sacar el rosario. Entonces siente heladas y punzantes las tijeras.