LA ÚLTIMA NAVIDAD

 




1

Para nosotros, los últimos eran los peores días del año. Sobraban motivos para temerle a diciembre: la navidad significaba el horror de ver a mi padre hundirse en una embriaguez que principiaba en brindis amistoso y concluía en largas desapariciones.

En esos periodos de soledad la angustia de mi madre era infinita. Incapaz de olvidarlo y abandonarlo a su suerte, suplicaba a mis hermanos mayores que fueran en busca de mi padre. Ante su resistencia, ella repetía los peligros que lo acechaban: “¿Que tal si lo atropelló un coche y está por allí, solo, muriéndose sin que nadie lo ayude?”. “Él fuma mucho. A lo mejor se durmió con el cigarro prendido… Dios no permita que se me vaya a incendiar.” “Ándenle, no sean malos. Búsquenlo. Así como está, cualquiera le da un mal golpe para quitarle el reloj…”.

A sabiendas de que no iban a encontrarlo, mis hermanos empezaban un rastreo infructuoso en cantinas, pulquerías, piqueras y casas de mala nota. De sus exploraciones regresaban torvos, silenciosos, violentos.

Mientras tanto, los menores procurábamos ignorar los motivos que volvían trágica la temporada que en otras casas era de fiesta. Mi madre se esforzaba inútilmente por dividirse entre su preocupación y sus deberes para con nosotros. Atenta a los ruidos de la calle, a lo más que llegaba era a decirnos cuando estábamos sentados a la mesa: “Ustedes coman, no se mortifiquen…”. Sólo el hambre nos hacia tocar el pan amargo de diciembre, adquirido gracias a préstamos humillantes.

2

La tristeza de mi madre volvía irrespirable el aire de la casa. Por eso, aunque supiéramos que en la cuadra éramos vistos con lástima, salíamos a divertirnos con los juegos de siempre: “el avión”, “la cuerda de carne, chile y mole”, “el bote”, “las anchuras”. No lo confesábamos pero esos momentos eran de falsa alegría. Todo estaba ensombrecido por el temor de que nuestro padre apareciera y atrajese las miradas de burla o desprecio de nuestros amigos. Tan grande era nuestra inquietud que muchas veces rezamos para que Dios nos hiciera un milagro: “Que regrese de noche para que nadie lo vea”.

Nuestras súplicas no fueron atendidas. Muchas veces mi padre volvió de tarde, con los bolsillos llenos de chicles, pastillas de menta y monedas. Las repartía entre nuestros compañeros de juego. Ellos, con más o menos disimulo, se alejaban a toda carrera. Nosotros seguíamos a mi padre hasta la casa, que de inmediato se transformaba en una especie de pasadizo negro tachonado de malas palabras, insultos, llanto, súplicas de perdón o promesas hechas ante una Virgen mancillada por la humedad de la pared.

Soportar la furia del recién llegado era menos irritante que enfrentarnos a su sentimentalismo de ebrio. Nos obligaba a que rodeáramos su cama —sucia, con restos de comida, botellas, papeles, cajetillas de cigarros a medio consumir— para hablarnos con voz estropajosa del “Niño Jesús, que aunque iba a ser el Rey de Reyes nació desnudo en un pesebre, y supo que el camino de espinas de la pobreza conduce siempre a la gloria”. La realidad nos había enseñado que la miseria es algo enteramente distinto: padecer, anhelar sin esperanza, sentirse solo.

Por lo general, aquellos monólogos didácticos lo llevaban a la euforia amorosa hacia mi madre, que terminaba suplicándonos: “Criaturas ¿qué hacen aquí encerrados? Váyanse a jugar, diviértanse. ¿No están contentos de que haya regresado su papá?”.

Aquella maravillosa mujer a quien todos tenían por “una santa”, estaba lejos de imaginar que su pudor nos enviaba a un infierno: sentados en la banqueta, mirábamos a los vecinos que iban a las tiendas próximas en busca del pan, los dulces, la fruta o el vino que compartirían durante la cena de navidad. A cada momento se nos acercaban nuestros amigos para mostrarnos su carta enviada a Santa Clos. Cumplida su misión, y sin saber hasta qué punto los envidiábamos, se iban para no ensuciarse la ropa o llegar tarde: faltas que podían significarles la pérdida de juguetes codiciados durante todo el año.

3

En el recuerdo, todas las navidades de mi infancia son iguales, excepto una que considero la última, aunque de entonces a la fecha haya visto concluir muchos otros diciembres.

Por la tarde del 24, cuando ya no lo esperábamos, mi padre regresó de su más larga ausencia. No estaba ebrio. Contento, se anunció desde el zaguán entre palmadas y gritos: “¿Dónde está todo el mundo?”. De inmediato salimos a su encuentro. Mi madre fue la última en presentarse. Inmóvil recibió el beso que mi padre depositó en su frente. Él no pareció notar su gesto y se fue directamente al comedor, oscuro y frío: “Bueno, y qué, ¿en esta casa no hay cena de navidad?”. Mi madre no contestó. Nosotros, que habíamos vivido una de las épocas de mayor miseria, permanecimos callados.

Nuestro silencio debió de hacer sentirse tan culpable a mi padre que volvió a tomar su sombrero, dio media vuelta y de camino hacia la puerta lo oí decir: “Mejor me voy. ¿Quién quiere estar con una mujer tan triste?”.

Aquella noche nuestra casa fue la única que permaneció a oscuras en la cuadra y nosotros, los cinco hermanos, perdimos para siempre la dicha navideña.