–¿Ya llegó? Uy Dios santo, ¿pos qué hora es? No le digo: por estar pensando en mis cosas se me pasó el tiempo en un suspiro. ¿Cuándo no? Mire, ya nomás guardo aquella ropita y nos vamos. Oiga, se me hace feo que se quede allí en la puerta, esperando. Mejor pase. Pero tenga cuidado de no pegarse en la cabeza: el techo es bajo. Perdonará que no prenda la luz. No tengo. Ya usté sabe que me la cortaron hace cuatro días —explica la anciana sin sombra de malicia. Si viera que ésa me pudo menos qu’el agua: llevo harto tiempo sin una gota y eso de andar acarreándola de aquí y de allá se me hizo rete pesado. Será que estoy vieja, pero le cuento que para cargar una cubeta me dolían todos los brazos. A ver, aquí puede sentarse. No tenga miedo, no se cae: la silla está bien pegadita a la pared.
Domitila concluye con una risa aguda que irrita al hombre, siempre en silencio. La gentileza de la mujer lo presiona tanto como el aire viciado que respira en la habitación. Aunque no se lo confiese, tiene miedo de compartir la penumbra con esa anciana a la que ha venido a arrojar del sótano que ocupó durante los 49 años que ha sido portera del edificio Los Girasoles. Lo reconforta acordarse de que pronto estarán allí los cimientos de un condominio ultramoderno. El hombre estira una pierna y sin proponérselo tira un bulto. Va a recogerlo pero la anciana se lo impide tocándole suavemente el brazo:
–Ni se moleste, licenciado: son tortillitas duras que puse a secar. Nunca desperdicio nada, pero creo que ahora sí más me conviene tirarlas porque ¿cómo las cargo? Ya llevo mucha cosa…
Una ráfaga de aire levanta el percal con que está cubierto el respiradero que hace las veces de ventana. El hombre mira la banqueta, el hocico de un perro, los pies mal calzados de un niño que pasa a la carrera. Con grandes esfuerzos Domitila arranca el trapo que durante mucho tiempo le ha servido de cortina. Se estremece de asco al ver que entre las manos sólo tiene hilachos descoloridos, sucios de grasa y polvo. La luz que cae sobre su espalda recorta su silueta y arranca destellos a los aretes de papelillo azul, su único adorno.
Por efecto de la claridad, como en el papel de una fotografía, van revelándose en el espacio de la habitación cajas, bultos, montones de periódicos, un anafre, dos cubetas de plástico y una jaula vacía que atrae la mirada del hombre.
–Regalé mis pericos, ¿se acuerda que eran tres? Mi suerte ha sido tan rabona que nunca logré que hablaran: siempre callados, haciendo batideros. Ay Domitila, Domitila —se dice la anciana con tristeza—, tanto que repelaste d’ellos y ahora no sólo los extrañas, sino que los envidias: con todo y ser animales ya tienen casa pero tú ¿dónde vas a meterte? Con lo carísimas que están las rentas, ni un cuarto redondo hallarás, y otro sótano, menos.
El hombre tira el cigarro a medio consumir y lo frota con la punta del zapato. Se obstina en ver la mancha oscura que ha quedado en el piso para no enfrentarse a la mirada húmeda de la anciana, que sigue hablando:
–Desde que vino el actuario, aquel viejo que nos echó un sermón de que la gente no podía seguir pagando nomás 300 pesos de renta cuando sobraba quien quisiera darle por las viviendas no se cuántos miles, yo comencé a buscarme otro lugar, no crea que no. Pero no pude irme, ni siquiera cuando se rompieron los caños y se me llenó todo esto de agua puerca. ¿Usté cre que me quedé por mi gusto? No. Si yo también tengo narices, mi orgullo y mi vergüenza. Pero ni modo porque ¿a dónde me metía? Fíjese usté, por un cuartito mugroso de azotea ¿sabe cuánto están pidiendo, licenciado? Dos y hasta tres mil pesos. Para mí, como si fueran millones porque no tengo un centavo. Luego me ofrecí de portera: “Sin sueldo: les trabajo nada más por la pieza”, dije en varios edificios, pero no me aceptaron. Fue por lo mismo: por vieja. Dicen que, según como están las cosas, ahora se necesitan hombres en las porterías, para que puedan detener a los ladrones, atajar a la gente mala que anda viendo a ver qué…
El hombre se pone de pie, incómodo por aquellas confesiones que van acorralándolo, avanzando hacia él como la mancha de luz que entra por el respiradero:
–¿Sabe qué me da risa? Que sólo cuando me muera voy a tener un hoyo dónde meterme. Entonces sí, a querer o no, van a hallarme un lugarcito en el mundo. Hasta me han dado ganas de ir por allá, a los panteones, y decirles a los camposanteros: “Oigan, déjenme vivir en el pedazo de tierra donde van a ponerme cuando esté muerta. Entonces no voy a necesitarlo, mientras que ahora sí…”. Lo digo en serio: a mí no me importaría quedar soterrada. Siempre he vivido en este sótano, siempre estuve más abajo que todos y nunca me importó, ni siquiera cuando estaba muchacha. Ahora que tengo 82 años, ¿usté cre que pueda mortificarme vivir un poco más abajito?