La casa era muy grande, tenía nueve habitaciones y dos patios de mosaico amarillo, tan brillante como el plumaje de los canarios que, en parejas, colgaban a todo lo largo del corredor. Mirar por la existencia de aquellos animalitos era una de las ocupaciones más importantes de la abuela —casada a los 15 años y viuda a los 27— y de sus cinco hijas solteras, únicas sobrevivientes en una familia que llegó a ser de doce miembros.
Capaces de hacer postres maravillosos y deshilados que eran auténticas telas de araña, el orgullo de aquellas mujeres era que “la tierra de esta casa es tan buena que todo se da. A veces sembramos nada más un codito, un retoño que nos regalan por allí o que nos encontramos tirado en alguna parte y al poco rato es una preciosidad. Aquí nada se seca; al contrario, a veces las matas crecen tanto que tenemos que podarlas o de plano secarlas para que no les quiten espacio ni luz a las demás”.
Silenciosas, todas vestidas en la misma forma, aquellas mujeres estériles iban y venían entre helechos, garras de león, julietas, maravillas, teléfonos, siemprevivas, plúmbagos, flamboyanes, hueledenoches. No miraban la flor o el retoño sino la hoja muerta, la rama quebrada, el brote calcinado para arrancarlos de inmediato. Así, cualquier visitante de aquel jardín, eternamente florido y verde, podía creer que las estaciones no pasaban por él. Si entre los ocho arcos de piedra que cercaban el prado el tiempo estaba inmóvil, muerto, al otro lado del corredor sombrío —en las habitaciones— iba cumpliendo inexorable su función de minar, deteriorar, envejecer el cuerpo de aquellas mujeres que consagraban su vida a la memoria de los muertos.
Toda la claridad del jardín se volvía penumbra al otro lado del pasillo, donde estaban los cuartos, ya sólo habitados por los fantasmas y las fotografías de sus antiguos ocupantes. En cada una de aquellas recámaras había quedado flotando para siempre su último gemido, la postrer súplica de perdón y misericordia, la confesión o el estertor finales de los hombres, casi todos muertos en actos de violencia.
Por las tardes, cuando las mujeres gastaban sus horas bordando sábanas y manteles interminables, era suficiente el revoloteo de un ave, el ruido metálico de las tijeras al caer, el murmullo del agua, una lluvia ligera o el tañido de la campana para que alguna recordara de inmediato las últimas palabras de Tiburcio, Manuel, Jesús, Félix, Antonio.
Parecía que, lejos del jardín, las mujeres eran capaces de retroceder en el tiempo hasta dar con un miércoles determinado o cierta hora de aquel domingo en que Joaquín llegó sangrando de arriba abajo y hecho una furia, ¿se acuerdan? El tono con que cada una de ellas iba externando sus recuerdos era completamente normal; sin embargo, muchas veces en un momento preciso de la narración sobrevenía la risa histérica que inevitablemente culminaba en el llanto sordo e inexplicable de la Nena, la menor de las hermanas.
Mientras la abuela continuaba impasible observándolo todo, bajo las ondas de la mantilla con que siempre llevaba cubierta la cabeza, sus hermanas mayores rodeaban a la Nena. Con tono cariñoso y suplicante le pedían que aclarara el motivo de sus lágrimas. “¿De qué te acuerdas? ¿A quién extrañas?”, le decían una y otra vez, hasta que al fin explicaba: “Es que me siento muy triste… Fíjense, el día en que Dios sea servido con llevarse a mi mamá estaremos todas nosotras para llorarla y recordarla. Después, como es natural, la seguiremos. Nos iremos acabando una por una. Yo soy la menor, puede que sea la última en morirme. Pero entonces ya no estarán ustedes: ¿Quién llorará por mí?”.
Ante la visión de aquel final horrible y solitario que la Nena tendría, las mujeres lloraban, rezaban, le entregaban en vida el llanto que no podrían brindarle en su última y más solitaria hora.