EL DON DE LA LLUVIA

 




Para Miguel Ángel González, que

lee junto a una siempreviva.

Virginia pone el burro de planchar a la mitad del cuarto con techos de lámina. Hasta ella desciende la maraña de cables y cordones que transportan la luz desde la calle. Sobre su cabeza hay un foco desnudo. La sombra duplica sus movimientos, va y viene como ella sobre manteles y camisas. No son de su casa ni de su hombre: son ajenos. A veces Virginia aparta la mirada de su trabajo para observar a su hijo Anselmo. Sentado en el piso, juega con un carrito de plástico al que le faltan las ruedas.

–Carrito, ca-rri-to. Ora dilo tú, hijo —el niño la mira con atención pero no dice nada. ¿Por qué no quieres hablar? Fíjate, a tu edad, tu hermano Ceferino era un perico y a Susana no había quien la parara. ¿No me hablas, pues, pollito lindo?

Anselmo mueve la cabeza negativamente, ríe, muerde su juguete, ya húmedo de saliva.

–No te metas eso a la boca, cochino, feo, chambón, sinvergüenza. Si no hablas ya no te va a querer mamá —Anselmo sigue riendo. Sabe que el enojo de su madre es fingido. En el fondo de esas palabras el niño siente que hay un calor semejante al que se desprende del cuerpo de su madre, vasto, tibio, oscuro, contra el que Anselmo se acurruca todas las noches.

Virginia está contenta. Le gusta quedarse sola con su hijo menor y contarle sus cosas. Él nunca las repite. No puede hablar. “Y eso que le saqué el espanto, ya le puse sus tortillas calientes en el ombligo y hasta le unté sus partes con manteca buena y las hojas que me dio Reynalda.”

La sonrisa de felicidad que le provoca ver jugando a su hijo desaparece cuando oye un golpecito sobre el techo. Siguen otros y después muchos más, como un inmenso tamborileo sobre la casa. De un jalón desconecta la plancha. Corre hasta Anselmo y lo sube a la cama. Cubre la tele con un mantel de plástico. El niño rompe a llorar. Ella lo ignora. Va hasta la puerta y desde allí grita:

–Susana, pícale a descolgarme los manteles. ¿Dónde está Ceferino? Córrele, pregúntale dónde puso las velas porque de seguro se nos va la luz —una vecina pasa corriendo y Virginia le dice—: a ver cómo nos va, porque ora si ya se emperró otra vez el cielo.

Sin detenerse, la vecina responde con una carcajada nerviosa. Las gotas de lluvia se han convertido en granizo. La tierra se hace eco de los truenos, el aire azulea de relámpagos. Anselmo llora en la cama, inmovilizado por el miedo. Virginia no lo atiende: sólo observa los movimientos de Susana, que en su tarea compite con la rapidez de la lluvia.

–Susana, no arrastres los manteles. Ándale, mensa, date prisa. Yo no puedo salir: estoy caliente de la plancha. No vayan a darme riumas y entonces sí… Que no arrastres los manteles, ¿qué no entiendes, burra?

La niña vuelve, tambaleándose bajo el peso de las telas húmedas. Su madre las recibe en los brazos.

–Te dije que te apuraras, muchacha, ya toditito se mojó. Ahora a ver cómo demonios seco esto.

Susana no la escucha porque la lluvia, cada vez más fuerte, produce un ruido ensordecedor al caer sobre el techo de lámina. Madre e hija extienden los manteles blanquísimos sobre los muebles rotos, disparejos, de colores chillones oscurecidos por la mugre. De pronto las sobresalta un trueno más aterrador que los anteriores. Se persignan pero siguen extendiendo los manteles. El ajuar miserable queda bajo una ola blanca.

–¿Dónde están las camisas que puse a secar en el tendedero de Amalia? —pregunta la madre.

–No alcancé a traerlas. Están re’lejos —afirma Susana con voz temblorosa.

–Madre santísima, ¿no te digo? Nunca puedo fiarme de ustedes. A ver, ponte mi rebozo y acompáñame a buscarlas.

–Ya para qué: seguro que se empaparon.

–Eso sí, pero ¿qué tal que se caigan los tendederos? ¿Qué tal si baja recio el agua? Fácil arrastra las camisas.

Madre e hija salen al camino lodoso. El agua ha borrado árboles y casas, pero no los gritos que llegan desde las construcciones a la orilla del cerro. Por las zanjas, recién abiertas para meter los primeros tubos del drenaje, corren ríos oscuros. Susana cae, incapaz de subir la cuesta resbaladiza que lleva hasta los tendederos de Amalia.

–Ahí espérame, no te muevas —le grita Virginia. La lluvia ahoga su voz, nubla su vista. Para seguir adelante la mujer avanza clavando las uñas en la tierra. Casi sonríe cuando al fin ve las ropas que han empezado a caer al lodo. Gracias Dios mío, gracias porque no dejaste que el agua se las llevara.

Virginia desciende con su carga hasta donde la espera su hija, temblorosa de miedo y frío. No pueden continuar: se han deshecho los montones de tierra a la orilla del camino. Oyen un grito: “Se está cayendo el cerro de este lado, se está desbaratando”.

–¡Virgen mía: Anselmo está solo! Madre e hija, abrazadas, permanecen bajo el torrente hasta que poco a poco amaina. Entonces se apresuran rumbo a la casa. Desde la puerta las invade una fetidez intolerable: un río de aguas negras sale del improvisado cuarto de baño. La suciedad se arremolina, forma pequeños islotes junto a las patas de los muebles, amenaza la blancura de los manteles que poco a poco han ido sometiéndose a la forma de una silla, una mesa, el altero de periódicos sobre los que están extendidos.

Virginia descubre a Anselmo de pie junto a la cama. Con sus manitas se tapa la nariz. Al ver a su madre le dice simplemente:

–Fuchi, mamá, caca…

Es la primera vez que su hijo habla. Virginia arroja las camisas, lo abraza. Llora y emocionada, piensa en la bondad de Dios que este día le ha hecho tantos milagros. En silencio, Susana mira crecer el río de mierda.