LA ESTRELLA DEL NORTE

 




La madre convierte su irritación en actividad: mete la basura en una bolsa de plástico, abre la llave en espera de que caiga una gota de agua y en cuanto escucha algún camión se asoma a la calle para ver si es el repartidor de gas. En la mañana de descanso, que se ha vuelto de recriminaciones, el esposo la contempla inmóvil y escucha asombrado las quejas contra el hijo común. Luis Mario, por su parte, mantiene baja la cabeza y juega con el collar de bisutería que adorna su cuello.

–Míralo, ni siquiera hace caso —dice la madre, asfixiándose en la furia. Igualito estuvo en la escuela: como quien ve llover.

–Bueno, por eso, ¿qué te dijo la profesora? —pregunta el padre, lleno de sospechas que no se atreve a expresar.

–Simplemente que estamos perdiendo el tiempo mandándolo a la escuela, porque el muchacho ni trabaja ni lleva la tarea ni nada. Y esto me lo dijo delante de todo el mundo. Si vieras la vergüenza que pasé cuando la profesora me preguntó si Luis Mario come bien, si lo mandamos desayunado a la escuela. “Ay señorita —le contesté—, le damos lo que podemos; pero eso sí, cuando hay leche o carne, cosas buenas, se las dejamos a él porque está en el desarrollo. Y ya ve ¿de qué sirve?” —concluye la madre desalentada.

–Por eso ¿qué pasa con este muchacho? —insiste el padre.

–A mí no me lo preguntes. Eso pregúntaselo a él.

–Caray, pero tú eres su madre, tú lo ves todo el tiempo, ¿o no? Si tú no sabes lo que pasa con tu hijo.

–Tú eres su padre y a ver, ¿ya por eso sabes lo que él hace? No. Aunque claro, cómo vas a saberlo si nunca estás en la casa.

–Si no fuera porque salgo al trabajo ¿quién les daba de tragar? —pregunta el padre, irritado, temeroso de que empiecen las recriminaciones por sus frecuentes ausencias. Luis Mario ve aproximarse uno de esos pleitos familiares que invariablemente concluyen en la violencia general. Hace el intento de levantarse pero su padre lo detiene con un gesto y un grito:

–Aplástate, cabrón… A ver, ahorita mismo vas a decirme qué chingaos pasa contigo. Porque si no estudias, yo no voy a estar manteniéndote a lo pendejo. Te saco de la escuela y te meto a trabajar.

–Ándale, díselo, díselo —interviene la madre, burlona. Luego se cruza de brazos y sin apartar los ojos de su hijo explica—: Pues resulta que el niño no estudia ni aprende ni sirve para nada porque todo el tiempo está pensando en que va a ser cantante. Cree que será tan famoso como el Pedrito Fernández. Lo peor es que anda alborotando a otros chamacos de la escuela para que formen un conjunto musical.

El niño se siente cada vez más indefenso, más triste, al ver que sus sueños —descubiertos como esas novelitas que el Kiko le prestó y él tenía ocultas bajo el colchón— son vilmente exhibidos.

–¿Y de dónde diablos saca tanta estupidez este muchacho? —pregunta el padre, cruzándose de brazos ante su hijo. A ti, María, te he dicho mil veces que te fijes con quién se junta este…

–Pero pos yo cómo le hago: todos son iguales. Se mueren por ver en la televisión los programas esos de chiquillos cantando. Y ya viste, ¿no me agarró los centavos que yo tenía guardados para irse a ver a Parchís o a Menudo o no sé cuál de ésos? Si le hablo, ni me oye porque está todo el tiempo metido en su maldita música en inglés, yo creo que él ni entiende lo que dicen esos gritones.

–Es lo máximo —murmura Luis Mario con una sonrisa que se borra en cuanto oye a su padre:

–Nomás esto nos faltaba —dice el hombre, que siente colmada la angustia que se ha venido acumulando en los últimos tiempos a causa del peligro de perder su empleo, de la carestía y, sobre todo, de la creciente sensación de que envejece sin esperanza.

Luis Mario se ve orillado a dar una respuesta válida que salve sus ilusiones y su situación ante sus padres. Declara con firmeza:

–Yo y otros chavos queremos ir a ver a Raúl Velasco… Él puede ayudarnos. A lo mejor nos presenta en su programa…

Los padres se miran atónitos, asombrados por el sueño de su hijo, al que nunca antes vieron tan pequeñito, tan raquítico:

–Oye María, ¿qué éste sabe cantar?

–Heredó la voz de tu hermana Elisa —responde la madre, que inconscientemente quiere responsabilizar a su esposo por las inclinaciones de Luis Mario.

–Bueno ¿y eso qué?

–Es lo que yo digo, que no se fíe, que no se ilusione. Que mejor aproveche para estudiar ahorita que nos tiene y que podemos sostenerlo. Pero no me hace caso. Si tan siquiera fuera güerillo puede que lograra algo; pero así, prietito…

Luis Mario no soporta más la discusión y sin que nadie pueda impedírselo sale rumbo a su escondite: el tiradero próximo a la casa. Allí, donde suele protegerse contra la violencia y las desilusiones, sueña también. Esta noche imagina cómo será el día de su venganza, cuando todos lo vean en Siempre en Domingo y se inclinen ante el éxito y la fama de la Estrella del Norte.