EL HOMBRE DEL SOMBRERO NEGRO

 




1

Hace tiempo que el sombrero cayó en desuso. Esa pura razón habría bastado para que Mike Kostas se convirtiera en un personaje notable. Lo que quiero decir es que aquel hombre pecoso y jadeante no sólo llevaba sombrero hongo sino que jamás prescindía de él. Creo que si Mike hubiera aparecido alguna vez con la cabeza descubierta todos lo habríamos imaginado víctima de una horrible decapitación.

Desde luego que aquel sombrero tuvo el mismo efecto en todos los habitantes del barrio. Era explicable que en un sitio agobiado de polvo, ruido, aridez, basura, semejante prenda resultara una verdadera extravagancia, casi un insulto. Recuerdo bien que a nadie inquietaba el atuendo de Carmelo, un teporocho que se había ido recubriendo con una costra de mugre e infinidad de trapos y lazos recogidos en los basureros; tampoco a nadie extrañaba la melena de Coquita, quien voluntariamente se convirtió en conejillo de Indias de una academia de belleza donde, a cambio de darle manicure y masaje gratuitos, ponía su cabeza a disposición de alumnas que experimentaban en ella con los tintes de moda.

De alguna manera había una relación lógica entre la cabellera multicolor de Coquita o las ropas de Carmelo y las casas desiguales, los edificios cuarteados, las alcantarillas descubiertas o las calles entrampadas de baches por las que subían autobuses destartalados y ruidosos; pero un sombrero hongo, con todo su equilibrio y elegancia ¿a qué podía corresponder?

2

El sombrero de Mike Kostas llegó a ser tan célebre como su mujer, conocida en el barrio desde mucho antes como la Jacaranda. Ella era cantante. Alguna vez, en un teatro de revista, fue presentada como “la voz de terciopelo y nácar”. Desde entonces ése fue el lema con que la anunciaron en las carpas y en las marquesinas de algunos centros nocturnos de pésima reputación.

Nadie supo cómo o por qué llegó a México aquel griego neoyorquino que, ensombrerado y con aliento alcohólico, jamás logró pronunciar en público más palabras en español que “buena días” o los albures que los vagos del barrio —sus compañeros ante el refrigerador con que la Corona dotó al estanquillo Los Caimanes— le enseñaban para divertirse con él.

El Mike apareció una mañana junto a la Jacaranda, ocupando una de las bancas corridas de la menudería donde los vecinos iban temprano a curarse la cruda, satisfacer un antojo o desayunar en vista de que la ausencia de los gaseros impedía que las mujeres cocinaran en sus casas. Al poco rato la pareja se vio rodeada de niños curiosos que se acercaban a ellos para oirlos. Mike y Jacaranda hablaban en un inglés relajado que él aprendió en algún barrio bajo de Nueva York y ella durante una de sus giras artísticas fronterizas. De la inicial, allá por los cincuenta, trajo palabras nuevas y algunos vestidos de nylon —”de los primerititos que llegaron a México”. De la segunda, un hijo, la voz enronquecida y varios kilos de más que se le acumularon en la espalda y se traslucían bajo las ropas entalladísimas.

Después de aquella aparición en la menudería casi nunca se vio a la pareja en público. Pero Mike —que pasaba el tiempo esperando al cartero que le traería un aviso importante o cuantioso— era una presencia constante en la calle. Muy temprano se le veía, en mangas de camisa —sin faltar el sombrero, desde luego— llevando de la mano al hijo de Jacaranda, Mauro, hacia la escuela próxima. El resto de la mañana iba al mercado, visitaba las supercocinas o simplemente hacía guardia en la puerta de la vecindad, temeroso de que algún cobrador pudiera atentar contra el descanso de Jacaranda, que por entonces trabajaba como animadora en el ¡Oh, Qué Rico!

A eso de la una de la tarde él entraba en la casa olorosa a afeites, humedad y encierro. La casa era un cuarto grande dividido con una mampara de triplay, obsequio de un dentista japonés que al mejorar de posición abandonó el barrio. La parte trasera estaba invadida por la cama y un sillón desfondado sobre el que se tendían en atroz promiscuidad los trajes de Jacaranda.

Zapatos y medias estaban dispersos por el suelo. En las paredes, colgando de los mismos clavos donde los santos pregonaban bajo sus vestiduras talares las excelencias de todas las virtudes, Jacaranda colgaba sus joyas falsas y otros adornos con que cada noche pretendía retener la atención de un público formado por borrachos.

Poco antes de las dos de la tarde Mike salía en busca de Mauro, un niño silencioso y estrábico a quien mostraba su ternura sacudiéndole la cabellera o dándole golpes en la espalda mientras le decía una frase supuestamente graciosa: “¿Qué pasó, chile verde, qué pasó?”. Así, cada tarde, bajo el sol o la lluvia, se les veía regresar: el niño arrastrando con desgano la mochila repleta de cuadernos deshojados y a Mike haciendo toda clase de malabarismos para sostener en una mano ollitas de comida y en la otra varias cervezas escarchadas de hielo.

3

La vida en casa de Jacaranda y Mike tenía un ritmo contrario al de las otras viviendas: nunca hubo una mesa puesta ni tampoco horas regulares de comida. En las noches, mientras los patios iban quedando silenciosos y oscuros, aquella casa restallaba de luz porque a esas horas Jacaranda comenzaba su ritual para ir al cabaret.

Con el sombrero puesto y varias cervezas junto a él, Mike contemplaba a su mujer arreglándose para despertar el interés o la codicia de otros hombres. Con los ojos húmedos la veía enfatizar sus cejas, ponerse las pestañas postizas, el rubor, el polvo que asfixiaba su piel blanquísima. Muchas veces sintió la tentación de abrazarla mientras se enfundaba en los trajes brillantes olorosos a talco: “Ay, no muelas, ¿qué no ves que tengo que irme?”. Él se replegaba, como un perro castigado, y ella, para combatir aquel silencio molesto por tan lleno de deseos, comenzaba a reprenderlos a los dos: “Órale, a ver si tienen más cuidado. Anoche que llegué los encontré dormidotes y con la tele prendida. No la frieguen, no sean mulas, ¿qué no ven que luego soy yo la que se jode pagando los cuentones de luz?”. Mike y Mauro callaban, cada uno agobiado a su manera: el hombre por la pasión, el niño por el temor.

A las ocho en punto un taxi se anunciaba con tres golpes de claxon. Mientras Jacaranda se ponía su abrigo verde, Mike se asomaba a la ventana para gritar: “Un momentito”. Después de lanzarles un beso en la punta de los dedos, la mujer se apresuraba hacia el automóvil. En vez de ocupar el asiento trasero se colocaba junto al conductor, que la recibía con una frase demasiado familiar.

Silbando, con una horrible sensación de abandono, Mike permanecía en el zaguán mucho después de que se esfumaban las recomendaciones que Jacaranda gritaba desde el auto: “No me esperes. Que el niño se duerma temprano. Por favor, no se olviden de apagar la tele”. Aquel hombre no se resignaba a enfrentar la ausencia de Jacaranda —evidenciada en los trajes vacíos que muchas veces recibieron sus caricias con más docilidad que el cuerpo de su compañera— y por eso se esforzaba por hacerle conversación a todo el que pasara por allí. Sus intentos eran inútiles y muchas veces terminó conversando con Carmelo quien, a las frases en inglés, respondía con sus palabras de locura.

Por más que procurara retrasarlo, al fin llegaba el momento de volver a la casa. Allí, acurrucado en el sillón, ya dormido, encontraba a Mauro con la televisión encendida. Mike procuraba interesarse por algún espectáculo pero todo era inútil: en cuanto oía el ruido de un motor se aproximaba a la ventana. Mike esperaba un milagro: el retorno de Jacaranda, que jamás ocurrió antes de la madrugada. A esas horas ella aparecía marchita, turbia, gris, como la luz que baña a la ciudad cuando despierta.