Hace más de una hora que Luz trajina en el ángulo donde están el fregadero y la estufa. Cuando no lava los platos se acerca a las hornillas para ver el punto de la comida. De las ollas saca muestras que prueba en la palma de la mano:
–La sopa ya merito está, así que luego te vas —le dice a Josefina, la hija que irá en su lugar a entregarle la comida a Santos.
Desde temprano, a la hora en que su esposo salió rumbo al trabajo, Luz ha andado con ese vestido sin mangas, amorfo, que se le respinga por la parte delantera, como si aún estuviese embarazada. Pero no lo está. Su último hijo pronto cumplirá dos meses. Se llama Cruz porque nació el 3 de mayo. Durante el día el bebé duerme en el lecho matrimonial “pa’poder echarle un ojito desde aquí, desde la cocina. Ya en la noche, lo pasó a la cuna de la Lety”.
Cuando termina de moler la salsa, Luz se acerca otra vez a la estufa. Mira el interior de la olla de barro y dice con desaliento:
–Se me hace que te vas sin los frijoles. Están durísimos. Me choca comprarlos por aquí, porque siempre los venden rete viejos —insiste, mientras coloca el portaviandas sobre la mesa. Ya se hizo re’tarde, así que te vas en Metro. Ten mucho cuidado al atravesar la calle. Oye, ¿te acordarás dónde bajarte?
Josefina la escucha en silencio, con los ojos muy abiertos, como si deseara memorizar cuanto su madre le dice.
–Tu papá se va a poner bien enchilado cuando te vea, no le gusta que andes sola; pero pos ora sí que ni modo. Le dices que me quedé esperando al hombre que viene a arreglar el gas, que se sigue saliendo con todo y que ya tapé el hoyito con un cacho de jabón. Se me hace que ya nomás que den otra hervidita los frijoles le apago, porque siempre me da miedo, no sea que vayamos a explotar.
Luz se interrumpe cuando ve aparecer a sus tres hijos varones, que entran en la cocina atropellándose. La agitación de los niños la enfada:
–Apenas olieron la sopa y luego luego se dejaron venir ¿no? Bola de lombricientos —Rogelio, el mayor, se aproxima a la estufa, ansioso de ver qué hierve al fuego. Hazte para allá, muchacho, ¿qué no ves que se te puede venir la olla encima? ¿Qué buscas? Son frijoles que estoy cociendo.
–Újule, otra vuelta frijoles…
–Pos qué querías ¿pechugas de ángel o qué?
Vestida con una camiseta que le deja medio cuerpo desnudo, aparece Leticia. Toma una taza de juguete que encuentra en el piso y levantándola dice en su media lengua:
–Sopa, sopa…
–Qué sopa ni qué nada. Primero le mandamos a su padre, usté espérese, al ratito comemos —Luz siente que sus hijos le roban espacio y les grita—: A ver si se largan por allá a jugar, no estén aquí de encimosos. Y tú, Josefina, agarra de mi bolsa dos boletos del Metro. Ah, y de una vez le buscas unos calzones a tu hermana, mira nomás cómo anda.
Josefina va contenta de escuchar el ruidito que hacen las tapas del portaviandas. Relaciona su sonido con los buenos momentos: cuando su padre tiene trabajo y en su casa no falta la comida. A la altura de Las Cotorras, el estanquillo donde beben los golfos del barrio, la niña tiene que seguir por el arroyo: así evita el roce de las manos que se alargan; en cambio, no puede ser ajena a ciertas frases que la hacen sonrojarse.
Al fin llega a la estación del Metro. En cuanto pisa el andén se siente presionada por una multitud que se precipita hacia el vagón. Urgida por el tiempo, no duda en subirse en el momento en que casi van a cerrarse las puertas:
–Por poquito la pescan —dice una voz anónima.
Con el movimiento del carro, el portaviandas tintinea. El olor de la comida apenas logra sobresalir entre los muchos que vician el aire dentro del vagón. Josefina sonríe cuando un borrachito que va junto a ella le dice: “Se ve que está sabrosa”. Alguien murmura una frase de doble sentido. Vuelve la agitación. Los viajeros que van a descender se arremolinan junto a la puerta sin reparar en golpes ni jalones. Josefina no tiene tiempo de protegerse del tumulto, pierde el equilibrio y en un instante ve a sus pies un charquito de sopa de fideos.
–Híjole, me manchó el pantalón —dice un hombre zapateando.
–Hágase para atrasito, que esto es un batidero…
–¿Se te cayó toda, toda? Lástima, se ve qu’estaba buena… —dice una anciana vestida de colorines.
–Con lo cara que está la comida y tirarla… Lo malo es que aquí no puede aprovecharla ni un perro.
Josefina no dice palabra ni aparta los ojos de la sopa, que ya adquirió un aspecto repulsivo. Cohibida, recibe la tapadera que alguien le entrega: “Fue a dar hasta por allá”. Avergonzada, la muchacha no puede resistir por más tiempo los comentarios y antes de llegar a su destino, decide bajarse del Metro. En camino a la puerta siente que resbala sobre el charco grasiento.
Josefina va triste. El tintineo del portaviandas vacío la sofoca. Mientras se decide a subir las escaleras para abordar el convoy de regreso, piensa en Lety, en sus hermanos esperando la hora de comer, en la madre que tuvo que alejarlos para que no devoraran la ración de su padre. Temerosa de saber que un castigo severo la aguarda, lo que más le duele es pensar en que hoy no comerá su padre.
Muy lejos de allí, junto a la puerta de la carpintería donde trabaja, Santos mira hacia un lado y otro de la calle. A cada momento se pregunta: “¿Qué habrá sucedido? Nadie viene a traerme la comida y ya es bien tarde”.