Puerto de Buenos Aires, Argentina, 1902
—Lamento no poder acompañarte. —Una mujer envuelta en un chal oscuro abrazó a otra que cargaba una valija.
—No te preocupes, Prudencia, sé que no puedes viajar ahora, con los niños tan pequeños.
—Escríbeme ni bien llegues, y abraza a papá de mi parte.
Purita asintió y se dieron el último beso.
El resto de los pasajeros ya había abordado el barco, que oscilaba en las aguas oscuras.
Un viento frío secó las lágrimas y repartió la esperanza entre las hermanas.
Miguel Fierro Rodríguez, su padre, no había retornado a la Argentina pese a su promesa. Los negocios que había heredado en España luego del fallecimiento de su amigo Mateo lo habían retenido más de lo deseable, y ahora, diez años después, enfermo de muerte, le era imposible regresar. Ni siquiera había conocido a sus nietos, los hijos de Prudencia y Diego Alcorta.
—¡Prométeme que tú sí vas a volver! —gritó Prudencia en el último momento; su voz fue devorada por una ráfaga y se perdió en el aire.