Gijón, 1917
—Cuida a tu madre —dijo Francisco Javier a su hijo mayor—, regresaré en unos días.
—Vaya tranquilo, padre —respondió Bruno.
El hombre le dio la mano y luego se dirigió hacia el menor:
—Y tú, ayuda a tu hermano. Ahora él es el hombre de la casa.
—Sí, padre —dijo Marco ocultando su enfado; a él siempre le tocaba obedecer.
Francisco le dio la mano y fue hacia donde lo aguardaba su mujer:
—Quedas a buen resguardo. —Ambos sonrieron, orgullosos de la familia que habían logrado—. Volveré con excelentes noticias.
Se abrazaron, María Carmen con lágrimas en los ojos; Francisco con la esperanza de conseguir empleo en el nuevo pozo que la Sociedad Metalúrgica Duro-Felguera se proponía profundizar para abastecer de carbón a la región.
El emprendimiento estaba a unos kilómetros de Gijón, sobre una amplia explanada ganada al río Nalón, y habían sido convocados varios hombres del pueblo.
Francisco Javier Noriega Llano, quien venía sosteniendo su hogar con trabajos de carpintero, se vio tentado de cambiar la suerte de esa familia que tenía cuatro bocas que alimentar, incluso si su esposa no estaba convencida. Confiaba en que Bruno, el mayor de sus hijos, continuaría atendiendo los pedidos de carpintería y le enseñaría el oficio a su hermano Marco.
Al partir el padre, la madre caminó de nuevo hacia la casa, ubicada en las afueras de la ciudad de Gijón, cerca del mar.
—Marco, ya sabes que no debes ir al puerto —advirtió aun cuando sabía que el jovencito desobedecería su orden ni bien su hermano se descuidara un momento.
Marco tenía un carácter rebelde y aventurero que no habían logrado domeñar desde su más tierna infancia. Y ahora, a los catorce, la situación era más difícil todavía.
Si bien España se había mantenido neutral en esa guerra que enfrentaba a varios países, en el año 1915 un submarino alemán había acudido a abastecerse al puerto de Gijón, lo que había provocado una reacción por parte de cruceros franceses y la fijación de un límite de las aguas territoriales en tres millas, a efectos de la neutralidad por parte de España.
María Carmen prefería a su hijo lejos de la zona de vigilancia establecida por el eje anglofrancés, que iba desde San Sebastián hasta Vigo. Todos los puertos de Asturias, incluido el de Gijón, eran objeto de un minucioso escrutinio. Y ella, conociendo el espíritu intrépido de Marco, vivía con el corazón en la boca.
Al principio, había un servicio de subagentes españoles que patrullaban con un pequeño vapor de recreo, aunque su escasa profesionalidad había dado lugar a un servicio que controlaban los cónsules. El de Gijón, junto a otros cónsules de la costa asturiana, había logrado desactivar el Cable Alemán.
—Vamos al trabajo —dijo Bruno esperando que su hermano lo siguiera.
—Ve tú, enseguida te alcanzaré.
Bruno fijó en Marco sus ojos, donde anidaba la noche, en señal de advertencia.
—Dije que iré enseguida.
El mayor empezó a caminar hacia el galpón donde su padre tenía las herramientas y las maderas. Debían terminar uno de los trabajos que ya estaba empezado.
Hacía calor y Bruno se arremangó. Era delgado y tenía el cuerpo trabajado a fuerza de hacha y serrucho. Se dedicó a moldear las terminaciones del mueble que Francisco había dejado a la mitad, y los minutos pasaron sin que su hermano diera señales de vida.
Al mediodía, su madre fue a llevarles de comer y advirtió su ausencia:
—¿Y Marco?
—Fue a comprar algo al pueblo —mintió. No quería preocuparla.
—¿Bruno? —La madre los conocía a ambos, sabía que el mayor siempre lo protegía aun cuando no lo merecía.
—Volverá enseguida —la tranquilizó.
—Avísame —pidió, no sin antes darle un beso en la frente sudada.
Cuando Marco apareció varias horas después, con el cabello mojado y arena en los pies, Bruno supo que había estado en la playa con sus amigos del pueblo. Siempre era igual, Marco escapaba a las obligaciones y él lo cubría asumiendo todo el trabajo.
—Mamá sabe que no estuviste aquí.
—Y tú seguro que echaste leña al fuego —respondió.
—Le dije que te había mandado al pueblo con un encargo —dijo, sin levantar la vista de la pieza que estaba tallando.
Marco no se molestó en dar las gracias.
—Toma, te he dejado un trozo de carne —ofreció Bruno al ver que su hermano tenía hambre.
—Te ayudaré. —Era todo lo que iba a decir para agradecer.
Continuaron trabajando hasta que cayó el sol.
Francisco Javier regresó a la semana. Venía contento aunque muy cansado. Lo habían contratado para trabajar en el pozo de Sotón.
Al llegar abrazó a su mujer y saludó a sus hijos. Reunidos alrededor de la mesa les contó lo que había aprendido.
—Parece que los empresarios mineros se han unido en ligas —dijo, mientras cenaban— para hacer frente a los ingleses, que también tienen carbón.
—¿Y eso es bueno? —quiso saber María Carmen, que poco entendía de las cuestiones de las grandes empresas.
—Supongo que sí, uno de mis compañeros dice que así se logrará mayor protección por parte del gobierno.
Ninguno de ellos era capaz de advertir la conveniencia de esas uniones empresariales que se traducirían en protección arancelaria y obligación de consumo de producción nacional en la marina de guerra, arsenales y fábricas de armas estatales.
—La Duro-Felguera es una gran empresa —decía orgulloso Francisco Javier.
—¿Volverá a irse, padre? —preguntó Bruno.
—Así es, hijo, tendrás que hacerte cargo de la carpintería. —Y mirando a Marco añadió—: Tú serás su ayudante.
—¿Y cuándo regresará?
—Cada quince días vendré a verlos, y ese día será una fiesta. Mientras, deben cuidar de su madre.
María Carmen se debatía entre la alegría por el nuevo ingreso y la tristeza que le causaba estar separada de su marido. No concebía la vida sin él.
—Deberían ver la construcción del pozo —continuó Francisco—, es impresionante lo que estamos haciendo.
La cena transcurrió con las novedades del padre. Una vez a solas en el lecho, el matrimonio se dedicó a amarse y a recuperar el tiempo perdido.