Gijón, 1918
—¡Conseguí trabajo en una fábrica, madre! —dijo Marco, orgulloso y sudado. Había regresado de la ciudad a la carrera para contarle a María Carmen su logro—. El patrón me dijo que puedo empezar mañana mismo.
—¡En buena hora, hijo! —María Carmen lo abrazó; con sus quince años recién cumplidos Marco ya había obtenido un trabajo por sí solo.
El jovencito no deseaba continuar en la carpintería con su hermano. A sus ojos siempre sería su ayudante, aun cuando cumpliera treinta años, y él no quería crecer a la sombra de Bruno. Tampoco tenía paciencia para la madera, que había que tallar y lustrar hasta sacar brillo. Si a Bruno le gustaba ese oficio, allá él, Marco tenía otras aspiraciones. La idea de trabajar en la Fábrica de Aceros Exilart y Fierro de Gijón lo engrandecía sobremanera.
—Eso sí, no te metas en líos —aconsejó la madre.
—¿Qué dice, madre? —Marco no estaba al corriente de la cruda represión del año anterior a causa de las huelgas, por parte del ejército y de la Guardia Civil. El general Burguete había dado carta blanca a las fuerzas represivas a la voz de “hay que cazar a los obreros como si fueran alimañas”. Después vinieron las sanciones económicas, entre ellas, la disminución de los salarios.
—Los reclamos de los anarquistas y esas cosas. —María Carmen no conocía bien cómo funcionaban las organizaciones sindicales. Tampoco podía distinguir entre anarquistas, socialistas y comunistas. Para ella todo era lo mismo; solo pretendía que sus hijos, y también su marido, se mantuvieran al margen.
Lo que no sabía la madre era que Francisco Javier también había sido seducido por la lucha sindical, que todavía era débil en el sector.
En 1917 se había producido una tremenda crisis debido a que el gran número de exportaciones había hecho crecer el importe de los productos de primera necesidad y los salarios se habían estancado. Los precios del carbón asturiano, los barcos de las navieras vascas, los productos del agro y también los textiles catalanes se dispararon. Las luchas sociales recrudecieron en esos años y más aún en las cuencas mineras, a pesar de la actitud conciliatoria del sindicato minero.
La primera guerra llegaba a su fin. España se había mantenido neutral; había obtenido ventajas económicas, pero ahora se producía una nueva crisis. Se acababa el negocio con los dos bandos enfrentados.
—Usted tranquila, madre, yo solo cumpliré con mi deber.
Al día siguiente, Marco se levantó al alba para presentarse en la fábrica. Bruno ya se había resignado: tendría que apañárselas solo en la carpintería, aunque veía con buenos ojos que hubiera un nuevo ingreso en la casa.
Francisco Javier regresó y celebró la noticia: sus dos hijos eran su orgullo, y verlos trabajando y ocupándose de ayudar a su madre le reafirmaba que habían hecho las cosas bien. Sabía también que las dificultades afectarían la carpintería; decidió no preocupar ni a su esposa ni a Bruno y disfrutar con ellos esos dos días que se quedaría en la casa.
—Cuéntenos, padre —pidió Marco durante la cena—. ¿Cómo es trabajar en la mina? —Si bien ya hacía casi un año que Francisco Javier viajaba a los pozos, a Marco le gustaba oír sus historias, siempre había algo nuevo por descubrir.
—Al principio sentí miedo —reconoció—; no es fácil estar tantos metros debajo de la tierra.
—¿No te asfixias? —quiso saber María Carmen.
—No… —Sonrió—. Sin embargo se siente una opresión en el pecho… hasta que te acostumbras.
—¿Es cierto que trabajan también las mujeres, padre? —Bruno había escuchado en el pueblo que había mujeres y hasta niños en las minas.
—Así es —reconoció Francisco frente a la mirada de sorpresa de María Carmen.
—¡Oh!… ¿cómo pueden trabajar allí? ¿Ellas bajan también?
—En verdad está prohibido que bajen, los patrones tienen mucha presión por parte de las organizaciones obreras, pero a veces lo hacen; también los niños.
—¡Qué horror! —María Carmen era demasiado inocente para los tiempos que estaban viviendo—. ¡Pobres criaturas!
Francisco no quiso preocuparla más, no valía la pena alertarla sobre las consecuencias del trabajo en las minas. El polvo de los lavaderos producía silicosis, una enfermedad crónica por aspiración de desechos.
—Desde que comenzó la guerra la demanda de carbón asturiano aumentó, a falta del inglés y el belga. —María Carmen se admiraba de todo lo que había aprendido su marido en su nuevo trabajo. Hablaba con un vocabulario distinto y temió que se aburriera de ella. Un destello de celos atravesó su mente al pensar en las mujeres con las que se cruzaba a diario—. Por ello trabajan a la par del hombre, más de doce horas por día. Esperan que salga el vagón cargado de mineral para lavar.
—No me las imagino… Es un mundo de hombres.
—La mayoría no supera los quince años, otras son viudas, y son las menos las que tienen a sus maridos ahí. Igual, siempre andan en grupo, y tienen un vigilante especial que las cuida de las agresiones de sus propios compañeros.
Después de la cena, y una vez en la cama, María Carmen quedó pensativa. Desconocía tanto del mundo… Se sentía una simple campesina, rara vez se aventuraba por la ciudad.
Su esposo notó su desazón y la abrazó.
—¿Qué ocurre?
—Nada, pensaba en esas mujeres, trabajando a la par del hombre…
—En su mayoría provienen de familias numerosas, donde hay muchas bocas que alimentar —justificó.
María Carmen pensó en su propia familia. Había soñado con varios niños correteando por ahí; siempre quiso tener una niña y Dios solo la había premiado con dos varones, casi hombres.
—¿Dónde viven? —preguntó María Carmen.
—Vienen de lejos, algunas caminan hasta dos horas para llegar desde sus casas en la ladera de la montaña. —Omitió contarle que los trabajadores estaban hacinados en las casillas que les habían asignado, con escasas condiciones de higiene.
En algunas minas el hacinamiento era peor, y se usaba el sistema de “camas calientes”, que suponía el alquiler de camas por hora, en las que se iban sucediendo los trabajadores para descansar luego de su jornada laboral.
El auge de la minería había traído consigo la contaminación de las aguas de ríos y arroyos, por lo que los mineros carecían de agua limpia para el aseo y el consumo. Todo eso Francisco lo callaba, no quería entristecer a su esposa; era necesario su salario ahora que los precios se habían disparado y la crisis apretaba más que nunca.
María Carmen asimiló la información como pudo. Le hubiera gustado que todo fuera diferente, la pobreza obligaba a tantas resignaciones… Bien sabía ella de todas las privaciones que habían pasado años atrás, cuando sus hijos eran pequeños y solo había un ingreso, magro por cierto.
—Ven —dijo Francisco apretándola contra su cuerpo—, olvida todo eso ahora, que mañana tengo que partir y quiero amarte.