Oviedo, 1902
—¿Qué significa eso? —Purita se puso de pie de repente, las mejillas arreboladas y unas tremendas ganas de gritar.
—Lo que ha escuchado —dijo el abogado dejando los papeles sobre el escritorio y guardando sus anteojos—. Su padre deseaba que usted se trasladara a Gijón y formara parte de la fábrica de aceros.
—¿Quién es ese hombre? —quiso saber José Luis. Él no permitiría que Purita se fuera lejos de su vigilancia, salvo que volviese a la Argentina.
—El socio y amigo del señor Miguel.
—¿Por qué nunca oímos hablar de él? Jamás mencionó que tuviera acciones en una siderurgia —se asombró José Luis. Aunque si lo pensaba bien… en los últimos tiempos antes de su enfermedad Miguel viajaba mucho hacia la costa, por lo general iba a recibir mercadería y telas en el puerto, quizás hacía algo más en sus viajes.
—Eso no lo podremos saber —explicó el abogado, dando por concluida su tarea—. Tal vez en su carta su padre le clarifique el tema.
Purita estaba aturdida, quería quedarse sola y que todos desaparecieran. Necesitaba llorar, ¿Por qué se demoraba tanto la respuesta de Prudencia? Toda su vida había contado con sus cuidados y consejos, tenerla lejos la llenaba de incertidumbres y temores. Prudencia y Diego la habían criado como a una más entre los niños, y ella había sido feliz.
José Luis despidió al abogado y volvió a la biblioteca.
—¿Cómo te sientes?
—Confundida… no entiendo por qué mi padre querría que me alejase de ustedes.
José Luis recordó que una vez Miguel le había mencionado a un amigo que tenía en Gijón, alguien en quien se podía confiar a ojos cerrados. ¿Se referiría a ese hombre?
Al verlo pensativo Purita preguntó:
—¿Usted sabe algo?
—Nada, mi querida, si lo supiera te lo diría. —Tomándola por los hombros la condujo fuera de la biblioteca—. Vamos a casa, Ángeles nos espera para cenar.
—Le agradezco, prefiero estar sola. —Apretó la carta de su padre contra su pecho—. Deseo leerla cuanto antes.
—Entiendo.
Se despidieron en la puerta. Después, Purita no perdió el tiempo; se sentó en la mecedora y encendió la lámpara.
Hija mía, no estés triste por mi muerte. Pese a todo, tuve una vida dichosa aun cuando estuvo llena de errores. Saber que ustedes, mis hijas, están bien es mi mayor felicidad. Prudencia felizmente casada con un buen hombre, ya tiene a su familia, con esos niños preciosos que cuentan las cartas. Y tú… tú tienes todavía toda la vida por delante.
Una vez me dijiste que te gustaría disfrutar de la playa, mojarte los pies en el mar y sentir la arena hundirse bajo tu peso. ¿Lo recuerdas? Por eso, te propongo que vivas el mar a diario. Gijón es una ciudad pujante, llena de vida y posibilidades a orillas del Cantábrico. Tengo negocios allí, negocios que me gustaría que tú conocieras y amaras. La mayoría de los empresarios heredan sus fábricas a sus hijos varones, yo confío en ti. Mereces tener una vida propia, volar con tus propias alas. Y eso es lo que te ofrezco.
Te preguntarás por qué no quiero que permanezcas en Oviedo junto a José Luis y Ángeles, y es por la misma razón; ellos estarían guiándote todo el tiempo y nunca harías tu camino.
No temo por ti, en estos últimos tiempos me he convertido en un hombre moderno, y sé que podrás salir adelante. Aitor es un viejo amigo, puedes confiar en él. Hace años está al frente del negocio; te dará tu lugar cuando lo reclames. Anhelo, hija mía, que cumplas mi deseo, y si no quieres, porque estás en todo tu derecho, ansío que puedas desplegar tus propias alas donde quiera que vayas.
Te amo, Purita.
Papá
Apretó la carta contra su corazón y dejó que las lágrimas corrieran por sus mejillas arrastrando las dudas y la tristeza. Había ocurrido todo demasiado rápido y no llegaba a asimilarlo. Hacía apenas unos meses que había llegado de la Argentina y tenía que tomar una decisión.
Sabía que tenía por delante muchos trámites, ya fuera en uno u otro sentido. Le dolían la cabeza y el estómago, ni siquiera tenía ganas de comer.
Apagó las luces y se dirigió hacia su cuarto; se acostó vestida y cerró los ojos.
Los días que siguieron los pasó reunida con el abogado, el contador y José Luis. Ángeles adoptó el rol de madre aun cuando no le llevaba más que unos años y Purita sintió como si Prudencia estuviera cerca.
La carta de su hermana llegó cuando ya había tomado las resoluciones necesarias; la leyó ansiosa de encontrar su aprobación a lo que había resuelto; no fue así. Prudencia la quería de vuelta, temía por su seguridad, ¿qué iba a hacer ella en un mundo masculino? Su hermana mayor no confiaba en los hombres, después de todo lo que le había pasado, “hombre” era una mala palabra, excepto su marido Diego y su cuñado Andrés, que eran la excepción a la regla. Olvida todas esas ideas revolucionarias de papá y vuelve a casa, decía en la despedida. Tus sobrinos y yo te extrañamos.
Sin embargo, la decisión ya estaba tomada. Pasados los días de llanto y nostalgia, Purita llamó a José Luis y le dijo que cumpliría los deseos de su padre. Por mucho que insistió José Luis primero y Ángeles después no lograron convencerla para que cambiara de opinión.
Las palabras de su padre la habían hecho reflexionar. Tenía razón, siempre había vivido bajo la sombra de alguien, aun cuando ese alguien había sido su hermana mayor, que había velado por sus intereses. Era hora de tomar las riendas de su propia vida; de repente se sentía envalentonada.
Llevó algunos meses finiquitar los trámites sucesorios y traspasar las acciones a nombre de José Luis, quien se negó hasta el último momento:
—No seas imprudente, Purita, no sabes qué puede depararte el destino en Gijón —aconsejó antes de firmar.
—Si era el deseo de mi padre, que así se haga. Además, tengo el dinero de la venta de las porciones minoritarias que usted se encargó de disponer.
—Aun así…
—Estoy tranquila, José Luis, me siento en paz.
Firmaron el traspaso y Purita se sintió liberada, liviana.
Esa noche aceptó cenar en casa del matrimonio, jugó con los niños antes de la cena y, si bien extrañó a sus sobrinos, pensó que estaba haciendo lo correcto.
—¿Cuándo te irás? —preguntó Ángeles.
—Pasado mañana.
Los ojos de la mujer se pusieron brillosos y su marido la abrazó.
—Vamos, que tampoco se va al fin del mundo. Cuando estés instalada iremos los cuatro para pasar un fin de semana en la playa —bromeó José Luis.
—¡Claro que sí! —se entusiasmó Purita—. Lo disfrutaremos.
Dos días después, cargada con tres valijas y toda la ilusión por delante, Purita se subió al tren que la llevaría a su nuevo destino.