Pozo de Sotón, 1918
Ante la noticia de que Francisco Javier estaba gravemente enfermo, María Carmen partió hacia la mina. Bruno insistió en acompañarla, sin embargo la madre prefirió que siguiera trabajando en la carpintería y se hiciera cargo de su hermano menor.
—Madre, usted no puede ir sola —dijo el hijo en el último intento.
—Sí que puedo, hijo querido. Si esas mujeres —refiriéndose a las operarias de las minas— pueden hacerlo, yo también. Tu responsabilidad ahora es cuidar el trabajo, ¿de qué vamos a vivir si tu padre no puede hacerlo durante un tiempo?
Hacía rato que los ingresos escaseaban para sostener la economía familiar y más de una vez tenían que conformarse con cenar una magra sopa de ajo. Lo poco que podían obtener de la huerta iba a parar a la olla, habían olvidado el sabor de un buen cocido. Dirigiéndose a Marco, María Carmen dijo:
—Ayuda a tu hermano, ahora ustedes tienen que cuidar de esta casa.
El menor de los Noriega asintió. Ambos jóvenes estaban preocupados; no veían con buenos ojos que su madre partiera sola, aunque debían respetar su decisión.
Con apenas un atado de ropas, María Carmen emprendió el viaje hacia el Pozo de Sotón, donde Francisco Javier languidecía en un improvisado camastro que habían puesto en las tiendas de enfermería que habían armado para atender a los enfermos, dado que él no era el único.
Cuando al fin María Carmen dio con el lugar, se encontró frente a un nuevo mundo. Había mucha gente en constante movimiento, un ir y venir de mineros que transportaban el carbón en carros. Los ojos de ella no daban abasto para absorber todo eso. Captaron su atención unas jaulas y supuso que serían las que mencionaba su marido y que se usaban para subir desde el interior de la mina.
Divisó varias construcciones, sin saber que eran las casas de los trabajadores y los almacenes. Un hombre se le acercó:
—¿Qué hace aquí? —Su aspecto era rudo y tanto su cara como sus manos estaban oscuras.
—Estoy buscando a mi marido, está enfermo.
El desconocido le indicó que siguiera adentrándose en el campamento gigante.
—Al fondo están las tiendas de los enfermos.
Sin prestar atención al cansancio y al hambre que su cuerpo sentía, María Carmen continuó avanzando hasta dar con las tiendas. Todo el tiempo se cruzaba con gente que ni siquiera se percataba de que estaba allí, como si cada cual estuviera sumido en su mundo.
Sin nadie que la recibiera corrió la lona que hacía de puerta e ingresó en ese hospital de campaña, donde los tufos viciaban el aire. Frunció la nariz y buscó a Francisco entre todas esas literas improvisadas. Una mujer que parecía estar al mando le salió al paso.
—¿Es usted voluntaria?
—No, yo… estoy buscando a mi marido, trabaja aquí y está enfermo.
—Acá están casi todos enfermos. ¿Cómo se llama?
—Francisco Noriega.
Al escuchar su nombre la enfermera hizo un gesto que no auguraba nada bueno.
—Sígame. Debería taparse la boca —aconsejó.
María Carmen obedeció y se cubrió con un pañuelo.
Ambas se abrieron paso entre camastros donde hombres y mujeres padecían la enfermedad. María Carmen se asustó, parecía una epidemia.
—¿Qué es lo que tienen?
—Gripe.
Al llegar al jergón donde Francisco descansaba a María Carmen se le encogió el corazón. Su marido estaba demacrado y su cuerpo parecía haberse encogido.
—¡Francisco! —Se abalanzó sobre él, pero la enfermera la detuvo tomándola del brazo:
—Mantenga la distancia si no quiere caer usted también, es muy contagioso.
María Carmen sofrenó su impulso y se acercó con prudencia. Tomó la mano de su esposo, fría y liviana. Él abrió los ojos y sonrió desde su debilidad.
—¡María! ¿Qué haces aquí?
—Me avisaron que estabas enfermo.
—¿Los chicos? ¿Los has dejado solos?
—Sí, Bruno ya es casi un hombre… Ahora lo importante eres tú.
Francisco quiso responder y la tos lo acometió.
—Calla, calla, no hables —pidió ella sin dejar de acariciarlo.
La tarde dio paso a la noche y con ella llegó la fiebre. Con ternura María Carmen le colocó paños fríos y lo dejó dormir; no pudo lograr que bebiera la sopa aguada que le habían dado, que finalmente bebió ella. Después se acomodó a su lado en el espacio que quedaba y se durmió.
Al día siguiente, Francisco despertó, la fiebre seguía alta y de ahí en más ya no hubo forma de bajársela.
La gripe venía de los Estados Unidos. Soldados estadounidenses enviados a Europa a combatir en la Gran Guerra la habían contagiado; primero a las tropas francesas en Burdeos, luego se extendió a la población civil y al resto de las fuerzas contendientes. La enfermedad se expandió, y para junio de 1918 era pandemia.
María Carmen, lejos de su hogar, no tenía ni siquiera velas para encenderle a la virgen, y se limitaba a rezar el rosario día y noche, aun cuando veía que su marido desmejoraba a cada minuto. La tos que en un principio era seca se convirtió en viscosa con restos de sangre.
Una semana de agonía soportó Francisco Javier luchando contra la gripe. Se negaba a abandonar a su familia, a su amada esposa y a sus hijos. Hasta que un día dejó de luchar. Se fue una tarde de agosto agradeciendo la dicha de haber podido tenerlos. Recordó el día en que llegó a su casa en el valle y María Carmen le enseñó el bebé, luego la decisión de huir.
Había sido feliz y lamentaba no envejecer al lado de su mujer. Pese a ello sabía que ella estaría bien cuidada; dos hombrecitos la protegerían por siempre, porque aunque entre ellos existieran los celos propios de hermanos, ambos la amaban tanto o más que él.
María Carmen afrontó la muerte de su esposo en soledad: no quiso que avisaran a sus hijos. Con las últimas monedas que le quedaron pagó lo necesario para trasladar el cuerpo a Gijón, donde la gripe también hacía estragos.
En la ciudad, Marco veía que cada día uno de sus compañeros de trabajo era preso de la fiebre y temía contagiarse. Corría el rumor de que una peste mortal se estaba llevando a la gente.
El doctor no daba abasto para atender a todos los pacientes de la zona y, luego de darles algunas indicaciones a los familiares que aún estaban en pie, dirigía su carreta hacia otro rancho. Ante tanta tragedia ya no se tocaban las campanas de las iglesias y estaba prohibido el acompañamiento al cementerio de los difuntos. En algunas ciudades hasta colapsaron los camposantos y hubo que destinar otros sitios provisionales para enterrar a los muertos.
Ante la falta de noticias, Bruno se aturdía trabajando, hachando maderas y clavando clavos para aliviar la furia que anidaba en su interior; amaba a su padre y no soportaría perderlo.
Marco, por su parte, había perdido los bríos de la adolescencia, que le quedaba chica en el cuerpo y volvía de la fábrica sin novedades que contar, callado y cabizbajo. Ni siquiera discutía con su hermano mayor por cualquier tontería, como solía ocurrir.
Cuando la madre finalmente llegó arrastrando la muerte del padre, se abrazaron los tres y lloraron como nunca volverían a hacerlo.