Gijón, 1910
Hacía dos años que Purita vivía sola en una casa ubicada cerca de la costa, la joven amaba el mar. A los veintinueve había consolidado su carácter y trabajaba en la fábrica de aceros a la par de Aitor. Este se había resignado a tenerla como socia y sus prejuicios iniciales habían cedido al ver las ganas y la fortaleza que guiaban a la muchacha.
José Luis y Ángeles, sus amigos de Oviedo, la visitaban con frecuencia, se instalaban en su casa donde Purita tenía habitaciones para la familia y disfrutaban de fines de semana de playa y teatro.
Con ellos había concurrido la primera vez al Teatro Dindurra, futuro teatro Jovellanos, ubicado en el centro de la ciudad desde 1899. Era el espacio de cultura y ocio por excelencia. Se habían deleitado con óperas, obras, música sinfónica, operetas, zarzuelas y variedades, de la mano de la Compañía Giovannini o cantantes como Paco Meana y Luis Llaneza.
Otras veces había concurrido a bailes junto a Aitor y Olvido; la vida social no era problema para Purita, aunque no salía de su ciudad, solo viajaba a través de las cartas que intercambiaba con su hermana en la Argentina, país al que no sabía si volvería. Estaba muy compenetrada con su trabajo y le gustaba el sitio donde vivía.
Tenía algunas amigas con las que salía a bailar en las verbenas o a pasar tardes en la playa.
En el verano de 1910 llegó a la estación del Norte el primer “tren botijo”, utilizado por las clases populares para ir al mar. Para paliar el calor y la sed los pasajeros viajaban con un botijo lleno de agua fresca que se iba entibiando a medida que las horas pasaban.
De aquel convoy que había salido horas antes de Madrid y que había recogido pasajeros a lo largo de toda Castilla y León se bajaron cientos de veraneantes entre los sones de la banda de música y los vítores de los gijonenses.
Purita estaba en la playa, junto a Olvido y Gaia, que tenía diez años. Aitor las acompañaría más tarde.
Las damas vieron la invasión de gente que bajaba a la arena y corría desesperada a tocar el mar como quien encuentra un tesoro. Purita recordó la primera vez que sus pies habían tocado el agua y sintió nostalgia por el pasado. Pese a tener una vida plena y rodeada de gente, carecía de familia. En todos esos años no había podido entablar una relación que la satisficiera, todos sus intentos habían sido en vano y ya iba para solterona; por mucho que quisiera evitarlo, Purita conocía la causa, que tenía nombre y apellido.
—Tía, ¿de dónde ha salido toda esa gente? —Gaia la llamaba así desde que era pequeña y nadie le había desmentido el parentesco.
—Pues de los trenes, querida, y se llaman turistas.
—Vayamos a ver —pidió la niña.
—Ve tú, no te alejes —observó la madre.
Al quedar solas Olvido dijo:
—Purita, tengo que contarte algo. —Ante la seriedad del rostro de su amiga, Purita, que jugaba con la arena a hacer formas, dejó lo que estaba haciendo.
—¿Qué ocurre?
—Estoy enferma y temo que es grave.
—¿Has ido al médico?
—Claro que he ido, hace tiempo que deambulo entre ellos. No te he contado, he perdido dos embarazos en los últimos tres años. —Purita abrió los ojos sorprendida y le apretó el brazo—. Siempre quise tener una familia numerosa, sin embargo, los hijos no han querido quedarse.
—¿Y qué te han dicho los doctores?
—Que hay algo en mí que no los puede retener, simplemente… se van.
—Quizás estés débil, podrían reforzar tu dieta…
—No lo entiendes, tengo una enfermedad en la sangre que me está debilitando por dentro.
La llegada de Aitor, que traía a la niña de la mano, interrumpió la conversación. El hombre se sentó entre ellas y se dispuso a jugar con Gaia. Había cambiado mucho con los años, tenía cuarenta y tres y unas finas canas matizaban sus sienes. Su carácter seguía siendo serio en el ámbito laboral donde repartía instrucciones con voz firme y mirada implacable, mas con Gaia rompía los moldes de los padres de la época y no tenía empacho en sentarse sobre la arena para hacer figuras con ella.
Purita le había perdido el temor reverencial de los primeros tiempos y se podría decir que llevaban una relación amigable. Ambos habían acordado tácitamente en mantener cierta distancia tanto en lo familiar como en lo laboral. La amistad profunda era con Olvido, a quien Purita quería como si fuera su hermana mayor. Por eso amaba tanto a Gaia.
Mientras armaba fortalezas en la arena, Aitor dijo:
—¿Saben que a toda este gente las trae un madrileño?
—¿Cómo es eso? —preguntó su esposa haciendo a un lado la nostalgia.
—Pues hay un periodista llamado Ramiro Mestre Martínez que se hace un sueldo extra con las comisiones que cobra para organizar estos viajes. Un visionario —añadió— porque el turismo es el futuro de la región. ¿Quién no quiere vacacionar frente al Cantábrico?
—Leí que a Gijón la llaman “la pequeña Suiza” —dijo Purita—, debido al verdor de sus prados y la altura de sus cumbres.
—La pequeña Suiza, con mar —respondió Olvido dirigiendo sus ojos hacia las aguas.
Después de ese día Olvido fue decayendo con lentitud, con la certeza de que el final se acercaba. Sus fuerzas y sus ganas menguaban hasta que un día ya no se levantó de la cama.
Aitor, pese a no amarla como ella merecía, la quería y respetaba, era una buena mujer y la madre de su hija. Desesperado ante la decadencia acelerada de su esposa trajo a los mejores médicos para que la estudiaran; todos concordaban en que había algo en su sangre que no la dejaba reponerse.
Al cansancio habitual se sumó la fiebre, la pérdida de peso y el dolor generalizado. No había nada que la aliviara.
Después de unos días de convalecencia le aparecieron pequeños puntos rojos en la piel, en brazos y piernas, y pensaron que tenía alguna enfermedad contagiosa.
Sin importarle el riesgo Aitor pasaba horas junto a su mujer velando su sueño intranquilo y evitando que su hija la viera así.
Purita visitaba la casa y entretenía a Gaia a quien no le habían contado sobre la gravedad del estado de su madre. La jovencita no era tonta y se daba cuenta de que algo malo la aquejaba.
—¿Se va a morir mi mamá? —le preguntó a Purita.
—No, mi querida —mintió—, no se va a morir, solo necesita descansar.
—Ya hace muchos días que está descansando, ¿por qué no puedo verla?
—No queremos que tú también te contagies.
Esa noche Purita se quedó hasta que la niña cenó, le había pedido que fuera ella quien la acompañara a la cama y le leyera el cuento de todas las noches.
Al salir del cuarto Purita se apoyó sobre la puerta y cerró los ojos tratando de impedir las lágrimas que fluían cual vertiente.
Aitor salía de la habitación de Olvido y la vio.
—¿Le ocurre algo a Gaia? —preguntó en voz baja, acercándose.
—No… nada, ella está bien. Solo que… —Se sonó la nariz y se recompuso—. Estoy triste, toda esta situación, Olvido que no mejora…
Aitor se apoyó sobre la pared contraria del pasillo y cerró los ojos un instante.
—Olvido no va a mejorar. Los médicos dicen que tiene una enfermedad mortal en la sangre, y está en la etapa más aguda.
Purita no pudo resistir y rompió en llanto: Olvido era su amiga, su hermana del corazón.
Aitor se aproximó y la tomó por los hombros. Después la abrazó y la muchacha se desahogó sobre su pecho.
Los días que siguieron fueron los más difíciles de la enfermedad, Olvido sabía que se iba del mundo de los vivos y fue llamando a uno por uno para despedirse. Una de las últimas fue Purita, con quien estuvo durante casi dos horas. Nadie supo de qué hablaron las amigas, pero la más joven salió de la habitación bañada en llanto.
Esa noche, Olvido murió.