Gijón, 1935
Después de haberse acostado con Marco, Marcia andaba como perdida. Más de una vez, a la mañana siguiente, tuvieron que llamarle la atención en la fábrica de sombreros porque se olvidaba de lo que estaba haciendo.
—¡Marcia! —Silvia la sacó de sus recuerdos—. Ponte a trabajar de una buena vez y deja de pensar en ese gilipollas.
La jovencita volvía a lo suyo sin ganas. Recordaba todo lo que habían hecho sobre la arena a orillas del mar y de solo pensarlo empezaba a sudar, sus mejillas se teñían de rojo y las piernas le flaqueaban.
Los días pasaban y no había noticias de Marco. Con el correr de las semanas Marcia empezó a preocuparse, ella creía que con lo sucedido eran novios. Para peor, Marco Noriega no se dejaba ver ni por la playa ni por los bares. Marcia había recorrido los sitios donde solía encontrarlo, pero solo estaban sus amigos y su hermano. Sintió vergüenza de preguntar por él, y cuando su búsqueda se volvió desesperada y le agrió el carácter dejó de lado su orgullo y se acercó a Bruno.
—Hola.
El mayor de los Noriega fijó en ella sus ojos de noche. Imaginaba por dónde venía la cosa, siempre era igual. Marco enamoraba a las jovencitas y luego, cuando se aburría de ellas, era él quien tenía que atender los reclamos y preguntas.
—Hola —respondió sin dejar de apreciar su hermosura. ¿Cómo podía ser que una muchacha tan bella se hiciera valer tan poco?
—¿Marco? ¿Está enfermo que hace días que no lo veo?
Bruno se debatía entre ser sincero y a la vez cruel, o decir una mentira piadosa. Sin embargo, él era un hombre de palabra y su hermano era ya suficientemente adulto como para hacerse cargo de sus deslices.
—No, no está enfermo. —Asistió a la sorpresa de la joven y al dolor que inundó sus ojos grises. Dudó entre darle la estocada final o tenerle un poco de piedad.
—Entiendo, no quiere verme. —Marcia le ahorró la respuesta, después de todo no era tan tonta como creía—. Pues hágame un favor —pidió con la mirada al borde de las lágrimas—: dígale de mi parte que no sea cobarde.
—Como usted mande.
Cuando Marcia se fue envuelta en su halo de furia y tristeza a la vez, Bruno maldijo entre dientes. Apuró su bebida y se fue.
Sabía que su hermano no estaba en la casa, Marco andaba enredado con una muchacha de un caserío cercano y solía ausentarse por las noches para dormir con ella.
Después aparecía por los muelles, ojeroso y sin fuerzas para cargar los bultos. A partir de que Aitor Exilart lo había despedido por ser el cabecilla de los reclamos obreros trabajaban juntos en el puerto.
El Musel, además de puerto carbonero, se perfilaba como escala de los transatlánticos que llevaban viajeros hacia América. Era un puerto de gran calado y ofrecía el carbón a bajo precio; esas ventajas lo posicionaban bien. También había una línea de tranvía eléctrico que enlazaba el puerto con la ciudad.
Ese año se estaba construyendo el II Espigón lo que hacía que la actividad portuaria necesitara brazos fuertes y hombres de trabajo, y los Noriega lo eran.
No fue sino hasta el día siguiente cuando Bruno se cruzó con su hermano en el puerto. Habían terminado de cargar un buque y tenían libres unos minutos para comer algo antes de reanudar el trabajo.
Sentados sobre unos toneles abrieron sus envoltorios y Bruno disparó:
—¿A qué estás jugando con la hija de Exilart?
—No veo que eso te importe —respondió Marco sin mirarlo, concentrado en su comida.
—Me importa. —Hizo una pausa, pausa que puso en alerta a Marco. Bastaba con que a Bruno algo le importase para que él quisiera tenerlo. Siempre había sido igual, desde pequeños Marco competía con su hermano mayor, ya fuera por llamar la atención de sus padres o entre sus amigos—. Más cuando tengo que responder sus preguntas.
—¿A qué te refieres?
—Anoche, en el bar, fue a preguntarme por ti.
—Vaya, vaya… —Marco quedó pensativo, Marciana Exilart no era como las demás, ella era una chica bien, educada e inocente y hasta casi se arrepentía de haberla seducido. Tampoco quería problemas con su padre, después de todo era un hombre por quien sentía respeto.
—Me dijo que no seas cobarde —continuó Bruno, disimulando su malestar—. Deberías dar la cara con esa muchacha.
—Lo haré. —Terminó de comer y volvió al trabajo.
Pasaron tres noches hasta que Marco volvió a frecuentar los sitios habituales, seguía enredado con la muchacha del caserío vecino.
Cuando Marcia lo vio de nuevo entre su grupo de amigos fingió desinterés y salió a bailar con otro muchacho pese a que le resultaba soso. Después de dos piezas volvió junto a sus amigas a reír y beber.
Esa indiferencia acicateó a Marco. La muchacha no le interesaba para una relación seria, no obstante le había gustado tenerla entre sus brazos y más aún saber que había sido el primero.
Se acercó al grupo donde ella departía y la invitó a bailar, sabía que eso le gustaría. Ella lo miró, primero con dureza, y cuando Marco le sonrió con los ojos y la boca, se derritió.
Danzaron unas piezas y después volvieron a alejarse en dirección a la playa tomados de la mano, sin importarles el frío otoñal que se había adueñado de la orilla.
Sobre la arena, Marco la besó en la boca como ella le había pedido la vez anterior y se dedicó a acariciarla mientras la iba desnudando con lentitud, dejando que las prendas rozaran su piel, haciéndola estremecer con su lengua. Cuando ella creía que estaba al límite de sus fuerzas y algo extraordinario iba a pasar Marco detuvo sus caricias para aflojarse los pantalones. Al ver que de nuevo él se iba a introducir en ella el dolor de la vez anterior se hizo presente y su excitación se esfumó como el agua entre la arena.
Marco, ajeno a lo que le ocurría, le abrió las piernas y empujó con fuerza. Sus movimientos frenéticos la asustaron, ya no le gustaba lo que estaban haciendo. Hasta que el hombre no se desplomó sobre su pecho Marcia no sintió alivio. ¿Eso era hacer el amor? Sentía que algo no estaba bien, ¿por qué esa sensación de soledad y desasosiego?
Sin que ella lo pidiera nuevamente Marco se incorporó y la besó en la boca. De nuevo volvieron las cosquillas al vientre de la muchacha, sus besos y sus manos la enloquecían, no así lo que venía después.
Se dijo que ya se acostumbraría y se abrazó a su espalda con la esperanza de la felicidad.